CULTURA › EL ESCRITOR JUJEÑO HECTOR TIZON HABLA DE “LA BELLEZA DEL MUNDO”, SU NUEVO LIBRO

“A un escritor no le interesa la realidad”

El autor de Fuego en Casabindo acompaña en ésta, su flamante novela, la historia de un hombre a lo largo de un viaje de poco más de dos décadas. Allí aparecen los temas que quiso explorar Tizón: un pasado que pesa, las vueltas del amor y la posibilidad de, a pesar de todo, volver a empezar.

 Por Angel Berlanga

La posibilidad del recomienzo luego de la traición, el abandono y el dolor, casi el arrasamiento: ese es el núcleo íntimo de La belleza del mundo, la última novela de Héctor Tizón. Con el foco puesto en tres tiempos, “Antes”, “Transcurrieron veinte años” y “Ahora”, y con su característica sencillez de estilo, el escritor jujeño cuenta aquí la historia de un hombre a lo largo de un viaje de poco más de dos décadas, de qué ha sido y es el amor para él; los nombres de esos tres capítulos, sus contenidos y las citas de La odisea que los anteceden permiten la asociación de esta novela, que Tizón comenzó a escribir hace un año, con lo ocurrido en el país desde la recuperación de la democracia.
Tizón cuenta que algunos de sus textos, como Fuego en Casabindo, El hombre que llegó a un pueblo y El gallo blanco se leen en las escuelas del noroeste y que, más allá de la consecuente satisfacción, al mismo tiempo le acarrea la “ingrata tarea” de tener que contestar las preguntas que le hacen, inevitablemente, los chicos que se le acercan: por qué, para qué escribe. “Y uno no sabe por qué –dice este narrador nato, que cumplirá en octubre 75 años, que es juez de la Suprema Corte en su provincia–. Sé que si no hubiera podido escribir de pronto me hubiera convertido en un borracho. Qué explicación puedo dar sin que la respuesta sea convencional, o rebuscada, o mentirosa. Eso es tarea para los críticos y los psicoanalistas.” Lo extraño es que, a continuación, y sin mediar pregunta alguna, Tizón dice: “A un escritor no le interesa lo que llamamos realidad; uno escribe para transformarla con textos que son sutil y profundamente distintos a la realidad; como la que veo no me gusta, me fabrico otra en la que vitalmente me manejo con mucha más comodidad. La literatura de ficción es una especie de coartada”.
–¿Y cómo funciona esa realidad paralela en una novela con ese título?
–No es una ironía: al cabo de nuestra vida nos damos cuenta de que la vida de un hombre, por lo general, con sus altibajos naturales, en definitiva es la persecución de un ideal, quimérico o no, con sus cargas de tristezas, de luto y llanto, pero también de alegrías: de ese material está hecha la vida. Esta es la historia de un hombre que ha amado profundamente a una mujer que estaba muy equivocada en sus propios sentimientos, que al darse cuenta del fracaso amoroso recorre el mundo, y que no ha podido olvidar ese amor porque el primer amor es inolvidable: los otros amores que pueden tenerse son meras réplicas de ese primer y único amor. Y hacia el final, cuando el enigma de su propia vida está explicado, arroja la bolsa en la que tenía un viejo retrato de la mujer: puede ser que ese ademán, metafóricamente, indique que él está en aptitud para recomenzar su vida.
–¿Por qué dice que le cuesta hablar de sus novelas?
–Al empezar a escribir uno no sabe qué va a escribir, es una especie de nebulosa. Un escritor está solo ahí, rodeado de imágenes y circunstancias casi informes; a medida que va avanzando lo va ganando ese mundo que se transforma en renglones, en párrafos, en páginas escritas. Y después no va a poder explicarlo, porque está tan comprometido con ese mundo que nunca podrá guardar la distancia necesaria para verlo con objetividad. Un escritor es pésimo explicador de lo que escribe.
–Durante veinte años el protagonista aparece muy centrado en su presente, y le cierra las puertas a su pasado, pero veinte años después necesita “volver”.
–Vive en el presente para llenarse de ruido; justamente, para eludir la operación de la memoria, que apareja consigo la nostalgia. Es un ademán para evitar el dolor: por eso recurre al ruido y al movimiento, va de un lugar a otro, remonta ríos y camina, conoce gente. Es una buena persona, pero no puede amar a nadie.
–Y tampoco tiene interés alguno en pronunciarse: libra una batalla contra su propio silencio.
–Sí. Luego de 20 años quizás entiende que está maduro como para aceptar lo que pasó, y por eso vuelve sobre sus pasos. Y al cabo de ese tiempo se encuentra con los despojos de lo que fue. Ni siquiera despojos: ya prácticamente no encuentra nada. Le sucede al revés de Ulises, no; en realidad empieza al revés, porque esa Penélope no era tan virtuosa. Cuando vuelve sobre sus pasos ve que su pasado era una tenue columnilla de humo que se diluye, y comprende que realmente puede quedar atrás.
–Como en otras novelas suyas, Dios está presente todo el tiempo en La belleza del mundo. ¿Por qué?
–Es donde quizá mis sentimientos están mejor volcados. Porque mi propia historia está atravesada por la búsqueda de Dios, sabiendo de antemano que no lo voy a encontrar, porque no alcanzo yo a creer. Creo que no estamos dotados de instrumentos como para poder acceder a la fe; no puede llegarse a ella por el pensamiento, sino por el sentimiento. Pero si no nos es dado el sentimiento con el que acercarnos a la idea de la divinidad, tenemos que conformarnos con la idea que tenemos de Dios y con que nunca lo vamos a poder alcanzar.
–¿A qué le tiene miedo?
–A la maledicencia, a la hipocresía. Y a la crueldad en todas sus manifestaciones. A nada más. O sí: también le tengo miedo a la pobreza absoluta. Esta es quizá la única civilización de todas las que nuestra memoria histórica alcanza en la que un mendigo no tiene importancia, no juega ningún papel. En la mejor literatura española, la del siglo XVI, los mendigos tienen una importancia fundamental. Ahora son una especie de pecado, no sabemos qué hacer con los pobres. Es decir, si no tenemos un pedazo de pan que darles, tampoco tenemos piedad por ellos. Simplemente los hemos excluido: no tienen importancia. Porque el supremo valor es el consumo de cosas. Esos mendigos fabulosos de la novela de la picaresca, tan llenos de sabiduría y faltos de ambición de trepar o de saltar de su condición social a otra, que asumían su pobreza porque no se sentían tan pobres.
–La novela también busca un contrapunto entre dos formas posibles de enriquecerse: a través de la naturaleza o de los libros.
–Eso también tiene que ver con la idea de Dios, con la forma de acercarse a él. Nos podemos acercar a las cosas esenciales de la vida, ilusoriamente, a través de los libros, cuando no tenemos la perspicacia, o el don, en el sentido franciscano, de acceder a lo mismo sin la ayuda, sin el instrumental, del saber libresco. Hay un contrapunto entre los libros que había en mi casa y los que no; o los libros que nos desvían en realidad de la vida verdadera, que nos meten en un callejón sin salida. Quizás eso esté en mi propia historia personal. Aunque en realidad, todo lo que escribe un escritor es autobiográfico: las huellas propias están en los libros de todos los escritores.

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Como en otras novelas de Tizón, Dios está presente todo el tiempo en La belleza del mundo.
 
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    “A un escritor no le interesa la realidad”
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