CONTRATAPA

Una vela para Ezequiel

 Por Sandra Russo

–Seguí derecho, seguí derecho –le gritaba Claudio a Ezequiel la noche del 14 de septiembre de 2002. Estaban en el Riachuelo, luchando contra el lodo, la putrefacción y el dolor de los culatazos que les habían pegado en las cabezas. Antes de obligarlos a meterse en el agua, los policías habían hecho una ronda alrededor de ellos, y se habían turnado para pegarles. En el agua, en la noche, Claudio se había agarrado de una rama y veía cómo Ezequiel nadaba, oscilante, en dirección al Puente Uriburu. Pero Ezequiel no escuchaba. Precisamente, su hipoacusia había enfurecido a los policías de la 34. Había sido el más golpeado de los tres amigos que unas horas antes la patrulla policial levantó de la esquina de Constancia y La Cruz bajo la presunta sospecha de que habían robado un taxi. Ezequiel, Claudio y Julio salían de bailar en una discoteca de Constitución. Habían ido a esa esquina a tomar un remís para volver a Mataderos, donde vivían.
Fue en el Puente Uriburu que los amigos y familiares de Ezequiel pusieron un mes después de su asesinato un pasacalle que rezaba “Basta de violencia y discriminación”. Hace dos años, no se hablaba de inseguridad. Los familiares y amigos de Ezequiel hubiesen podido poner un pasacalle que rezara “Basta de inseguridad”. ¿O no fue la inseguridad por excelencia la que hizo que policías federales ejercieran sobre tres adolescentes pobres un ejercicio de sadismo inexplicable? Pero hace dos años, esta sociedad de actuales ciudadanos portadores de velas no hablaba de inseguridad, e incluso hoy, pareciera que hay quienes nacen y viven en lugares cuya ecología incluye la tranquilidad que el delito corrompe, y quienes nacen y viven en otros lugares donde el horror forma parte del paisaje. Los familiares y amigos de Ezequiel eligieron para su pasacalle ese otro texto, que revela otro tipo de atropello. Uno que esa sociedad de los ciudadanos activistas de las velas siempre consintieron, un atropello que siempre naturalizaron. Violencia y discriminación. “Ahora van a aprender a nadar, negros de mierda”, fue lo último que escucharon esos chicos antes de sumergirse en el Riachuelo.
–No lo creo, debe haberse tratado de algún bromista –dijo incluso el entonces jefe de la Federal, Roberto Giacomino, cuando los dos sobrevivientes, Claudio y Julio, denunciaron amenazas y cuando todo el barrio supo que personal de civil de la 34 los estaba buscando para impedir que hablaran. Ya había más que indicios, ya había imputados, y eran policías federales. Al entierro de Ezequiel, Claudio y Julio fueron con las caras tapadas. Camuflados. Clandestinos. Los vecinos los cubrían. Ellos se escondían no sólo de la Federal, también de la televisión. La Oficina de Asistencia de la Víctima del Delito de la Procuración gestionaba la entrada de los chicos a un programa especial, porque habían recibido anónimos. “Dejá de hablar contra la policía porque sos boleta”, decían. Pero Giacomino, unos meses antes de ser echado por corrupto, sostenía ante las cámaras de televisión:
–No lo creo, debe ser algún bromista.
Y el cronista decía:
–Ajá.
Y la audiencia pensaba:
–Ajá.
–Seguí derecho, seguí derecho –fueron las últimas palabras que Claudio, que tenía en ese momento 14 años, le gritó a su amigo Ezequiel, mientras se aferraba a una rama para salvarse.
–¿En qué estilo nadaba? –le preguntó este martes a Claudio el defensor de los policías imputados, según consignó en este diario Carlos Rodríguez, que en 2002 cubrió día a día el caso Demonty. –Naden, naden, o les pegamos un tiro –dicen los dos sobrevivientes que les gritaban los policías desde la orilla esa noche del 14 de septiembre.
–Iba nadando hacia atrás, de espaldas, rumbo al puente –amplió en el juicio Claudio.
–¿En qué estilo nadaba? –preguntó el martes el defensor.
¿Quién se indigna ante esta obra maestra del sadismo? ¿Quién incluye esta aberración en la larga lista de dolores argentinos sin analgésicos posibles? A la marcha que un mes después del asesinato organizaron los amigos y familiares de Ezequiel fueron doscientas personas. Fue un reclamo exiguo, costumbrista, de esos que protagonizan en este país, a cada rato, los negros de mierda que no le importan a nadie. Como no le importó a nadie la novia embarazada de Ezequiel que parió unos meses después en la Sardá. O como no le importó a nadie el coraje de la madre de Ezequiel, que poco después del asesinato de su hijo fue a dar la cara ante suboficiales y oficiales de la Federal, a mostrarles su desgarro, a intentar calarles el espíritu.
“Basta de violencia y la discriminación”, rezaba un pasacalle, hace dos años, en el Puente Uriburu. Se deshilachó sin llamar demasiado la atención.

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