CONTRATAPA

Información sin ideología

 Por Luis Bruschtein

La persona devota de los medios, la que los sigue y cree en ellos, tendría que estar convencida de que los problemas más grandes de este país son las invasiones piqueteras a la ciudad y el crecimiento del delito. Y los medios, en su mayoría no tan devotos, creen y están seguros de que para la mayoría de las personas la cuestión pasa por ahí. Se retroalimentan, se hacen pequeñas trampas, se fuerzan piezas y terminan por armar un mosaico sobre el que se monta el resto de la información, desde recetas de cocina hasta la guerra de los chechenos.
La desigualdad y la deuda externa supuestamente corren por un carril secundario en la agenda mediática. La deuda llega en dosis homeopáticas, como si fuera un problema ajeno, entre el Estado y los acreedores, a los que se les otorga más espacio y credibilidad que a los argumentos del Estado. En este punto, se supone que el devoto siente al Estado como enemigo, se siente estafado históricamente por el Estado y, por lo tanto, tiene muchas cosas en común con los acreedores internacionales, que también acusan al Estado de estafador.
Opinar sobre la negociación de la deuda o sobre la desigualdad es, a todas luces, tomar partido, ideologizar, parcializar, antagonizar. Pero no sucede lo mismo si se trata de convocar a una marcha sobre la inseguridad o publicar amplias producciones sobre el rechazo de un sector de la sociedad a las marchas piqueteras. Esto último, en el código mediático, sería informar. La explicación es que en ambos casos se recogería el sentimiento de la sociedad en su conjunto, a excepción de los ideologizados, o sea aquellos que anteponen la ideología, izquierdista, populista o demagógica, a la percepción natural de los acontecimientos.
Pero no hay “percepción natural” de la deuda o la desigualdad. En el primer caso, el problema sería entre un Estado parásito y ahorristas eventualmente bien intencionados. No habría un interés directo del público, por lo cual, cualquier intervención estaría inspirada en una actitud ideologizada. En todo caso, el interés que se destaca es la advertencia de que tratar mal a los acreedores intimida a los inversores extranjeros.
Y cualquier “percepción natural” de la desigualdad debería partir de la consabida verdad de que pobres hubo siempre. Si se parte de esa base, se trata de un aporte civilizado. Pero la problematización de este punto –cómo relacionarlo con la inseguridad, con la educación, el mercado interno o la reactivación– también es percibido por esta ética mediática nunca escrita, pero fuertemente instalada, como una intromisión ideológica.
Ningún medio comercial ha hecho campaña por el no pago o la quita a la deuda externa. Y mucho menos por la distribución de la riqueza. Pero fueron entusiastas amplificadores y reproductores del malestar contra las marchas piqueteras y a favor de las marchas contra la inseguridad. Páginas y páginas, más horas de radio y tevé fueron dedicadas a estas campañas sin que preocupara mostrar un discurso ideologizado, parcial, antagonizador y partidario en este aspecto. Muchos periodistas y muchos lectores creen que eso no es ideología, que no es forzar la información, que no están haciendo política.
No es raro ni mentiroso que piensen así o que tomen como infalible y natural ese código que condiciona su labor. Porque lo que hacen en los medios donde trabajan es recoger los rasgos sobresalientes de formas culturales que se cristalizaron en casi treinta años de hegemonía neoliberal en el pensamiento y las actitudes. Aun cuando esa hegemonía haya entrado en crisis, sus valores no han sido reemplazados.
En esos años se organizó la economía y la sociedad de manera fragmentada. Millones de personas fueron condenadas a la exclusión y se generaron mecanismos para que esos mundos, el de los excluidos y el de los incluidos, no se tocaran. Cada quien por veredas separadas. Las marchas piqueteras y hasta el aumento de la delincuencia, que son los temas preponderantes en los medios, son vistos como la subversión de ese orden apartir del cruzamiento del mundo de los excluidos en la vida cotidiana de los incluidos. No los pueden visualizar como expresión de un problema de todos, sino sólo de todos los incluidos y tratan de ser sus voceros.
El discurso contra el Estado vino también con ese bagaje. No hubo nada de idealismo, sino que –como quedó demostrado– se basó en negociados para grandes empresas y bancos. Fue rapiña disfrazada de teoría económica e incorporada por los medios al sentido común de la época. Este discurso los lleva ahora a darle tanto espacio al reclamo de los acreedores y a trasuntar un dejo despectivo cuando informan sobre la quita, como si el Estado se estuviera aprovechando de ellos. Este discurso hace que muchos periodistas que se creen “objetivos” funcionen en realidad como voceros de una ideología agresiva, elitista y esencialmente anacrónica porque responde a un ciclo histórico superado.

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