CULTURA › UNA ENTREVISTA CON EL CUENTISTA Y NOVELISTA ALFREDO BRYCE ECHENIQUE

“Escribo con el mismo desorden de la vida”

De visita en Buenos Aires, donde vino a dar una conferencia sobre el humor en la literatura hispanoamericana, el premiado escritor peruano habla de las dificultades para instalarse en su país, de las secuelas que dejó el gobierno de Fujimori y del libro de “antimemorias” que está escribiendo.

Por Angel Berlanga

La primera visita de Alfredo Bryce Echenique a Buenos Aires fue algo extraña. Apenas llegó, unos colegas le advirtieron que había caído en una trampa: el congreso de escritores al que lo habían invitado, organizado por funcionarios del gobierno de Carlos Menem, tenía intenciones proselitistas. Según él relata, los anfitriones lo alojaron en el Hotel Bauen, le cortaron el teléfono de la habitación y le aseguraron que era imposible cambiar el pasaje de regreso fechado para tres meses más adelante. “Me dijeron –recuerda ahora, catorce años más tarde, en el Centro Cultural de España– que hasta habían decidido que tenía que acompañar a Menem a un acto.”
–¿Dónde era el acto?
–Me dijeron que tenía que clausurar un acto en el Teatro Cervantes, que iban a llenarlo con gente traída en camiones. Entonces les dije: “Si me dan un teléfono, un whisky y un pasaje, hablo lo que quieran”. En un segundo me cambiaron la fecha, me dieron una copa y me permitieron avisar a mi casa. Fui y no sé qué sandez dije.
–¿Qué dijo?
–Parafraseando uno de los cuentos breves de Augusto Monterroso, Fecundidad, dije: “Esta tarde me siento bien, como Balzac: estoy terminando este discurso”. Eso fue todo lo que dije. Aplaudieron todos. Una parodia de clausura. Menem se enojó mucho conmigo.
Con los ojos cerrados o mirando hacia los costados, amable, pausado: así responde este escritor limeño nacido en 1939 que estudió Letras y Derecho en la Universidad de San Marcos, que se instaló en Europa desde 1964 –donde escribió casi toda su obra–, que suele declararse deudor de Cortázar en cuanto a lo lúdico y desestructurado de su prosa y que, desde hace cinco años, intenta reinstalarse en su ciudad natal; por estos meses escribe allí la segunda parte de sus “antimemorias”. Autor de libros de cuentos (como La felicidad, ja ja) y de novelas (entre otras, Un mundo para Julius y El huerto de mi amada, con la que ganó el Premio Planeta 2002 de España), Bryce Echenique vino esta vez a Buenos Aires para dar una conferencia llamada Del humor quevedesco a la ironía cervantina. “Es un repaso de esa palabra, humor, en nuestras sociedades y en nuestra literatura desde su nacimiento hasta el día de hoy –anticipa–. En el español ha habido dos grandes corrientes, la que viene de Quevedo, el humor cruel, el dardo envenenado que se lanza al enemigo para destruirlo, y el de Cervantes, que es más bien lo contrario, el que se pone en el cuerpo y en la sombra del personaje para vivir con él: ahí ya no hay burla ni escarnio, es un humor que implica una reflexión, un pensamiento, una sonrisa de la razón, casi. Los latinoamericanos hemos seguido mucho la tradición de Cervantes; en España, en cambio, hay escritores como Cela que son sucesores muy directos de Quevedo”.
–Suele relacionarse a su obra con el humor: ¿dónde está el origen de eso?
–Por un lado era una cosa que estaba presente en mi casa, siempre. Hemos sido una familia muy tristona, pero nos hemos reído mucho de nosotros mismos, nos hemos tomado en broma. Por otro lado yo era muy observador, sabía sacarles el jugo a las cosas que veía y las deformaba, las transformaba en otra realidad, más divertida. Luego, en la facultad, y en los primeros tiempos en Europa, noté que la literatura latinoamericana era muy grave, seria, sin ironía; algo raro, porque nosotros somos pueblos muy dados al humor. Y luego descubrí a Cortázar, que no usaba la ironía como lo contrario de lo serio, sino de lo aburrido. En nuestra novelística no estaba ese elemento de la realidad: el humor. Que es siempre inexplicable, gratuito, sale solo. Existe per se.
–Sus textos están nutridos de digresiones y ambigüedades, de relativizaciones de lo dicho, de intentos por esquivar las certezas. ¿Qué persigue ese recurso?
–Llevar al papel la oralidad, la ilusión de lo hablado. La digresión es uno de los recursos más frecuentes cuando hablamos, sobre todo cuando alguien cuenta una historia: soltar el hilo, irse por las ramas, retomar. También sentí que eso faltaba en la literatura latinoamericana, que era muy formal. Yo he tratado de que en mis libros se notara la vitalidad, el desorden de la vida, trato de capturar eso. Mi propósito fue querer meter en el libro todo lo que se pueda de la vida, y no de una forma estructurada, sino a partir de las “no convenciones” del habla.
–¿Pero su estilo y su obra se configuran a partir de una elección, luego de notar estas “carencias” en la literatura latinoamericana, o más bien desemboca en esos rasgos?
–He desembocado ahí por afinidad, indudablemente. En mi primer libro no estaban estos rasgos, porque estaba muy contenido por el miedo a ser yo mismo. Había un peso de lo académico mucho más grande que cuando leí a autores como Cortázar. Yo creo que las grandes influencias literarias son aquellas que te relevan algo que tú llevas, y no las que se tratan de imitar.
–En una entrevista le dieron a elegir entre “adjetivos, sustantivos o verbos”, y usted comentó que un crítico había notado muchísimos adverbios para adjetivos y sustantivos. ¿Pasan pocas cosas en sus novelas?
–Sí, en realidad hay poca trama argumental, muy poco suspenso. Más bien es cómo suceden las cosas. Sí, a mí me intriga, eso no ha sido mi fuerte, la verdad... Yo construyo en función de sentimientos: hay cosas que me sacuden, que me angustian, y les doy muchas vueltas antes de escribirlas... Cuando llego a la escritura del libro está bastante organizado, y se alimenta mucho del título, de los nombres de los personajes, con los que me encariño mucho. Siento que hay algo debajo de eso, y muchas veces ocurre que los personajes hacen cosas impensadas.
–Ha dicho que necesita disparadores afectivos para escribir, y su segundo volumen de “antimemorias” tiene que ver con el Perú. Fue muy difícil para usted volver.
–En el ’99 me instalé en Lima y pasé ahí tres años y medio, pero eché mucho de menos a Europa y decidí hacer una cosa menos radical, pasar parte del tiempo en Barcelona, vivir en los dos lados. Quería volver a Perú antes de que fuera tarde, por la edad, y por amigos que todavía estaban bien, verlos. Pero me encontré con una ciudad detestable, peligrosa, donde no se podía caminar; no era mi recuerdo de Lima, en absoluto. La población pasó de un millón a diez, con personas que no han sido absorbidas y están hacinadas. Una ciudad extensa y muy chata, porque es muy sísmica. La gente no tiene afecto por ella, y por eso está muy rota, sucia, violenta, vulgar, cosas que me chocaron tremendamente. Ahora empiezo a hacer un regreso más dosificado, menos apasionado. El libro hace distintas entradas por varias épocas de mi relación con la ciudad, de cuando tenía 15 o 20 años, o de mi regreso en el ’99: ahora tengo cierta perspectiva de lo que me pasó al volver.
–¿Qué le pasó?
–Se juntaron muchas cosas muy fuertes para mí. A un amigo le raptaron una hija y yo no pude hacer nada para ayudarlo. Otro amigo murió en ese mismo momento. Y mientras caminaba por la calle me dieron una paliza espantosa. Entro a estas antimemorias por esos recovecos, a veces amargos, a veces divertidos. Está mi mala relación con la gente por la calle, mi condición de doble marginalidad, la de Perú y la de Europa también.
–¿Por qué resulta tan difícil volver? Y no solo usted: ocurrió lo mismo con Vargas Llosa o con Ribeyro.
–Siempre cuento que a un amigo que iba a irse para Europa, en el ’72, le “receté” que no se fuera ni menos de tres años ni más de cinco. “Si te pasas, te jodiste, te vas a volver un quedao”, le dije. Como yo, que no soy un exiliado ni nada. El siguió la receta y volvió sin ningún problema. Yo soy un pobre quedao, sin ningún caché especial. Me quedé demasiado tiempo. Ya antes de irme estaba incómodo en todas partes, no pertenecía a ningún grupo. Y mi retorno todavía me margina mucho más.
–Suelen compararse a los gobiernos de Menem y Fujimori por los grados de corrupción y por las secuelas culturales y económicas, entre otras cosas. ¿Cuál es su apreciación de la herencia de Fujimori?
–Ambos regímenes se parecieron bastante: esas tentativas de reelecciones, por ejemplo. Los dos tienen cuentas pendientes con la Justicia. La clase alta peruana apoyó ciento por ciento la aventura antidemocrática de Fujimori, que llevó al Perú a la ruina moral. Yo lo veía por televisión y estaba convencido de que se vendría abajo en dos días, tal era su soberbia y su cinismo; pero otra gente decía que había Fujimori para rato. Dejó una herencia muy pesada, que hubiera requerido un gobernante mucho más audaz y capaz que su sucesor (el actual presidente Alejandro Toledo), un hombre débil. Al que, por otro lado, no le perdonan que sea un indio: “¿Cómo es posible que nos gobierne un indio de mierda?”, dicen. Me han contado que al pobre presidente le pegan en las reuniones.

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Alfredo Bryce Echenique escribió casi toda su obra en Europa, donde reside desde 1964.
 
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