CONTRATAPA

El nombre de la bestia

 Por José Pablo Feinmann

Con sólo veinticinco años, en 1843, con un contexto histórico que no podía sino dar de comer cotidianamente a sus deseos, con la revolución obrera de 1848 como borrasca de lo inminente, Marx publica en los Anales Franco Alemanes un texto sobre Hegel tramado por una prosa romántica en la que asoman palabras como “ignominia”, “pasión”, “corazón” y hasta “indignación” entendida como pathos esencial de la crítica, entendida, a la vez, en uno de sus aspectos centrales, como “denuncia”. El planteo era simple: para criticar revolucionariamente las ignominias de la Tierra, el hombre debía olvidar los consuelos que la religión ofrecía por medio del cielo. Este “cielo” de la Iglesia socorría los padecimientos humanos y los tornaba tolerables, condenando al hombre de la emancipación al quietismo, a la espera y la mansedumbre. Le robaba a la conciencia humana el pathos de la indignación” y la sumía en las brumas de la espera de la Promesa divina: habrá justicia, pero no en la Tierra. Marx quería la conciencia y la quería en tanto crítica, sólo la conciencia revelaba el único, verdadero escándalo: “Hay que hacer la opresión real aún más opresiva, agregándole la conciencia de la opresión”.
En 1843 no había aún explicitado la real realidad de la “opresión real”. Esta se manifiesta en el corazón del capitalismo. Es un dato, una facticidad analizable, verificable, pero absolutamente insustancial si se permanece en el nivel fáctico, si no se le incorpora la subjetividad en forma de conciencia crítica. Marx, en 1843, no era el Marx de 1867, el que publica El Capital, libro en que la “opresión real” logra su expresión –según diría gustosamente Althusser– “científica”. Dos sujetos concurren al mercado a intercambiar sus mercancías. La mercancía de uno es el “capital”. La del otro es su “fuerza de trabajo”. Las mercancías tienen —esencialmente– dos caras: valor de uso y valor de cambio. El capitalista compra la mercancía “fuerza de trabajo” y la pone a trabajar en su industria. Esta mercancía es distinta de todas: su “uso” produce “valor”.
Si yo uso una silla o una cama, la gasto y fatalmente tendré que desecharla. Sólo habré extraído de ella su “valor de uso”. Por el contrario, el “uso” de la mercancía “fuerza de trabajo” produce “valor”. Es la única mercancía cuyo valor de uso produce valores de cambio, dado que es una mercancía que produce mercancías. A esta mercancía el capitalista le entrega –por su “trabajo”, por “usarla”– un salario, el cual, siempre, es menor al valor que la mercancía “fuerza de trabajo” produce. En suma, la “opresión real” (que Marx señala en 1843) encuentra en 1867 su verificación real: esa mercancía cuyo valor de uso produce valor produce siempre más valor que el del salario con que el capitalista la paga. Hay, así, un plus de valor, eso que Marx llamará “plusvalía”: eso que el obrero produce y su salario no cubre, pues si el capitalista le pagara al obrero un salario equivalente a todo valor que el obrero produce... no ganaría nada, no existiría la plusvalía, el nombre que, en 1867, Marx da a la “opresión real”. Sin embargo, nada de esto sirve para nada sin la “conciencia de la opresión”. Notemos aquí qué bien se llevan estos dos textos de Marx, tan obstinadamente opuestos por los que postulan un Marx “científico” y un Marx “ideológico”. O “hegeliano”. Por decirlo claro: no hay ruptura epistemológica entre el Marx de 1843 y el de 1867.
Si El Capital verifica la “opresión real”, el texto temprano de 1843 reclama “la conciencia de la opresión”. Y hoy, nosotros, situados en el Sur, en la periferia, estamos arrojados al rescate de la “conciencia”. Nada es real si el sujeto no es consciente de esa realidad. O de otro modo: ninguna realidad, por opresiva que sea, se puede transformar si no media la conciencia de ella. “Hay que hacer la ignominia más ignominiosa, publicándola”, escribe el joven de 25 años en su texto sobre Hegel. ¿Cómo entender esta “publicación” de la ignominia? La “conciencia de la opresión” debe hacerse pública, debe ir en busca de las subjetividades, del despertar de las otras conciencias “realmente oprimidas”, pero ajenas aún al espacio crítico, al de la conciencia y al de la difusión intersubjetiva y organizativa de su “indignante” descubrimiento.
Marx visualizaba a la religión como la imposibilidad de la conciencia crítica. De esta forma, la llamó “opio de los pueblos”. Un “gran relato”, por decirlo así, destinado a velarles a los oprimidos la ignominia de la opresión con la Promesa del Cielo. Una droga contra la insumisión. Se le criticó mucho este concepto y acaso revelara un clima de su época: el del “humanismo ateo” de Feuerbach. Hubo, a lo largo de los años, muchos hombres que descubrieron la ignominia desde su fe en un dios bondadoso y justo. Sobran los ejemplos.
Por consiguiente, si la “conciencia de la opresión” es la condición de posibilidad de toda praxis “antiopresiva”, ¿cómo no habría el “sistema opresivo” de buscar el deterioro de la conciencia, su imposibilidad? Hay mil formas de obliterar, de cegar la conciencia. La que hoy es hegemónica es aquella que la transforma en una cosa. Cosificar la conciencia es eliminar su condición proyectante, su condición crítica. Podemos ser críticos con la “realidad” porque podemos ir “más allá” de ella. Si vivo pegado a la coseidad, si jamás la trasciendo, si jamás puedo proyectarme a una temporalidad en la que “esto” (lo real, lo fáctico, lo cósico) “no sea así”, jamás voy a advertir que “esto” es ignominioso. Toda injusticia se “descubre” desde un horizonte futuro en el que ella podría (o debería) no existir. El presente me devora, aniquila mi trascendencia, mi “ir más allá” de toda la basura que sin cesar me echan encima. ¿Y qué nos echan encima? Cosas para cosificarnos. Vivimos, así, en un mundo de cosas destinadas a cosificar las conciencias, a proponerles, como único horizonte, el horizonte de las cosas. El capitalismo es un universo de cosas. Un universo de mercancías. No nos gusta el mundo que ha realizado y menos el que proyecta desde este presente –por decirlo a lo Benjamin– “catastrófico”. Eso no significa que seamos “marxistas”. Hoy nadie puede ser “sólo” marxista. Este mundo no se puede pensar sin Nietzsche, sin Freud y aun sin Heidegger. Ni sin Foucault, Lacan y hasta Derrida. Pero Marx no cesa de alimentarnos. Hacer cosas de los hombres es la consigna de una herramienta central, poderosa del capitalismo: la publicidad. El capitalismo es un sistema que produce mercancías y publicita mercancías en el modo del apresamiento de las conciencias, de su seducción, de su manipulación. Ese vertiginoso mundo de mercancías fascina y somete al sujeto. Marx (a diferencia de Weber: el mundo moderno está “desencantado”) dirá que el mundo moderno está “encantado”. Vivimos en medio del encanto.
Aun aquellos que se saben ajenos a la posibilidad de poseer alguna vez las mercancías que desfilan ante sus ojos ciegos por la opulencia objetal, se someten a ellas, las contemplan embobados. Son las drogas del capitalismo terciario, el opio de estos tiempos. En 1867, en El Capital, Marx escribe un capítulo fundante (lejano de sus reflexiones de 1843) que, sin embargo, “totaliza” su pensamiento sobre la conciencia. Es el del “fetichismo de la mercancía”. Las relaciones entre hombres devienen relaciones entre cosas. Hay una mercancía de mercancías: el dinero. Marx, aquí, cita el Apocalipsis y llama a esta mercancía de mercancías “el nombre de la bestia”, que es, en el Apocalipsis, el Demonio. La cita es: “Y que ninguno pudiese comprar ni vender, sino el que tuviese la marca o el nombre de la bestia o el número de su nombre”. Tengo aquí, a la mano, el primer tomo de El Capital, lo doy vuelta y miro: ahí está el nombre de la bestia. Un cuadrado blanco atravesado por muchas líneas y en él se lee: ISBN 987-98701-3-1. No hay mercancía del capitalismo terciario, computarizado, que no tenga algo semejante. “Eso” buscan hacer con nuestras subjetividades: cosificarlas, sofocarlas con todo tipo de mercancías (desde el “entretenimiento” hasta la “información”), anular la posibilidad crítica, impedirnos, para toda la eternidad, añadirle a la ignominia la conciencia de la ignominia, y poner en nuestro corazón cosificado el sello que lo hará una mercancía más: la marca de la bestia.
Acaso en nuestras próximas radiografías empecemos a ver esas rayitas verticales, negras como las lluvias de los peores inviernos.

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