CONTRATAPA › ARTE DE ULTIMAR

Una de piratas

 Por Juan Sasturain

“Vamos a dar cuenta de alguien cuyo nombre es muy conocido en Inglaterra. La persona a la que nos referimos es el capitán Kidd, cuyo juicio y ejecución pública aquí le convirtió en tema de todas las conversaciones, de suerte que sus acciones se han cantado incluso en baladas; sin embargo, ha transcurrido ya considerable tiempo desde que ocurrieron estas cosas, y aunque la gente sabe en general que el capitán Kidd fue ahorcado y que su crimen fue la piratería, en cambio apenas ha habido nadie, ni aun en aquel entonces, que conociese su vida y hazañas ni por qué se hizo pirata.” Así es el prometedor comienzo del capítulo que el ignoto capitán Charles Johnson dedica a William Kidd en el primer tomo de A General History of de Robberies and Murders of de Most Notorious Pyrates, editado por Ch. Rivington, en Londres, en 1724. El libro fue muy popular, se reeditó varias veces y tuvo su segunda parte en 1728. Ha sido la fuente habitual para conocer vida y (malas) obras de los piratas de esa época, la que corresponde a lo que llama Philip Go-sse, autoridad mayor en el tema, “el declive de la piratería pura”: el último cuarto del siglo XVII y los comienzos del XVIII.

Es en este libro firmado por el capitán Charles Johnson donde aparecen las aventuras del mítico Capitán Misson y de su lugarteniente, el cura Caraccioli, fundadores de la célebre Libertaria, república utópica y socialista con programa y consignas que anticipan en medio siglo las de la Revolución Francesa; también se registran las de Avery, el pirata afortunado; las del Capitán Teach, alias Blackbeard, y las del célebre John Ra-ckam y sus temibles chicas de abordaje, las piratas Mary Read y Anne Bonny, cuyos grabados con el pecho al aire suelen ilustrar las sucesivas ediciones de esta crónica maravillosa de gente terrible y movediza. Hay un notable narrador detrás de estos textos.

Por eso no debe ser descaminada la teoría que –a partir de las investigaciones filológicas del profesor norteamericano John Robert Moore publicadas en 1932– atribuye nada menos que al gran Daniel Defoe, uno de los fundadores de la novela moderna, la autoría de estos relatos que, como todas sus obras maestras, de Robinson Crusoe (1719) a Moll Flanders y Diario del año de la peste (1722), cabalga entre lo histórico testimonial y la ficción en proporciones indemostrables.

De cualquier modo, según la versión del capitán Charles Johnson/Daniel Defoe –que es, por otra parte, la que la historia a secas corrobora–, el capitán William Kidd no fue nada de lo que su nombre y las historietas que leíamos de pibes nos evocan. El verdadero Kidd no es ni Burt Lancaster ni Errol Flynn, el pirata arquetípico, el héroe más o menos romántico o tenebroso asimilable (con reparos) a las figuras de Drake y Morgan, para nombrar a los emblemáticos iconos impuestos por la mitología literaria y cinematográfica. Ambos pertenecen a otro mundo y a otro momento, anterior. Si el mítico Drake es –como Walter Raleigh, el poeta– el héroe isabelino que muere en el Darién en 1596 luchando –se supone– contra el oscurantismo del Imperio Español; y si el otro, el tremendo asesino y saqueador de Panamá que retrató de cerca su cirujano Oexmelin termina en la cama y con toda la gloria en Jamaica en 1688, el oscuro William Kidd es un bochorno. Un bochorno tardío y sin posibilidades de mitologizar.

Para fines del siglo XVII ya existía –dice Philip Gosse– un “itinerario regular de piratas”. Y continúa: “Una agrupación de marineros preparaba su barco en cualquiera de los puertos de Nueva Inglaterra y zarpaba para el Mar Rojo, el Golfo de Persia y la costa de Malabar (al occidente del Indostán). El Imperio del Gran Mogol, de la India, estaba por entonces en decadencia y no contaba con escuadras defensivas. No obstante, existía un considerable comercio nativo de cabotaje en buques de dotación mora. Estos barcos eran fácil presa de los crueles y bien armados piratas ingleses y norteamericanos, que los acechaban desde determinados sitios estratégicos. Una vez cargados sus buques –bordados y sedas de Oriente, joyas y ornamentos de oro y plata, etc.–, los piratas regresaban a los puertos de las plantaciones norteamericanas, donde siempre hallaban compradores bien dispuestos, sin ponerse a inquirir la procedencia de los géneros”. Una plaga conocida, funcional y tolerada.

Muchos que “trabajaron el itinerario” por esa época, como Thomas Too, William Mage, John Ireland y Thomas Make y otros, todos conocidos piratas, vivían sin recato alguno en Nueva Inglaterra. No tenían de qué temer: Darby Mullins, miembro de la tripulación de Kidd, declararía durante el juicio contra éste que “no era pecado el que un cristiano les robase a paganos”. Antes tampoco había estado mal robarles a los papistas españoles. Sin embargo, a William III, la corona inglesa, se le ocurrió en apariencia reprimirlos y encomendó al gobernador de Massachusetts, conde de Bellomont, que armara un corsario legal para la tarea punitoria, con patente doble: para apresar a los piratas y –por otra o la misma parte– combatir a los buques franceses, por entonces en guerra con Inglaterra.

El elegido para capitanear la tarea fue un armador poseedor de varios buques mercantes, un burgués honorable: William Kidd. Nacido en Greenock, Escocia, hacia 1645, hijo de un ministro calvinista, el joven Kidd fue durante un tiempo corsario inglés en aguas americanas. Prosperó, se relacionó, y hacia 1696, cuando partió a cazar piratas ilegales y buques franceses, era un gordito cincuentón de peluca empolvada para los retratos. Quedaron esperándolo mujer e hijos en Nueva York. Su barco, la Adventure Galley (algo así como “La goleta audaz”), portaba treinta cañones y algo más de ciento cincuenta hombres. Todo bien.

Pero todo mal, porque la tarea represora tenía su consigna tácita: “Si no pillas (de pillaje), no cobras”. El gobierno no equipó oficialmente la empresa, sino que se armó una compañía privada con distintos socios más o menos secretos que compartían gastos y aspiraban a repartirse el esperado botín del barco recaudador. Entre los socios, Bellomont iba como principal testaferro de encumbrados nobles de la aristocracia y el gobierno británico; además de la Corona, claro, y del mismo Kidd, minoritario.

La cuestión, brevemente, es que tras pasar por Madeira, Cabo Verde y entrar en el Indico nueve meses después de la partida, el desconcertante Capitán Kidd, al no encontrar a quién apresar, pasó de la represión del delito a la acción directa en su provecho: el 30 de septiembre de 1697 confiscó provisiones a un barco moro –pecado venial–, el 27 de noviembre saqueó ya sin ambages al Maiden tras abordarlo y luego –la presa que terminó de cebarlo– se apropió de todo lo que traía el armenio Quedagh Merchant: sedas, muselinas, azúcar, hierro, salitre y oro. Ambos barcos tenían patentes de corsario francesas, diría después en su defensa. No pudo probarlo.

Pero en el fondo, lo fatal para el destino de Kidd no fue su desafuero pirata, sino una reyerta fatal a bordo: saldó una discusión con su condestable William Moore, al que trató de “perro piojoso”, con un certero mamporro con un balde de metal. Le partió la cabeza. Lo mató, con toda la tripulación como testigo. Eso, más los cargos por piratería, serían fatales para él.

Ya pegando la vuelta, recaló en Madagascar, cuna consuetudinaria de piratas y allí, tras repartir el botín del Quedagh Merchant entre su gente, intimó con el malafamado filibustero Culliford, con quien –cuenta Johnson/Defoe– bebió “bamboo”, una bebida no habitual entre los consumidores de barba negra y pata de palo adictos al brandy y al ron.

Cuando, camino a casa, ancló en la isla de la Anguila, se enteró de lo que se decía de él en Londres, de que el escándalo de la identidad de los financistas había estallado y siguió rumbo a Nueva York a buscar consejo y –se supone– comprensión, en el conde de Bellomont. Nada de eso. No bien amarró en Boston en julio de 1699 –casi tres años después de su partida–, el gobernador lo mandó engrillado a Inglaterra en el Advice.

Lo juzgaron por pirata y por asesinato. Entrampado por sus nobles socios, para los que era un peligro, no pudo probar que había atacado “legalmente” a naves corsario francesas (le escondieron las patentes) ni que la muerte de William Moore había sido en defensa propia.

Lo colgaron el 23 de mayo de 1701, hace hoy 310 años, junto a otros cuatro, en Wipping Old Stairs, el lugar de las ejecuciones, sobre el Támesis, y lo dejaron ahí un montón de días para ejemplo de paseantes de a pie o navegantes por el río.

Esa fue la verdadera y triste historia del Capitán Kidd, una vergüenza en todos los sentidos.

Compartir: 

Twitter

 
CONTRATAPA
 indice
  • ARTE DE ULTIMAR
    Una de piratas
    Por Juan Sasturain

Logo de Página/12

© 2000-2022 www.pagina12.com.ar | República Argentina | Política de privacidad | Todos los Derechos Reservados

Sitio desarrollado con software libre GNU/Linux.