CONTRATAPA › ARTE DE ULTIMAR

Pericias de un distraído

 Por Juan Sasturain

Este es el año del centenario del nacimiento de Bioy. Pero también se podrían celebrar –con justicia– los ochenta de su primer cruce con Silvina Ocampo. Ella fue muy importante para él, que acaso se haya enterado tarde. Compartieron –además de un sector de cama y de clase– muchas cosas. Entre otras, una larga, movida y singular vida en común. Se conocieron en 1934 –ella le llevaba unos cuantos años–, se casaron en 1940, y no tuvieron hijos, aunque Bioy reconoció dos al menos, por afuera. A Marta, incluso, la crió Silvina como suya. Cuando a principios de los noventa esas dos mujeres se le murieron casi en fila, Adolfo se quedó solo. Difícil para cualquiera, pero acaso más para quien siempre había preferido hacer muchas de las cosas que le gustaban acompañado. Elegir libros o cuentos, por ejemplo, traducir, escribir incluso. Con Borges hizo todo eso durante años. Con Silvina, aunque en menor medida, también. Hay un momento bastante preciso en que el trabajo en colaboración recrudece: es el primer tramo de los años cuarenta y coincide con un período de notable productividad de Bioy. Y ella estuvo ahí, par impar, como siempre sería.

En 1940, precisamente, él publica la primera novela que habría de tolerar, La invención de Morel, y al mismo tiempo compila junto a Borges y Silvina la Antología de la Literatura Fantástica. Al año siguiente, también con ellos, reúne una rara y encargada Antología poética argentina y de 1942 es esa joda memorable, entonces sorprendente, hoy clásico: Seis problemas para don Isidro Parodi que firma H. Bustos Domecq, con Borges. En el ‘45, mientras salen su segunda e imperfecta novela, Plan de evasión, que esperará muchos años para su reeditada, y el relato (imperdonablemente) titulado El perjurio de la nieve, Bioy comienza a trabajar como asesor, junto a Borges, en Emecé. Eligen títulos y dirigen las colecciones La puerta de marfil y El séptimo círculo, de relatos policiales. Ahí aparece precisamente, en 1946, la novela Los que aman, odian. La escribe junto a Silvina y lleva el número 31 de la colección. Ese mismo año publicará Un modelo para la muerte y Dos fantasías memorables, con Borges, bajo las firmas respectivas de B. Suárez Lynch y el consabido Bustos Domecq. Los cuentos de La trama celeste, de 1948, cierran este ciclo denso y nutrido de barroca impunidad que antecede a la más demorada, El sueño de los héroes, su obra maestra de 1954.

La muy poco frecuentada Los que aman, odian –de la que nos hemos ocupado en alguna otra oportunidad– es una novela maravillosa. También podríamos calificarla de insoportable sin contradecirnos. Está ahí, en los límites de la joda. Escrita a la medida y según receta de la colección que la albergaría, no es un mero ejercicio de estilo sino un pretexto para tensar las reglas, permitirse todas las alusiones, los traslados y excesos, la ironía. Hay referencias transparentes a la mismísima colección, ya que la bella víctima es traductora de policiales y sus versiones manuscritas de novelas de Eden Phillpotts y Michael Innes –autores emblemáticos de El séptimo círculo– se utilizan en forma tan ingeniosa como inverosímil para fraguar pruebas de suicidio...

El arranque de la novela es inmejorable. El narrador, el homeópata Humberto Huberman, llega no sin irónicas dificultades y humillaciones al solitario hotel de Bosque del Mar a pasar unas vacaciones durante las cuales piensa adaptar, por encargo de Gaucho Films, el Satyricón de Petronio al ámbito contemporáneo y la circunstancia argentina... No lo hará, claro. Porque en el hotel cercado por una cuasi bíblica tormenta de arena, médanos y horrorosos cangrejales hay un crimen. Dos hermanas –Emilia y Mary– de las que queda sólo una, un niño extraño y evasivo, una obsesiva dactilógrafa matamoscas, doctores e inspectores-novios secretos, más policías de pueblo que citan a Victor Hugo se entrecruzan en los pasillos del hotel durante cuatro días que son suficientes para la resolución del crimen y el registro de diálogos y escenas inolvidables.

Impostada hasta la caricatura, breve, densa, artificiosa y barroca, Los que aman, odian se sostiene tanto por la trama como por una escritura sutilísima en matices. Cumple con alevosía los preceptos del enigma clásico –el crimen, el ámbito cerrado, la rueda cambiante de sospechosos, las revelaciones sucesivas y los golpes de efecto– pero en realidad juega con todos ellos. Dibuja una serie de personajes singulares, los encastra en un ámbito fortísimo pero, sobre todo –y ahí está su originalidad– somete al lector desprevenido a compartir la mirada y la escritura de Humberto Huberman, el inolvidable, patético, homeópata y narrador. La sensación es que los que han escrito esto se han divertido, la han pasado bien. Y el lector dispone de todos los elementos como para compartir esa fiesta. Ser parte de la joda.

La tardía reedición de 1985 tiene en el reverso una foto de Bioy y Silvina sentados en los escalones de un probable porche de madera. Hay sol, pero tenue; él lleva gorra, saco y pañuelo; ella está de manga corta, se puede suponer una pollera cómoda y hay bicicletas recién abandonadas o esperando por ahí. Clima de vacaciones pero un poco fuera de temporada. Nada de pleno verano. Y alguna distensión, serena compañía, concesión para la convivencia. Eso. Y exactamente eso es lo que trasunta esta única novela que inventaron y escribieron juntos. Pero no mezclados. Para nada.

Aunque Bioy calza con soltura en el registro paródico que viene cultivando junto a Borges por esos años, e incluso a veces llega más lejos en la ironía y el grotesco, esto no es Bustos Domecq. Porque está Ocampo aquí. Y ella aporta (son suposiciones, claro) una zona narrativa muy propia, que todavía no había tenido plena expresión por entonces –sus libros de cuentos vendrían después, de Autobiografía de Irene a Las furias– pero que expresa ese mundo de secreto y sutiles perversidades que ya despunta acá. Con Silvina, Bioy comparte –desde el título– lo que nunca con Borges: el interés y la curiosidad por la ambigüedad de los sentimientos, las vacilaciones de la voluntad, los dobleces de la intención. Por otra parte, el argumento cargado de pesados ingredientes podría haber derivado en patetismos: nada más lejano del resultado. Las enormidades, incluido el desenlace, están sometidas a los equívocos rigores de una forma, una mirada y una palabra definidas por la ocasional perspicacia, la habitual necedad y la ingenua pedantería. Huberman es un narrador inolvidable.

En el fondo, Bioy y Silvina escribieron, con pudor y sin énfasis, una siniestra historia de amores no correspondidos, crueldades encubiertas y heroísmos solapados. Lo hicieron según los códigos del policial clásico a la inglesa, claro que con el tono irónico y la mirada oblicua y socarrona de dos argentinos inteligentes y cachadores. Y eso no es todo, que ya estaría bien. Los que aman, odian, incluso en boca del impagable Huberman, deja caer ricas perplejidades como la que cierra el texto: “En ocasiones me pregunto cómo será la intimidad de estos enamorados que tantas veces se miraron creyéndose criminales y que nunca dejaron de quererse”. Y no se busque más énfasis que ése.

En un prólogo tardío, escrito casi medio siglo después, Bioy se confesó con llaneza: “Creo que Silvina es una de las personas más inteligentes que he conocido. En cuanto a la originalidad de la novela, sólo puedo decir que Silvina tenía una originalidad inevitable y que era un placer trabajar con ella. La verdad es que lamento mucho no haber escrito otro libro con Silvina. A veces tengo la impresión de haber vivido un poco distraído a su lado”. No me digas.

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