CONTRATAPA

Tener luces

 Por Rodrigo Fresán

Desde Barcelona

UNO “¡Se me encendió la lamparita!”, decíamos cuando éramos chicos y experimentábamos la infantil certeza de haber iluminado una idea genial que cambiaría no sólo el curso de nuestras vidas sino el de la humanidad entera. “Se me encendió la lamparita...”, gimo ahora –cuatro décadas más tarde, sin signos de admiración y puntos suspensivos– cuando se me ocurre la idea para esta contratapa. Poco voltaje, claro. Para ahorrar, me miento.

DOS La otra noche encendieron en Barcelona las luces navideñas que adornarán la ciudad durante las próximas semanas. Se encendieron –lamparitas ecológicas y de bajo consumo– una semana después y brillarán por menos horas, de 18 horas a 21.30. Protestas por los gastos (800.000 euros) y por los pocos resultados obtenidos: según los especialistas, Barcelona sigue luciendo oscura y triste y poco invitadora a la hora de deshacer los ahorros para hacer regalos. Nada que ver con París o Londres o Nueva York o –horror de horrores– Madrid. Estamos a media luz, acusaba un editorial de La Vanguardia y decía: “El alcalde ha sido, un año más, incapaz de resolver los problemas de iluminación... y la ciudad ofrece una imagen nocturna mortecina y triste”. Puede ser. Barcelona nunca fue ni será Disney World. Aunque tal vez mejor así: se sabe que las luces fuertes y poderosas tienen el efecto colateral de aumentar la densidad y la calidad de las sombras.

TRES Desde donde vivo ahora, desde aquí arriba, Barcelona se ve poco iluminada, es verdad. Y lo que se destaca, en la distancia, es esa luz azulada y fantasmagórica de pantallas. Días atrás, se publicó aquí un informe que señala al 10 por ciento de los jóvenes como adictos a las nuevas tecnologías. La desconsoladora consola, el desordenado ordenador y el inmovilizante móvil. Internet, videojuegos, blogs y, por supuesto, el televisor. Los expertos internacionales afirman que uno de los síntomas más claros de la recesión que ya está aquí y la depresión que se viene es el aumento de horas de televisión a consumir por día. Así, la televisión hoy ocupando el sitial que tuvo el cine en 1929: entrar ahí para olvidarlo todo por un rato. Días atrás, Drake Benett firmaba un muy buen artículo publicado en The Boston Globe donde se refería a la caja idiota como a uno de los excitantes fetiches de esta era depresiva con lirismo casi cheeveraniano: “Mientras las crisis del ’29 fue algo público y participativo, algo que podía verse y sentirse en las calles, la depresión circa 2009 será una experiencia menos visible y más aislada. Con la disminución de los precios de la televisión de pago y la proliferación de nuevos canales, se hará más fácil matar el tiempo a solas. Y el tiempo libre será algo que sobrará durante la depresión del siglo XXI. En lugar de las polvorientas familias de granjeros vagando por los caminos, el icono visual de la depresión moderna será algo tan sutil como el parpadeo de millones de televisores que nunca se apagarán mientras los desempleados sigan en casa, llenando sus días con la distracción más barata”.

Afortunadamente, la televisión vive un buen momento artístico. Ya no es tan idiota como era o como se pensaba que era; y no pasa semana sin que un intelectual diga esa tontería de “Jane Austen y Charles Dickens trabajarían hoy para la HBO”. Pero a no olvidarse de lo que ocurrió durante la última huelga de guionistas y prepararse para lo que ocurrirá con la inminente huelga de actores. Decenas de series quedaron interrumpidas para siempre. Austen y Dickens jamás lo habrían permitido. Y, además, si todo va bien, la frecuencia semanal no será suficiente y habrá que plantearse la creación de series diarias o, mejor, horarias. Y –ya que estamos en tema–, ¿no sería más sencillo y económico y nutritivo y satisfactorio ponerse a leer a Austen y Dickens en lugar de imaginarlos bebiendo margaritas junto a una piscina de Los Angeles?

CUATRO Sí, la ficción decimonónica como tónico y vacuna y cura para esta no-ficción de principios del siglo XXI. Yo, ahora, estoy leyendo Romola, novela renacentista escrita y firmada por George Eliot entre 1862 y 1863. Difícil que se convierta en miniserie de la HBO después de las pérdidas que causó la magnífica Roma, relato de otra gran crisis. No importa. El libro es barato (más barato que la televisión por cable, todavía); pero, sí, esto no impide el masoquista placer de hundirse en las arenas movedizas catódicas hacia la hora de los noticieros. Es ahí donde todas las publicidades son de juguetes cada vez más fuera del alcance de Papá Noel y Reyes Magos, donde me entero de que ahora Zapatero trae entre ceja y ceja la creación de un Ministerio de Deportes (tal vez porque, deportivamente, España continúa siendo potencia; de ahí tal vez que se titule, deportivamente, que “España vuelve a batir todas las marcas de paro de la Unión Europea y se dispara su tasa al 12,8 por ciento, con pronóstico de 15,5 para el 2010”), donde se comunica que Felipe González se divorció, donde Aznar con su misterioso bigote ectoplasmático se refirió a “esos progres de pacotilla”, y donde me dicen que se ha celebrado un día contra el consumismo. Esto último motivó un chiste del conductor del telediario cómico Estas no son las noticias: “¿Cómo es eso del día contra el consumismo? Si en España hay más consumismo que nunca... De aquí en más, los españoles irán siempre con su mismo traje, con su mismo auto...” Minutos después, en el resumen informativo en serio y de verdad, se nos advertía que el obispo de Córdoba les había dicho a los fieles que apagaran los televisores porque ahí se emitían “mensajes paganos”. Me temo –por supuesto– que no muchos están dispuestos a hacerle caso. Además, los mandamientos no dicen nada de eso.

CINCO Y en otra dimensión demasiado parecida a ésta –y apenas separada del aquí y ahora por una fina membrana de espacio/tiempo– yo ahora les estoy gritando a los concursantes de un programa de entretenimientos. Les arrojo las respuestas correctas, los insulto por su ignorancia. Después, enseguida, cae la noche, sube el frío, los perros ladran, y ahí voy yo, arrastrando no los pies sino las pantuflas, apagando una a una las luces de la casa, hasta que se apagan y se desprenden todas las lamparitas.

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