CONTRATAPA

Marca ACME

 Por Rodrigo Fresán

UNO Si –como aseguran tanto escritores como psicólogos– no hacemos otra cosa que narrar y revivir una y otra vez aquello que nos ocurrió hasta cumplir los doce años, entonces tenemos que reconocer que nuestras existencias han sido y están marcadas a fuego por el idioma de los dibujos animados. Lo que me lleva a ese coyote y a ese correcaminos. Dibujo animado inquietante, porque invierte la polaridad de sus signos: el obvio victimario (el famélico coyote) pasa a ser víctima siempre sorprendida; y la presa teóricamente indefensa (el veloz correcaminos ése de “si estando en la carretera oyes un beep-beep”) muta a inalcanzable blanco muy pero muy móvil. Y la culpa de todo esto la tienen esos malditos productos marca ACME.

DOS La correspondencia entre los dibujos animados y los seres humanos es clara pero no sencilla: nacemos bajo el signo del coyote o del correcaminos. Lo que en el mundo real, con animales de carne y hueso, sería fácil de comprender; pero, de tinta somos, la vida se nos desdibuja y ahí están los coyotes que siempre pierden y los correcaminos a los que les basta un beep-beep para salvarse de toda amenaza. Y el hombre que es el coyote del hombre –a diferencia del coyote a secas, que no tiene ni quiere tener nada que ver con nosotros– no sólo es el único animal que tropieza y es aplastado por la misma piedra varias veces (y cae desde ese terrible precipicio una y otra vez) sino que, además, insiste en comprar productos marca ACME que se le vuelven en contra y le estallan día tras día y –acaso lo más incomprensible– jamás demanda a esta jodida empresa sabiendo o sospechando que no se puede llevar a los tribunales, y mucho menos ganarle, a un poder divino por encima de todas las cosas de este mundo. La resignación y la desidia son productos marca ACME.

TRES Los argentinos nos hemos acostumbrado a ser, a lo largo de largas décadas, coyotes perdedores y mártires del error antes del ensayo a los que todo les sale más o menos mal. Se supone que somos los mejores, que estamos muy bien capacitados, que nuestra actividad intelectual suele estar por encima de la de la media mundial, que podemos descollar en las ciencias y en las artes y que (a pesar del constante lloriqueo apocalíptico de Ernesto Sabato –Excritoris Sufridis– augurando siempre el fin del mundo con los obvios modales del que no soporta que la vida de los otros continúe después de la propia muerte) pensamos que todo tiempo futuro tiene que ser mejor que este terrible presente –un presente demasiado largo– fabricado con cariño por las industrias ACME a las que seguimos comprándole con la única disciplina que nos va quedando. ¿Por qué? Porque así son las cosas en los dibujos animados: estructuras simples cuya gracia –y desgracia– pasa por la repetición de errores y no de aciertos. Los aciertos, ay, no suelen ser graciosos para el televidente.

CUATRO Así, el producto que menos nos conviene y que es siempre el mismo por más que cambie una y otra vez de modelo. A veces –y me voy a remitir sólo a los productos que yo he llegado a padecer durante mis casi 39 años de vida– se llama “Perón vuelve”, o “Derechos y humanos”, o “Estamos ganando”, o “La casa está en orden”, o “La casualidad permanente”, o “Me cortaron las piernas”, o “Convertibilidad”, o “Corralito”, o “Cacerolazo”. Los dueños de la fábrica pueden ser el Chantus Legendarius, el Milicus Golpísticus, el Dieguitus Napoleónicus, el Radicalis Mentirosensis, Carlos Saúl Menem, el Radicalis Miraotroladis, el Ministrus Económicus. El nombre cambia, pero lo que viene adentro del paquete de ese fabricante es siempre lo mismo: algo que no funciona, que explota antes de tiempo, que se ríe de nosotros con una sonrisa muy ACME desde la pantalla de un noticiero o de un cajero automático de cualquier parte. Algo que seguimos comprando seguros de que las baterías vienen incluidas cuando cualquiera sabe que las baterías las tiene que poner uno porque, si no, la cosa no funciona.

CINCO Queda el consuelo –tibio, pero consuelo al fin– de no ser los únicos que sufren en este desierto de piedras movedizas y acantilados vertiginosos. Lo del 11 de setiembre fue un momento decididamente ACME. Lo de Sharon y Arafat (dos coyotes convencidos de ser correcaminos pero...) es una guerra ACME donde, como en el frenesí de los dibujos animados, los cartuchos de dinamita se suceden con automático desprecio por el sentido común. La constitución pocket de Chávez es ACME. Pensar que la culpa de absolutamente todo la tiene la globalización (preguntas: ¿no estuvo el mundo globalizado durante el Imperio Romano; no es la historia una serie de sucesivas globalizaciones; qué hay de nuevo, viejo?) es una forma cómoda y bien ACME de inventarse un enemigo colosal, invisible y despiadado contra el cual nos sabemos derrotados desde el vamos. ¿Para qué voy a mover un pelo si ya sé que la vida es marca ACME? Tal vez la cosa esté en cambiar de marca. Olvidar de una buena vez a ese coyote voluntarioso pero ineficaz y a ese correcaminos monosilábico y previsible. Buscar en otro lado. Tal vez Tweety (ese hijo bastardo de Betty Boop y Pee Wee). O algo más estilo Batman: sufrido, patológico, sombrío pero, bueno, épico. O, ya que estamos y que se acabó la paridad, por qué no apostar al producto nacional: Hijitus en su cañitus y hacerse a la idea de que, si nos da mucho hambre, siempre le podemos pedir prestados unos mangos a Oaky, heredero de las Industrias Gold Silver. Eso: comprar nacional. Aunque ahora que lo pienso Gold Silver no es un nombre muy argentino que digamos. Seguro que lo suyo es comprarle la licencia a ACME. Y hacerlo peor. Y no pasa nada. No funciona. Hasta que todo vuela por los aires. Qué sé yo. Tal vez haya que prohibirles ver Cartoon Network a nuestros hijos y, en cambio, regalarles Robinson Crusoe. Versión completa y sin ilustraciones. Y rogar porque ellos aprendan a fabricarse sus propios productos para comerse crudo a ese correcaminos, mirando el ancho mar, a la espera de que los rescaten de esta maldita isla marca ACME que ya no figura en ningún mapa digno de consideración y respeto.

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