CONTRATAPA

El mundo se derrumba y nosotros nos enamoramos

 Por José Pablo Feinmann

En 1940, en la soleada California, Theodor Adorno y Max Horkheimer escriben un libro sombrío. Tratan de comprender, dicen, “por qué la humanidad, en lugar de entrar en un estado verdaderamente humano, desembocó en un nuevo género de barbarie”. La frase –hasta donde yo sé–- nunca mereció las evidentes críticas que deben hacérsele. La Humanidad siempre estuvo en un estado verdaderamente humano. De aquí que su historia haya sido lo que fue y lo que está siendo y (peor aún) lo que será. En ese libro algo caótico y con pasajes inspirados (me refiero a Dialéctica de la Ilustración) Adorno y Horkheimer –algo fabulosamente raro en dos pensadores que se dicen marxistas– se dedican a añorar los tiempos que antecedieron a la Revolución Francesa, y exponen luego una teoría por la cual toda la culpa la tiene la Ilustración, cuya consecuencia fue ese desatino de la revolución mencionada que acabó transformando la razón en razón instrumental y avasallando la naturaleza y arruinando la relación armónica del hombre con ella.

Si se piensa la cuestión se verá que con la Revolución Francesa la burguesía capitalista de ese país toma el poder político tirando al diablo el régimen monárquico y decapitando a sus reyes. (Algo que, al menos en la película amable de Sofia Coppola, a María Antonieta, por esas cosas de San Cine, no le ocurre.) El teórico del Estado moderno (capitalista) se llamó Thomas Hobbes y tenía tan mala opinión de los lobos que –para decir que los hombres eran sanguinarios y se faenaban los unos a los otros– dijo (célebremente): homo homini lupus. Algo que ya decían los romanos, que no eran capitalistas pero tenían el espíritu imperial que este sistema tuvo desde sus lejanos orígenes en el siglo XV, cuando conquistó medio planeta y cuando barrió a sangre y fuego, en tanto lo evangelizaba, los territorios americanos. Ese genocidio (que sólo Bartolomé de Las Casas denunció) parece haber llegado a la suma de cuarenta o setenta millones de muertos. Lo cual, estadísticamente, es lo mismo. Porque una estadística no le quita el sueño a nadie y ver un solo cadáver en la calle porque lo arrolló un coche (algo que pasa todo el tiempo en la bella Buenos Aires) provoca en la gente terribles reacciones: mareos, vómitos, desarreglos intestinales, pesadillas la noche del evento; evento que, quien lo ha visto, habrá de contar, durante la cena, a los suyos con lujo de detalles para exorcizarlo. Los suyos no lo escucharán porque lo estarán viendo por televisión con más y mejores detalles, sangre del arrollado, un brazo por ahí, un zapato que voló hasta la otra cuadra con el pie adentro, plano detalle del pie al que le faltan tres dedos, ambulancia, familiares sufrientes, declaraciones del automovilista (“yo no lo vi, venía hablando por el celular con mi hijita que hoy fue abanderada, soy un buen padre yo”) y un especial con otros accidentes, cadáveres múltiples, más sangre y un periodista que preguntará indignado: “¿Hasta cuándo seguirá esto?”.

¿Qué se desprende de este minirrelato? Un millón de muertos es una estadística; uno, una tragedia. Se trata de luchar contra esa frialdad de la estadística. Hay una buena frase que dice: “No mataron seis millones de judíos. Mataron uno y luego lo mataron seis millones de veces más”. Con lo cual se busca que nos concentremos en cada una de esas muertes y no transformemos el horror en estadística. Del modo que fuere, nada de esto funciona con el líder iraní Mahmud Ahmadinejad. (Cada vez me resulta más fácil escribir el nombre de este líder islámico. Eso significa que ya me acostumbré a leerlo una y otra vez porque el hombre es célebre. Lo cual es grave.) Ahmadinejad tiene una versión muy personal de la frase “No mataron seis millones de judíos; mataron uno y luego lo mataron seis millones de veces más”. El sólo dice: “No mataron seis millones de judíos”. Volvemos a la frase de Hobbes. Los romanos y él se equivocaron. El hombre es peor que los lobos. Sobre todo en su capacidad de crueldad. Los lobos pueden matarse entre ellos, pero jamás un lobo torturará a otro. Es injusto con los animales decirles “animales” a los torturadores, o decirles “bestias”: las bestias no torturan, los hombres sí.

Si Adorno y Horkheimer creyeron que la humanidad había llegado al extremo de la barbarie no trataré de desmentirlos sino de añadir que está por llegar a otro. La Segunda Guerra Mundial (con lo cual volvemos a las estadísticas) dejó un saldo de cincuenta millones de muertos. Cincuenta millones es una cifra que permite hacer algo con ella. Transformar “cincuenta” en “sin cuenta”. En cada masacre, desde “uno” en adelante los muertos son “sin cuenta”. “Sin cuenta” serán los muertos si Estados Unidos –como seriamente amenaza– invade Irán. El país del Norte tuvo hacia fines de la década del cuarenta e inicios de la del cincuenta un ataque de locura colectiva. La Guerra Fría la desató. Pero no sólo ella. Surgió el personaje perfecto para encarnar esa locura: Joseph McCarthy, un senador republicano por Wisconsin. La Historia no acontece a medias. Cuando se da, cuando HAY verdaderamente “historia”, muchas cosas tienen que coincidir. Que McCarthy haya sido republicano no significa nada. Hizo lo que quiso y ningún político del partido demócrata pudo frenarlo. ¿Por qué? Estados Unidos había entrado en una etapa de “histeria paranoica”. Entre los sinónimos de “histeria” (nerviosismo, convulsión, exaltación) hay uno que me interesa: enajenación. Estados Unidos, durante sus etapas de histeria, se enajena de sus valores. De los que dice “encarnar”. La democracia, las libertades civiles, el individualismo. Los manda al demonio. Los tira por la borda. Con McCarthy todos veían comunistas. Fue la fiebre de la Guerra Fría. Hoy todos ven terroristas. Y tienen al McCarthy que necesitan. Pero no es sólo un senador por Wisconsin, es el presidente de la República. Lo terrible de esta “nueva” barbarie (por usar los términos de Adorno y Horkheimer) es el factor nuclear. Si Estados Unidos invade Irán lo que nos aguarda es eso que los técnicos llaman una “guerra nuclear limitada”. Frase que encierra una mentira evidente. No hay guerra nuclear limitada. Además, la locura de la nueva guerra yanqui desatará todos los frentes imaginables y aún más.

Por suerte, la ciencia también está desbocada –casi tanto como la política, algo que no es poco decir– y se encuentra a punto de crear una cosa que se llama el hombre cyborg. Lo que nos llevaría a la siguiente situación: en tanto la guerra nuclear limitada mata hombres en el Islam, en tanto el Islam responde con actos terroristas y mata hombres en todo el planeta, los científicos están a punto de superar al doctor Henry Frankenstein creando infinitos Boris Karloff que serán, posiblemente, el nuevo rostro de la humanidad futura. Nadie sabe qué está haciendo, en ese terreno, el gigante chino, cuyas reservas monetarias se calculan superiores a los 1,1 billones de dólares, resultado de su originalísimo “comunismo democrático de mercado”, definición dada por los mismos estrategas chinos y que a mí, lo confieso, me parte la cabeza. El régimen norcoreano está agazapado; exhibe buenos modales, pero lo nuclear le fascina: sueña con ver estallar su uranio en el corazón de las bellas ciudades occidentales. La resistencia iraquí es devastadora: coches bombas, atentados, muertos que ya no se cuentan o que son estadística pura, o sea, nada. En París (donde, según le dice Fred Astaire a Cyd Charisse en Muñeca de seda, todas las noches una mitad de la población le hace el amor a la otra) multitudes de jóvenes inmigrantes, actuando como guerrilla urbana, armados con barras de hierro, destrozaron la Gare du Nord (Estación del Norte) y asaltaron todos los negocios que pudieron. Ingrid Bergman se abraza a Humphrey Bogart y con lágrimas en sus bellos ojos dice: “El mundo se derrumba y nosotros nos enamoramos”.

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