CONTRATAPA

Homo Tintín

 Por Rodrigo Fresán

Desde Barcelona

UNO El pasado martes fue el Día de Todos los Santos –o de Todos los Muertos–, que es el que sigue a la Noche de Todas las Brujas: esa fiesta para muchos importada e imperialista, y para otros pagana y diabólica. Como todos los años, esa dedicada y paranoide orden vaticana –cuya tarea es ocuparse y preocuparse de amenazar con el infierno a los lectores de Dan Brown y a los adoradores de Harry Potter y a los seguidores de Madonna– volvió a pronunciarse en contra de los efectos nocivos de algo que, en realidad, no es más que un juego de niños con ganas de pasarla bien disfrazándose y llamando a las puertas de vecinos bien conocidos y mucho menos peligrosos para ellos que más de un sacerdote suelto por ahí. El disfraz de zombi, el más barato y fácil de hacer, volvió a marcar tendencia (muy atrás han quedado los lujosos octubres de aristocráticos Dráculas y Morticias) y volvió a clavarse el estreno de alguna que otra película tan sobrenatural como infradotada.

Era la mañana –actividad paranormal– en que los sobrevivientes acuden en masa a visitar a los infravivientes en los cementerios de la ciudad, extrañando en ese territorio extraño que es toda necrópolis. Flores en mano, alimentando al espíritu con las vitaminas y minerales de esa memoria, que no es otra cosa que el propio espíritu. Rodríguez –sus ancestros cremados, devueltos al polvo, flotando en el viento– decide, en cambio, que es el día perfecto para acudir a sacarle lustre al mausoleo cada vez más distante, pero cada vez más lujoso de su propia infancia.

DOS Así, con ese ánimo animado, Rodríguez paga y entra a ver Tintín y el secreto del Unicornio, dirigida por Steven Spielberg y Peter Jackson. Afuera, por un rato, se queda el afuera, el país, la patria, el lugar de nacimiento y de muerte en vida. Afuera todo es larga lamentación por las últimas (pero nunca finales) noticias económicas y el devenir de la casi eterna víspera de elecciones. Enhebrando duelos a distancia y arrimes cautos y mensajitos chispeantes y encuestas extremas y ese reality show que es el Gran Debate entre los candidatos del PSOE y el PP. La noticia es que varios usuarios de redes sociales mutaron sus avatares a halloweenescos rostros de Rajoy, que se quejaron desde el site del Partido Popular (algunos lugartenientes llegaron a achacarlo todo a una maniobra viral socialista), y que esa queja no hizo más que avivar el fuego de la burla por lo que –hacia el atardecer, mientras los pequeños sacrílegos ponían a punto sus calabazas– el mismo Rajoy se vio obligado a reír la gracia desde su Twitter para quedar bien, quedar simpático. Rubalcaba, por su parte, volvía a insistir en los milagros de lo que haría de ganar las elecciones. A esta altura, su estrategia es más o menos clara: sabe que va a perder, por lo que promete imposibles para hacer quedar mal a su rival, que así asumirá obligado a hacer mucho menos y a deshacer mucho más de lo que acaba de proponer en su más bien etéreo e inasible programa que los especialistas ya califican, cuando menos, de “dudoso” e “impracticable”. Uno y otro, finalmente, apuestan a lo mismo: “Truco o trato”. Y uno y otro, eso sí, twittean sus desayunos en campaña. A los dos les gusta el kiwi, parece.

Y –Rodríguez y el misterio de las ruinas arruinadas– Grecia queda cada vez más cerca.

TRES La idea de Rodríguez, ya se dijo, es dejar todo eso a un lado, del otro lado. Y viajar a esa suerte de país extranjero que es el pasado y donde hacen las cosas no sólo de manera diferente sino casi siempre mejor; porque se recuerda lo que se quiere recordar, lo que se quiere querer. Y contrariamente a lo que se afirma, no es que uno esté regresando todo el tiempo a la infancia sino que es la infancia la que vuelve todo el tiempo. La infancia como una de esas olas que parecen salir de la nada y que nos derriban y que –riendo y tragando agua– nos hace pensar en el remolino de lo que fue y, de pronto, de lo que es otra vez. Una de esas olas como dibujadas por Hergé para esas ocasionales planchas a toda página. Para Rodríguez, ir al cine con Tintín equivale a optar por la aventura, por la posibilidad de un tesoro aún por encontrar, porque su prudente y previsible timón dé un golpe y enfile el gris galeón de su presente hacia un futuro a todo color. Ahora, en la oscuridad, se hace la luz y la página es pantalla y la cosa –piensa Rodríguez, sonriendo– no puede empezar mejor. La secuencia de títulos es magistral –muy Saul Bass– y la primera escena ofrece una gran idea: allí aparece Hergé como artista callejero, dibujando a un joven que todavía no hemos visto, pero ya sabemos quién es. Hergé le muestra el dibujo a su mirada (que es la nuestra) y el retrato es el de Tintín, con esa línea blanca y pura. Y enseguida vemos a quien lo ve y –Rodríguez traga un “gulp”– es ahí cuando empiezan los problemas. Y cuando Rodríguez es cubierto por la ola y comienza a ahogarse en la perfecta evocación de los venerables álbumes leídos una y otra vez en tiempos en los que tenía todo el tiempo del mundo. Ahí seguía todo y ahora regresaba, pero cambiado. Digámoslo así: ahora, a Rodríguez le disgusta y hasta le da un poco de pudor esa súbita carnalidad en los personajes de Hergé. Esos “volúmenes” donde todo solía ser plano y limpio, y Rodríguez se felicita por no haber optado por la modalidad 3-D, en la sala de al lado. Y de acuerdo, milagro técnico, proeza digital, etcétera. Pero todo parece demasiado rubensiano y vertiginoso y plagado por claroscuros, traicionando las luces y las sombras sin intermediarios del original. Y lo peor para Rodríguez: Spielberg, quien alguna vez reconoció la influencia de Tintín en Indiana Jones, devolviendo el favor con persecuciones y lucha entre grúas portuarias demasiado Indy. Y mucho más grave: la alteración de tramas, fundiendo y desordenando (con una arbitraria interferencia Castafiore) partes sueltas y remezcladas de El secreto del unicornio, El tesoro de Rackham el Rojo y El cangrejo de las pinzas de oro. La sensación –de mareo y de náuseas– es, piensa Rodríguez, la de que te están corrigiendo luminosas jornadas de tu ayer para pasarlas en limpio aquí y ahora. Más o menos lo mismo que te hacen, día tras día, cuando vas de aquí para allá, más como un no-vivo que un no-muerto. Dos horas después, arrastrando los pies, camino al hogar, Rodríguez encuentra nuevos motivos para insultar como un Haddock a los polizontes Spielberg & Jackson: no hay en Tintín y el secreto del Unicornio ni uno solo de esos súbitos bailecitos à la tra-la-la-la-lá a los que es tan afecto el periodista del jopo.

CUATRO De regreso, Rodríguez pasa junto a un cementerio y se dice por qué no. Compra unas flores y busca una tumba cualquiera, una cuyo nombre le guste. “Esta”, decide; y las deja junto a la lápida. Y –sumando y restando las fechas del on y el off del ocupante– Rodríguez comprende que se trata de la tumba de un niño, de alguien que murió antes de aprender a leer, antes de poder irse lejos con un libro en las manos y en los ojos. Rodríguez siente un escalofrío y se promete quejarse menos. Y se dice que todo siempre puede ser peor y que –al menos, y no es poco– en Tintín y el secreto del Unicornio el insoportable fox-terrier blanco Milou (que el perro de Hergé bautizó contrayendo el nombre de su novia) muerde, pero no habla.

De vuelta en casa, la aventura continúa, continuará...

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