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Soler, el defectivo

 Por Juan Sasturain

Antes, cuando era chico, Soler solía ir o lo mandaban a la farmacia del pueblo –estaba en una esquina, alta como un Banco y con un farmacéutico diplomado de delantal impecable– a comprar gomina Brancato, dentífrico en pomo de plomo, tubitos de aspirinas, Uvasal en frasco, Tosantil para la tos infantil, ocasional Cirulaxia y habituales pastillitas Ross, chiquititas pero cumplidoras. En su casa cagaban todos, seguro. Y sin receta. En los tubitos de aspirinas vacíos no cabían las bolitas por muy poco, pero en las cajas de madera de las inyecciones de su viejo, portadoras de incomprensibles ampollas y milagrosas sierritas, se podían guardar, con el tiempo, tesoros absolutos: las estampillas de Hungría, el diente que se le había caído al perro. Las plumas cucharita quedaban mejor en la caja de lata –gris, con firuletes– de las Pastillas del Dr. Andreu.

Después, cuando era muchacho y fue a vivir solo a la ciudad, Soler solía ir a la farmacia pero poco y ya por su cuenta, sin que lo mandaran. Compraba Lord Cheseline, peines Pantera, hojas de afeitar, aspirinas ahora en caja, Curitas, el Uvasal en sobrecitos, dentífrico en pomo de plástico y –a la vuelta de la facultad, en una farmacia estrecha de horario extendido y atendida por un gordo que fumaba– los penosos Camaleón que le entorpecían el cariño y las primeras pastillas anticonceptivas –Sequens, cajita celeste– regalo de y para la novia con que debutaron.

Cuando Soler tuvo chicos con una que no se cuidaba, años después y de casado, solía ir seguido o lo mandaban a la farmacia del barrio –de nuevo en la esquina, pero ya no parecía un banco sino una ferretería más prolija– a comprar tiras de aspirinas para él y Aspirinetas para los pibes, champú y acondicionador en frascos industriales, paquetes de algodón, chupetes a cualquier hora, mamaderas de plástico que se deformaban al calentarlas en la hornalla nocturna. El S26 y la leche Nido venían en latas que sus hijos usarían por mucho tiempo para guardar las bolitas y algunos tesoros absolutos: la colección de muñequitos Jack, los autitos Tomica.

Ahora, con los años, de nuevo solo tras deserciones elegidas y huecos inevitables, sin nadie que lo mande ni nadie a quien mandar, Soler solía ir siempre a la farmacia de la esquina –es vieja y restaurada, casi un museo con grandes mostradores de madera, frascos de vidrio azul esmerilado y empleados que lo tutean– a comprar Hepatalgina, maquinitas de afeitar desechables, las consabidas aspirinas –ahora en caja de mil blisters– y las infantiles Aspirinetas, ahora para él. Solía también comprar el carísimo remedio para el colesterol que aumenta cada mes y le hace subir la misma presión que se toma en la trastienda, donde manos conocidas lo vacunan cada tanto, le bajan los lienzos, le pinchan la nalga flaca en retirada. Todo se lo banca, o se lo solía bancar.

Hasta que un día, no hace mucho, Soler encontró el límite. Tras un cepillo de dientes, un champú y algunas dudas pidió, por primera y penosa vez, un pomito de Corega, y notó una levísima sonrisa. Improvisó al toque:

–Envolvémelo para regalo –dijo imperturbable.

Le hicieron el paquetito diferencial y partió sin comentarios.

Desde entonces, Soler no suele frecuentar la farmacia de la esquina. Va, pero no tanto como solía. Y cuando tiene que comprar el consabido pomito fijador elige una de las tantas sucursales de esas farmacias anónimas del centro, se sirve sólo en esas góndolas de supermercado y mete todo sin culpa ni pudores en la canastita junto con pastillas y chocolates, las mismas mierdas que –dicen– le pudrieron los dientes.

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