En la Argentina, durante el último año, se llevó a cabo un proceso de profundo deterioro social, político-institucional y moral, que contó con el apoyo o la complicidad de una parte importante de la clase política. Deliberadamente utilizo una expresión que ha recibido justas críticas: a la expresión “clase política” suele habitarla un tufillo antipolítico, un aroma mediático y corporativo que la hace sospechosa. Sin embargo, no puede negarse que los políticos profesionales están en el centro de la indignación popular en todo el mundo. La insensibilidad popular, la ostentación de privilegios sociales, la obsesión por el éxito individual y de su séquito más cercano y las revelaciones de actos de corrupción institucional se hacen menos soportables en un ambiente de fuertes avances contra las condiciones de vida, en medio de una prolongada crisis económica de alcance global. El fenómeno se hace notar como nunca en Europa y no es ajeno a él el resultado de la elección presidencial en Estados Unidos. La indignación, además, se ha ido deslizando desde un plano de repudio moral hacia una creciente denuncia de la colusión de amplios sectores de la política institucional con los intereses de los más poderosos grupos económicos y financieros, con embajadas extranjeras y hasta con redes convencionalmente delictivas. En el núcleo del repudio está la famosa alternancia, tan loada en los textos contemporáneos de la ciencia política predominante. La alternancia, dicen esos textos, significa mutua tolerancia, pluralismo, superación de toda tentación autoritaria o totalitaria. Cuando miramos más de cerca, en nuestro país y en el mundo, la alternancia es el nombre que ha recibido un sistema político superpoblado de partidos, grupos y fracciones, que tienden a agruparse en dos o tres grandes coaliciones y a funcionar en el interior del gobierno sobre la base de una serie de reglas no escritas de las “democracias de mercado”. Esas reglas casi se podrían resumir en una sola: los grandes negocios del poder económico no pueden ser sometidos a la regulación del sistema político. Ese es el orden político propio del neoliberalismo. A su sombra hemos asistido a una notable mutación en el interior de corrientes de origen popular, devenidos en custodios incondicionales del establishment; la socialdemocracia europea -la del Estado social, la de la defensa de los más débiles–ha asumido ese rol de garante del sistema desde una cada vez más vaporosa “izquierda” y hoy paga ese giro con un proceso que está entre la crisis y la descomposición en casi todos los países de la región. Los demócratas de Estados Unidos acaban de perder una elección contra un candidato que se limitó a desplegar una sátira mordaz dirigida a ridiculizar la cínica corrección política de los últimos gobiernos de ese signo.

El repudio global de la clase política entraña riesgos graves. El principal de ellos es que el rechazo de un orden político propio del neoliberalismo pueda involucionar en la dirección de un progresivo desprecio por las instituciones democráticas y favorecer, más que a una transformación popular de la democracia, a una involución autoritaria del propio orden neoliberal. Algo de eso está insinuando el crecimiento en las encuestas de grupos políticos vecinos del fascismo y el nacionalsocialismo en varios países de Europa. Pero lo cierto es que ese peligro no se conjura por medio de la extorsión. No alcanza, por lo visto, amenazar a los pueblos con que el debilitamiento del neoliberalismo parlamentario lleva al autoritarismo; así se desprende del triunfo de Trump y de las negras perspectivas que se insinúan en Europa para los partidos reguladores de las democracias de mercado.

Lo cierto es que el último año político en Argentina lleva a preguntarse cómo evolucionará entre nosotros la relación entre la democracia institucional y el humor del pueblo. Contamos con un antecedente crucial que es el período entre diciembre de 2001 y mayo de 2003, una etapa en la que la estabilidad democrática distaba de estar asegurada. Convendría acordarse de que en el estallido social que terminó con De la Rúa huyendo en helicóptero, la consigna no fue “que se vaya la Alianza”, fue “que se vayan todos”; ese “todos” incluía, obviamente al Justicialismo, razonablemente identificado desde la experiencia menemista, como copartícipe del derrumbe general de aquel instante. La historia nunca se repite igual, claro está. Pero eso no debería llevarnos a promover su olvido sistemático como de hecho lo está haciendo un amplio sector de la política junto con los oligopolios mediáticos y con el sector más corrupto de la corporación judicial. La palabra clave es la gobernabilidad. Y tiene una amplia historia en el debate político-teórico mundial propio particularmente de la década del ochenta del siglo pasado. Es un término que ponía en cuestión las condiciones para la reproducción del capital en las condiciones democráticas y de la consolidación de la democracia en el contexto de la creciente concentración capitalista. En nuestro país la discusión fue traducida a nuestro propio lenguaje como los modos de evitar que el golpe militar interrumpiera nuevamente el proceso democrático; en ese punto estábamos cuando la rebelión carapintada contra Alfonsín en 1987. La palabra gobernabilidad empezó a interpretarse como el modo de evitar que los sectores más poderosos de la sociedad volvieran a inclinarse a una “solución” autocrática de los conflictos políticos. La gobernabilidad pasó a ser reinterpretada como seguridad jurídica del capital. El apogeo de esa nueva semiótica política fueron los tiempos de Menem y de la Alianza: la gobernabilidad exigió primero el ajuste, después la entrega del patrimonio nacional, la desindustrialización, el desempleo masivo y la pauperización extrema del pueblo, registrada al final de ese ominoso ciclo.

Fue en ese punto en el que se produjo un quiebre en el lenguaje político. La rebelión pluriclasista de diciembre de 2001 puso en el centro otra interpretación posible de la gobernabilidad. Durante su presidencia interina, Duhalde lo puso en palabras: “Con el pueblo no se jode”, dijo poco tiempo después en un reportaje periodístico. Y esa modificación rigió el rumbo del país durante más de una década. La estabilidad democrática se asentó en la recuperación del empleo, la mejora del salario, la reactivación productiva, la ampliación de derechos, particularmente entre los sectores más vulnerables de la sociedad. Por supuesto que los sectores del privilegio no tardaron en volver a encender la luz de alarma: a partir de la rebelión de las patronales agrarias de 2008 volvieron a poner en escena el cuadro de la extorsión y la sistemática amenaza desestabilizadora. A ese operativo no le faltó nada: ataques especulativos a la moneda, denuncias internacionales, sistemático bloqueo judicial de leyes democráticamente aprobadas, amotinamiento desde el Banco Central, amotinamientos de la policía, los gendarmes y los prefectos. Denuncias mediáticas de fraude electoral que nunca se llevaron al Poder Judicial. Acusaciones al gobierno por la muerte de un fiscal que intempestivamente regresa al país con una denuncia contra la presidenta por “encubrimiento”, supuestamente ejecutado a través de un acuerdo internacional que aprobaron las mayorías de ambas Cámaras y nunca llegó a concretarse. ¡Y hasta una marcha de fiscales en reclamo de justicia!, después de la muerte de ese fiscal, en circunstancias en las que hasta ahora no se ha presentado ninguna prueba seria en contra de la hipótesis de suicidio. Un suicidio cuya improbable elucidación circunstancial podría ser muy importante para la democracia argentina.

La gobernabilidad ha vuelto a ponerse de moda entre nosotros este año, particularmente en el Congreso. Fue el sonsonete repetido hasta al hartazgo por muchos políticos, electos en sus cargos para una política antagónica con la puesta en marcha por el gobierno de Macri, que viraron y terminaron dando su voto a un amplio conjunto de medidas gubernamentales que empeoraron el nivel de vida de la gran mayoría del pueblo argentino, debilitaron las instituciones, clausuraron la orientación antimonopólica en materia comunicativa, validaron designaciones de jueces de la Corte Suprema por decreto, aprobaron el desastroso acuerdo con los fondos buitre, consumaron un inédito proceso de endeudamiento y fuga de divisas y retornaron gradualmente a la política de relaciones carnales con Estados Unidos, vergonzosamente expuesta en estos días con la violencia policial contra la canciller venezolana Delcy Rodríguez. Y hoy los heraldos de la gobernabilidad siguen prestando auxilio explícito al Estado paralelo oligárquico-policial de Blaquier, que hoy administra en Jujuy el radicalismo en alianza con el massismo, en el operativo de persecución a las organizaciones populares encarnado en la ilegal prisión de Milagro Sala.

La gobernabilidad neoliberal tiene, sin embargo, un problema no resuelto. No ha logrado por ahora generar expectativas de alternancia. Dicho en otras palabras, no se sabe cómo podrá garantizarse dentro y fuera del país que este proceso de saqueo nacional y arrinconamiento del pueblo pueda ser desarrollado por medios pacíficos y electorales. Asistimos a la novedad de que el Frente Renovador parece haber entendido que su complicidad de todos estos meses con el proyecto político en ejecución no lo fortalece ante la mirada del pueblo: hay elecciones dentro de poco y no se puede inmolar la propia subsistencia en el altar del macrismo. A través de la discusión del Impuesto a las Ganancias, Massa pretende abrir un proceso de diferenciación respecto del Gobierno; queda por ver cómo hará para fundamentar su apoyo al Gobierno en varias de las cuestiones centrales de esta extraordinaria involución política y social que sufrimos los argentinos durante este año. Queda también por ver cómo evoluciona la llamada “renovación peronista”. Por lo pronto, al Justicialismo le convendría tener presente que logró salir de su propia crisis terminal en 2001 gracias a una política y a unos liderazgos que lo reencontraron con el apoyo popular.

Desde todo el mundo llegan suficientes señales de que no será fácil en nuestro país reinstalar la pax neoliberal.