CONTRATAPA

Sin avisos

 Por Rodrigo Fresán

Desde Barcelona

UNO El escritor J. G. Ballard –el fantasma sintonizado con mayor frecuencia por esta contratapa– alguna vez dijo: “Hoy nada es real y nada es irreal. Uno conseguirá ser más exitoso y su vida tendrá un mayor sentido si cree a ciegas en los que nos ofrecen los avisos de televisión”. Pero, de pronto, algo ha cambiado por aquí: desde el 1º de enero, la televisión estatal –la 1 y la 2 de Televisión Española– ha dejado de emitir publicidades. Por lo que, se supone, uno tendrá que comenzar a creer en los programas de televisión como forma de recuperar la felicidad. En Francia –donde hace un año que se ha eliminado la publicidad en horario nocturno–, el primer efecto reconocible ha sido el de que la gente se va a la cama más temprano. Las películas y series terminan antes y así comienza antes ese extraño e íntimo film de los sueños que, aseguran, es en blanco y negro, pero a mí no me consta. Aquí, un país más abajo, superado el efecto de todo ese dinero reubicándose en las arcas de los canales privados, el efecto inicial ha sido una considerable baja del reflejo automático del zapping y un notable incremento de telespectadores que, parece, estaban cansados de autos y cervezas y toallitas higiénicas y perfumes y... Los principales beneficiarios han sido los noticieros. Eliminado el producto, la gente vuelve como por inercia y reflejo a la realidad. Y el deseo es suplantado por el asombro.

DOS Y la primera sensación (objetiva) es que los noticieros son más largos y la segunda percepción (subjetiva) es que la realidad tiene una mayor densidad. Hay más tiempo para intentar atraparla y transmitirla y, de pronto, todo parece más intenso e interesante. Y uno –de tanto en tanto, duran poco– experimenta flashbacks de aquellas primitivas publicidades con odaliscas manuales señalando el producto, de los rebaños de chivos no–ficción atropellando tramas y discursos de personajes ficticios, de los superspots de Michael Jackson o de Madonna anticipados como megaproducciones cinematográficas. Todo eso ya no está, todo eso se mudó a otra parte y ha ido erosionando con su incesante goteo las murallas de aquellos canales de cable que, en el principio de su tiempo, ¿se acuerdan?, nos vendían el privilegio de pagar algo a cambio de que no intentaran vendernos nada que no sea su propia programación. El problema de esta TV sin avisos –lo descubrí a los pocos días de estar sometido a su radiación non-stop– es la confirmación absoluta de algo que ya sabíamos: viendo los noticieros –viendo a toda esa gente real que aparece en los noticieros– no demoramos en comprender que no son otra cosa que avisos de sí mismos, que siempre van a querer vendernos algo.

TRES Así vi a Zapatero vendiéndose en Bruselas ante un Parlamento Europeo con apenas un tercio de las butacas ocupadas. Su proyecto para salir de la crisis a implementar durante el semestre en que –además de jefe de gobierno español– ZP es algo así como un presidente de Europa o, al menos, uno de los tres presidentes de Europa. “Qué pena que no sea virgen”, ironizaba, viéndolo también, Fernando Onega en La Vanguardia. Y se refería a los proyectos de Zapatero más cercanos a un ingenuo futurismo optimista a lo Jules Verne que a un presente político deprimido del que intenta escapar invocando esas buenas intenciones (no confundir con buenas acciones) que le valieron el último Premio Nobel de la Paz al actual inquilino de la Casa Blanca. Algo así como si a un escritor le dieran el Nobel de Literatura por afirmar que está en sus planes firmar una obra maestra, o a un científico el de Medicina porque en un congreso comentó sus firmes intenciones de descubrir la cura del cáncer, sida & Co. Y que se entienda: Zapatero es de lo mejor que hay por aquí. Zapatero, en lo que cabe, es el Bien. Pero una línea muy delgada es la que separa a un bueno de un buenazo. Y hay momentos en que uno lamenta que ya no estén entre nosotros Frank Capra y James Stewart para dirigir y protagonizar –Qué bello es presidir– la amable saga de este español que no deja de lanzar slogans, en un eterno aviso de sí mismo, mientras sueña su próximo encuentro con Obama, quien acaba de exigirles a los banqueros de EE.UU. que se parezcan más a George Bailey. Qué pena que no sea virgen.

CUATRO Lo que sigue es el viejo y siempre actual tema de la inmigración en España. El adentro o el afuera. El empadronarlos o no permitiéndoles votar en próximas elecciones municipales. Y una cosa –¿será por estos noticieros más largos y de mayor rating?– se percibe con mayor claridad: la cosa no está clara. Por un lado, de aquí a 2030, España necesitará de siete millones de extranjeros que paguen a la Seguridad Social y financien así las cada vez más próximas jubilaciones y vejeces de una población local con una tasa de nacimientos cada vez más pequeña. Por otro, se desea –o eso parece sentirse aquí y allá– que esos extranjeros pertenezcan a una clase media-alta educada, pero que se hagan cargo de las tareas del campo, de las vacantes cada vez más numerosas en las iglesias y que se enrolen en el ejército para ir a luchar por ahí en las cada vez más belicosas misiones de paz. De no interesarles ninguno de estos puestos... bueno, siempre podrán cuidar ancianos.

CINCO Y de pronto –casi sin darnos cuenta, sin la sacudida de avisos que nos devuelve a la dimensión de nuestras ambiciones no realizadas– la realidad sin interrupciones empieza a verse como microseries de J. J. Abrams. Así, la búsqueda de los huesos de García Lorca entronca con la persecución indianajonesca del cráneo extraviado de Bolívar a cargo de Hugo Chávez. Así, el reality show en el que varias comarcas ibéricas se enfrentan por el privilegio económico de acoger o no a un basurero nuclear. Así, la odisea de una mujer encerrada durante ocho días en un ascensor en Sitges se funde con la historia de una familia de Madrid que convivió casi dos meses con el cadáver del padre y de dos de los hijos. Y de ahí en vivo y directo a Haití, donde los sobrevivientes vagan entre las ruinas como zombis y miran a cámara con cara de siempre-estuvimos-así, la única diferencia es que ahora hubo un terremoto.

SEIS La sección de deportes trae cierta calma y –como nació después que yo– jamás podré decir “cuando sea grande quiero ser como Pep Guardiola”. Así que me lo dejo para una próxima encarnación y lo cierto es que el DT del Barça ha traído –para alguien a quien el fútbol le interesa poco y nada– un atractivo inesperado. Guardiola tiene el lirismo romántico de un personaje de Fitzgerald, el cinismo sensible de Philip Marlowe, la eficiencia práctica de un macho de Hemingway y la sonrisa feroz de Hannibal Lecter. Y da gusto verlo esquivar las actitudes un tanto mesiánicas del presidente del club y el modo en que resolvió el tema de la renovación de su contrato. De palabra y por un año y ya veremos. Y, no, por favor, no oír el ruido blanco de los que postulan a Guardiola como solucionador de todos los problemas. Guardiola no es virgen, ni quiere serlo, creo.

SIETE Ah, los responsables serie Obama –de gran éxito en su primera temporada– informan que, debido al descenso de la audiencia en las últimas semanas, traerán nuevo equipo de guionistas y línea argumental. No se confirmó el cambio de nombre del programa que, fuentes no autorizadas, aseguraron sería Lost Two o Lost Too. Y ahora a la camita. A la pausa de esa islita donde los perdidos nos encontramos o, al menos, nos olvidamos por unas horas de que somos náufragos, avisos pasajeros, presos en el aire turbulento de la programación de la cadena de la vida.

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