CONTRATAPA › DE ROUSSEAU AL GENERAL AUSSARESSES

Francia en la cultura argentina

 Por José Pablo Feinmann

La Revolución de Mayo es hija de la Revolución Francesa. El grupo ilustrado porteño admiraba el rigor, la decisión, la voluntad de los jacobinos, de Robespierre, de Saint Just. Se habían educado -secretamente, en Chuquisaca Moreno– leyendo a los Enciclopedistas. Estaban hartos de España, esa nación ajena a la agresividad del espíritu del capitalismo; admiraban a Francia y su gran revolución burguesa, a Inglaterra y su Revolución Industrial. Moreno traduce a Rousseau. El contrato social alienta las jornadas de Mayo y los ejércitos que la Junta envía al interior semejan –según la entusiasta descripción de José Ingenieros– los de la Revolución Francesa. El espíritu del país de Descartes y Voltaire lleva a nuestros próceres a derrotar al godismo arcaico, reaccionario y a entrar en la modernidad, en la peculiar modernidad periférica a la que accedimos: cambiar la globalización española por la francesa y la inglesa, las grandes naciones del Progreso.
A partir de 1830, Echeverría regresa de París, trae el romanticismo, se consolida la generación romántica, el Salón Literario, la Asociación de Mayo. Alberdi escribe el “Fragmento Preliminar al Estudio del Derecho” (1837) y aborda la cuestión del idioma. Estamos en un punto decisivo. La modernidad periférica argentina se hizo hablando en francés. Alberdi, entonces, escribe: “Nuestras simpatías por la Francia no son sin causa”. Bien, aquí voy a correr un riesgo: creo que esta frase pudo haberla dicho –agradeciendo las tácticas en contrainsurgencia– el general Díaz Bessone. El riesgo –que me resultaría repugnante e imperdonable si se realizara– es el de suponer que algo tiene que ver el joven y brillante Alberdi del “Fragmento” con el citado general. No, lo que rastreamos es otra cosa. Es la presencia de la cultura francesa en nuestra patria, su lado luminoso, sus catacumbas de horror. Nosotros fuimos de Alberdi a Díaz Bessone porque Francia fue de Descartes a Bigeard y Aussaresses. Como Alemania fue de Goethe y Bramhs a Hitler. Somos, así, parte de la tragedia de la modernidad. Del sueño monstruoso de la razón. Si nuestra Revolución se hizo bajo las luces de la razón iluminista, no veo por qué habríamos de eludir la dialéctica de esa razón que explicitaron Adorno y Horkheimer y cuya trama profunda condujo de la instrumentalidad en el dominio de la naturaleza (que impone el Iluminismo) a los campos de exterminio en Alemania. Si el racionalismo de Descartes y el iluminismo de los Enciclopedistas desembocan en Auschwitz, ¿por qué no pensar en una dialéctica argentina del Iluminismo que partiría del “Plan de Operaciones” y llevaría a la ESMA? Se trata de una hipótesis de trabajo sobre nuestra historia, nuestra cultura. Si la mayoría de la filosofía europea de los últimos treinta años denuncia a la razón instrumental como la que termina por instalar los campos de exterminio, no sería sorprendente que un país que ha vivido en lo ideológico reflejando los vaivenes del pensamiento europeo haya seguido un itinerario semejante. El Ejército argentino del ‘76 demostró un alto grado de racionalidad instrumental, de cartesianismo exterminador al “importar” el método francés de contrainsurgencia aplicado en Argelia. Tan franceses nosotros. Tan franceses, siempre, nuestros liberales. Se inspiraron en Francia, no en Alemania. El que leía a Clausewitz y a Colmar von der Goltz era Perón y eran también los simpatizantes nazis del GOU. Los liberales del ‘76 –herederos de la racionalidad iluminista de Moreno y Rivadavia, y de toda la cultura de la Francia exquisita, racional, cartesiana– pidieron consejo a los generales expertos en torturar argelinos, en masacrar insurgentes. Aquí es imposible soslayar un aporte propio, nuestro, esencial a esta maquinaria del horror. La picana eléctrica la inventa el hijo del poeta Leopoldo Lugones y la aplica ferozmente bajo el gobierno del fascista Uriburu. Pero hay algo –una oscura relación de causa y efecto– que es cruelmente insoslayable entre el “poeta nacional” y su hijo torturador. El padre, en 1924, enLima, en el Centenario de la Batalla de Ayacucho, proclama la llegada de “la hora de la espada”. Y su hijo, en los sótanos lúgubres de las comisarías, en Buenos Aires, inventa la picana eléctrica, “su” espada, el instrumento que él desenvaina cuando su padre reclama la espada de la “última aristocracia”, el Ejército.
Vuelvo a Alberdi. Lo habíamos dejado diciendo que “nuestras simpatías con la Francia no son sin causa”. Sigue y explica: “Nuestras instituciones democráticas no son sino una parte de la historia de las ideas francesas. El pensamiento francés envuelve y penetra toda nuestra vida republicana”. No es relevante aquí trazar la honda relación entre los sectores dirigentes argentinos y la cultura francesa. Nuestra oligarquía habla en francés. El viaje a París es el viaje a la centralidad, al origen, al sentido. No, el propósito es otro. La masacre argentina fue salvaje en sus resultados, en su crueldad. Pero fue racional en su aplicación. Nuestros militares no fueron unas bestias incomprensibles, inhumanas. Trajeron el espíritu francés a esta tierra tal como lo trajo Echeverría, el poeta, a partir de 1830. No trajeron el romanticismo, claro, sino otra faceta, la que necesitaban en 1976. La periodista Marie-Monique Robin le pregunta al general López Aufranc, encargado de interpretar y traducir a la “realidad nacional” la doctrina francesa: “¿Es cierto que los Estados Unidos estaban celosos?”. “Claro –responde el general–, querían que los franceses se fueran. Veían con mal ojo el rol de Francia. Pero los americanos no sabían nada de guerra revolucionaria.” Los franceses, sí. De modo que los generales argentinos (en la lucha por defender el Occidente cristiano que hegemonizaba Estados Unidos) recurren al viejo, venerable tutor francés. “La Europa nos pondrá el remo en la mano hasta que aprendamos el arte de la navegación”, dice Sarmiento en Facundo. Y el libro (el gran libro de nuestra literatura) se inicia con una anécdota que incluye, decisiva, una frase en francés. Sarmiento huye a Chile perseguido por la “barbarie federal” y escribe: “On ne tue point les ideés”. Frase que atribuye a Fortoul, que Paul Groussac, un petulante intolerable que dirigía la biblioteca nacional y era venerado por su irrefutable origen francés, dice que pertenece a Volney –injuriando a Sarmiento como un bárbaro más– y que los federales no entienden, no saben traducir, lo que revela su barbarie: no pertenecen al espíritu de lo nuevo, al republicanismo que Francia expresa y el país debe incorporar. Los generales argentinos entendieron la cuestión incurriendo en la racionalidad instrumental del terror: las ideas se matan porque los hombres son infinitamente exterminables. Ya no es necesario que la Europa nos ponga el remo en la mano, ya aprendimos el arte de la navegación. Ahora lo que hace falta es que el general Bigeard nos entregue su picana y nos indique el arte de la tortura, del interrogatorio. De eso que –impecablemente– los masacradores llaman “el trabajo de inteligencia”. Aquí, el análisis estremece. Primero: al trabajo de “información” (absolutamente central en la lucha de contrainsurgencia) se le llama “de inteligencia”. Segundo: el trabajo “de inteligencia” radica en el interrogatorio al detenido. Tercero: la metodología del interrogatorio es la tortura, siempre. Inteligencia y tortura. Racionalidad y terror.
La Dialéctica del iluminismo es un libro que Adorno y Horkheimer escriben, exiliados en Santa Monica, Estados Unidos, entre 1940 y 1944. Demuestran que la filosofía de las luces (a través del dominio técnico de la naturaleza) conduce a la racionalidad instrumental, a la planificación de los campos de concentración. El afán por el dominio de la naturaleza se habría extendido al de los hombres y por fin a su exterminio. En 1940 era inevitable que vieran que un suceso iniciado en Francia (la “culpa” originaria se retrotrae a Descartes) se realiza en Alemania. Pero no necesariamente. También se realiza en Argelia. La “razón instrumental” iluminista lleva a la “razón instrumental” de la “inteligencia” de losparacaidistas torturadores, a Bigeard, a Aussaresses. Nosotros, ahí estamos. “El pensamiento francés penetra y envuelve toda nuestra vida republicana”, escribía Juan Bautista. ¿No hay entonces una dialéctica argentina del iluminismo? ¿No lleva del Contrato social, traducido por Moreno, a la traducción de Bigeard y Aussaresses por Díaz Bessone y López Aufranc?

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