CONTRATAPA

El terrorista W.

 Por Juan Gelman

Es natural que la noticia escandalice incluso al establishment de EE.UU.: la Dirección de Seguridad Nacional confecciona listas que ya incluyen a más de 10 mil norteamericanos considerados “enemigos” del país. Se construyen mediante indagatorias secretas y un espionaje telefónico y electrónico permanentes, a ellas tienen acceso sólo algunas autoridades y son de uso inmediato para encerrar indefinidamente a todo sospechoso de terrorismo y para desacreditar a cualquiera que no comulgue con el gobierno Bush. Más gordos y copiosos que los de Nixon o Clinton, en esos elencos de “enemigos” no sólo figuran presuntos terroristas: también miembros de grupos que se oponen a la guerra, defienden los derechos civiles o el medio ambiente, y aun parlamentarios, funcionarios federales y municipales, periodistas y otros que critican o criticaron alguna vez las políticas de W. Junto a cada nombre se anotan detalles de la vida personal del portador. “Estamos hablando de un Big Brother llevado al extremo. Sobre cierta gente sabemos intimidades que ni sus mujeres saben y si es políticamente provechoso, nos aseguramos de que las sepa todo el mundo”, precisó un funcionario de la Casa Blanca (www.capitolhill blue.com, 8/11/05). Por supuesto, Bush hijo se indignó: “Fue un acto vergonzoso –declaró– que alguien filtrara la existencia de este importante programa en tiempos de guerra” (AP, 19/12/05).
Menos natural es que no despierte mayores reacciones un elemento de la “guerra antiterrorista” de Bush más siniestro todavía que la aplicación de torturas a civiles inermes: la formación de escuadrones de la muerte encargados de realizar en cualquier parte del mundo los asesinatos que el lenguaje diplomático abriga con la expresión “ejecuciones extrajudiciales”. Y no es que W. haya ocultado esos hechos, como hizo con las actividades de espionaje que padecen sus conciudadanos. En su discurso sobre el estado de la Unión que el 2 de enero del 2003 pronunció en el Congreso un par de meses antes de invadir Irak –difundido en todo el país por los canales de TV– anunció sin tapujos que “más de 3000 sospechosos de actos terroristas” habían sido arrestados (en más de 100 países, aseguró por entonces la CIA) y que “muchos otros corrieron un destino diferente”. Bush hijo agregó con esa semisonrisa de costelete que le brota cada vez que habla de matar: “Dicho de otra manera. Ya no son un problema”.
El 17 de septiembre del 2001, W. firmó una orden ejecutiva que autoriza el empleo de “medidas letales” contra cualquier habitante del planeta que la Casa Blanca y sus organismos de inteligencia consideren un “combatiente enemigo”. La orden sigue en vigor y amplía enormemente el campo que, mediante una medida similar de comienzos de 1998, Bill Clinton ciñó a Afganistán y a los miembros de Al Qaida (The Washington Post, 18/10/01). Sin proceso ni pruebas, la CIA puede añadir nombres por su cuenta a esa otra lista secreta de candidatos a la muerte que dejan de ser candidatos gracias a operaciones encubiertas como la que liquidó a Salim Sinan al Hareti en un zona remota del Yemen (The New York Times, 6/11/02). O la destinada a asesinar en Pakistán a Abu Hamza Rabia, presunto jefe de operaciones internacionales de Al Qaida: el misil de un Predator no tripulado causó la muerte de un joven de 17 años y de un niño de 8, pero Rabia estaba en otro lado (Reuters, 5/12/05). W. tiene la licencia para matar 001 e incluso ciudadanos estadounidenses podrían ser sus blancos, según informó la agencia AP en diciembre del 2002. Nada sacia sus apetitos de cowboy antiguo.
Donald Rumsfeld negó la existencia de estos escuadrones de la muerte que integran efectivos altamente entrenados de la marina y el ejército, así como de grupos especializados en operativos encubiertos como la Delta Force o Gray Fox. Sin embargo, una investigación del notorio periodista Seymour M. Hersh reveló hace tiempo que el jefe del Pentágono y su entorno fabrican “un nuevo enfoque de la guerra antiterrorista” que incluye asesinatos selectivos ejecutados por equipos “pequeños y ágiles, capaces de operar en la clandestinidad mediante una gama completa de coberturas oficiales y no oficiales que faciliten sus viajes y entradas subrepticias en otros países” (The New Yorker, 23/12/02). Un ex agente de la CIA confió a Hersh que el número de blancos ascendía a 500 “que hay que matar”. Eso fue hace tres años. Hoy la lista de nombres ha crecido y el Pentágono se parece cada vez más al GRU, el servicio de inteligencia militar de la ex Unión Soviética.
Un informe de la ONU sobre “ejecuciones extrajudiciales” señalaba en diciembre del 2004: “Los gobiernos que se autoconceden la facultad de identificar y matar a ‘terroristas conocidos’ no se imponen la obligación de demostrar de algún modo que son verdaderamente terroristas aquellos contra los que emplean métodos letales... Esto se califica de limitada ‘excepción’ a las normas internacionales, pero crea la posibilidad de expandir interminablemente la categoría del caso para incluir como enemigos del Estado a los marginales, los opositores políticos y otros”. Pero, como bien dijo Harold Pinter en su discurso de recepción del Nobel, a la Casa Blanca “simplemente le importan un pito las Naciones Unidas, el derecho internacional o el disenso crítico”. El gobierno de W. ya no es un gobierno, apenas un gigante terrorista cegado por su propia brutalidad.

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