Miércoles, 4 de julio de 2012 | Hoy
Por Noé Jitrik
A mediados de octubre de 1994, comienzos del otoño en el Norte –hablo de los Estados Unidos–, avanzada ya la estación que induce a estados de ánimo más condescendientes con uno mismo o favorece una mayor percepción de colores, el clima prepara para admitir más y más intensas sensaciones, o más matizadas, de declinantes a autoprotectoras; la música, por ejemplo, ocupa en esa atmósfera un lugar diferente al que ocupa en el verano (recordar Mendelsohn y, ciertamente Shakespeare), en la primavera uno está demasiado ocupado con el renacer como para sentirla con toda la plenitud que merece y en el invierno cambia de carácter, eso es seguramente lo que captó Schubert con su bellísimo Winter Reise. En esa época del año se la escucha mejor, se la entiende, tal vez, mejor, no por nada en otoño el mundo se lanza a las salas de concierto y se siente, con más ímpetu que nunca, la necesidad de renovar, se es más permeable a los matices y más sensible a las interpretaciones.
En ese clima y antes de que los ciclones polares destruyeran la armonía meteorológica, estuve con amigos queridos en Highland Park, un pueblecito de Nueva Jersey. Tomás Eloy Martínez, que acompasaba sus nostalgias argentinas escribiendo sobre el país, y las atenuaba en virtud de una mirada apasionada y atenta sobre lo que depara la vida norteamericana, hizo algunas referencias a las dos versiones de las Variaciones Goldberg, de Juan Sebastián Bach, por Glenn Gould. Las escuchamos: el piano resuena con fuerza, se diría que esas manos son muy norteamericanas si uno piensa, o recuerda –es difícil recordar un matiz sonoro– pianistas europeos, del tipo Kempf, que parece amar las teclas, o Rubinstein o Gieseking, que parecen dibujar las notas; Gould las arranca pero, y ahí hay un milagro, sin desvirtuarlas, al contrario, develando la íntima y profunda cualidad de continuo de la música de Bach, tal vez lo más común de lo que se sabe o se presiente sobre Bach, esa inconclusión que es como la del tiempo mismo, con toda su promesa y toda su dificultad.
La primera versión, que grabó en sus comienzos, hacia 1955, no por eso suena provisoria o inmadura, tiene algo así como una fe, una extraña nerviosidad basada en el entusiasmo y en una compulsiva confianza en las propias fuerzas, muy contagiosas; la segunda, de 1981, el año anterior a su muerte, es más nítida y desesperada, yo siento que hay un movimiento de identificación entre intérprete y partitura o tal vez entre intérprete y autor, es –y no hay otra salida al hablar de música que recurrir a las analogías– como si el deseo de la música se quisiera en un punto de fusión pero conservando la forma, respetando una voluntad originaria. ¿O tal vez la identificación sea otra? Esto me pregunté y a responderlo se dirige esta nota.
Las comparación entre las dos versiones lleva inevitablemente al personaje Gould; excéntrico se decía de él pero este adjetivo es un lugar común: Gould no se hacía ver, no aparecía, era huraño, no respondía a entrevistas ni se hacía fotografiar; su consagración a la música era total, estaba fuera de los circuitos del éxito pese a haber alcanzado, como se dice, las cimas del reconocimiento a pura fuerza de genio y de trabajo. Nosotros, modestos y reverenciales escuchantes, no podíamos, pese al lugar común, no interesarnos por el personaje. Al hablar de él, al ponerlo de tal manera en escena, fue inevitable recordar la evocación que en una de sus novelas hizo de él Thomas Bernhardt, seguramente para execrar, por comparación con su extremado rigor, otra vez más la mediocridad vienesa pero, en todo caso, Bernhardt lo hizo mediante una glosa de una de sus interpretaciones, tratando el hecho de una ejecución, quizás de Bach, como material narrativo. De a poco se hacía evidente que la figura Gould era atractiva, por su maestría en el piano pero también por su manera de evadirse, por su absoluta y se diría que trágica capacidad de consagración. Quemar la vida en aras, como también se dice, de un arte total.
Era inevitable, igualmente, tratar de procurarse esas dos versiones para escucharlas en la Argentina, en una especie de retiro en la montaña, en un lugar llamado La Cumbre, donde la música suena, a su turno, de una manera diferente, sin urgencia, deslizándose entre las hojas, verdes, no doradas, de los árboles locales. Hablar de eso, cerca de Nueva York, llevó a esa catedral laica que se llama Tower Records, los compactos nos estaban esperando, los compramos preparándonos para sentirlos más maduramente y, al día siguiente, otra amiga, Jean Franco, también advertida de lo que nos estaba importando, nos hizo ver un video en el que Gould toca junto a Yehudi Menuhin dos sonatas, una de Bach y otra de Beethoven.
Inclinado, encorvado inclusive sobre el piano, Gould –tal vez sea esa aparente falta de contención lo que está en el origen del mito de su excentricidad– tararea la música que va emergiendo y, al terminar las ejecuciones, entablan un diálogo, los dos tienen mucho que decir. Al parecer, Menuhin era uno de los pocos maestros a quienes Gould respetaba, de quien admitía que podía aprender: lo mira con avidez, arroja los argumentos; a su turno, Menuhin lo escruta con curiosidad, casi divertido lo ve debatirse, no desde lo alto –su finura lo impediría– sino desde cierto escepticismo admirativo. Gould se retuerce, hay ansiedad en su manera de tocar y en su manera de hablar, se diría que quiere “saber”, en el sentido fáustico de la palabra, el saber como entrada ineluctable en el “mal” y en la verdad, corriendo el gran riesgo, vida y muerte en la ejecución de la música. Pero no saber del compositor sino de la música ahí presente y haciéndose, dioses los dos capaces de generar todas las dimensiones de la vida en esas manos prodigiosas, las de Gould enormes, de palmas de campesino, las de Menuhin delgadas, de refinado esplendor.
Pero no eso sino las dos versiones es lo que atrae y hace querer saber algo más, sobre Bach y sobre ese Goldberg cuyo nombre lleva la composición. La información de los compactos deja en la sombra estos aspectos: redunda en elogios sobre el pianista, busco en otra parte. El libro de Adolfo Salazar, que se titula con modestia Bach, un ensayo, viene en mi ayuda. Publicado en 1951 estuvo esperándome todos estos años o, mejor dicho, yo le fallé a causa de su lenguaje técnico, de la dificultad que entraña querer explicar fenómenos musicales mediante palabras; como el hijo pródigo o ingrato vuelvo a él y descubro que su tapa, ilustrada con un tallo que se eleva, está desteñida, sus páginas están descoloridas, una perniciosa humedad intenta apropiarse de su lomo y ganar, poco a poco, todo el volumen; pero ésta es la oportunidad, ya sé quién fue Goldberg, ya sé cómo se originó la obra que ahora me hace escribir.
Salazar menciona, también, dos veces ese nombre; en la primera lo llama Johann Teophilus Goldberg, en la segunda Johann Gottlieb Goldberg. Pero es el mismo, es inexplicable la variante. Era un clavicimbalista que, como todos los virtuosos, estaba al servicio de un Barón, el de Kayserling, embajador de Rusia en la corte de Sajonia –Salazar lo llama, en otra parte, “Conde”– quizá un ancestro del de Keyserling, que tanto caviló, en el siglo XX, acerca del “ser” americano; sólo una letra los separa y, para el origen de esta obra, una debilidad: El Barón, o Conde, dice Salazar, “padecía de insomnio y, cuando se despertaba por la noche, llamaba a Goldberg para que le tocase alguna música de carácter dulce en su clavicímbalo o clavicordio. Goldberg eligió como tema una zarabanda de Bach, en sol mayor, que figura en el Notenbuch, para Ana Magdalena, y la trató con el derroche de invención y de técnica que distingue las obras de sus últimos años”.
Hoy escuchamos las Variaciones y nos parece que el efecto buscado por el Barón o Conde se escapa por todas partes; nada de suavidad ni de inducción al sueño, al contrario, esa música no deja dormir, es de una intensidad tal que uno se pregunta si el que la encargó la había comprendido y, más aún, si el privilegiado intérprete había logrado penetrar en su índole más profunda, esa lógica implacable, ese sistema de encadenamientos del que uno no puede escapar. Glenn Gould, me parece, sí lo entendió y, quizá, ahora se hace claro, pudo haber sentido que su apellido era sólo una parte, la mitad del apellido de aquel mitológico clavicordista. En suma, que estaba destinado, con la mitad que era a causa de su apellido, a restituirnos el total de esa pieza. Por eso lo hizo dos veces, al principio y al final de su vida como artista. Estaba persiguiendo a aquel olvidado intérprete, pensaba en ese Goldberg tapado por el imponente Juan Sebastián. Por eso lo hizo de tal manera que, ahora, esa composición es otra, es la que hace entrar en el recinto Bach, del cual, cuando se entra, ya, y en buena hora, no se sale más.
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