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 Por Alfredo Zaiat

El secretario general de la Confederación General del Trabajo, Hugo Moyano, manifestó en el acto de conmemoración del 1º de Mayo la aspiración de alcanzar el “fifty-fifty”. A los pocos días, la presidenta Cristina Fernández de Kirchner afirmó que pretende lo mismo e informó que la economía está próxima a esa meta, al adelantar que la participación de los trabajadores en el PBI se ubica en el 48,1 por ciento. El último registro difundido por el Instituto Nacional de Estadística y Censos es de 2008, informe que precisa que en la Cuenta de Generación del Ingreso, conocida como distribución funcional del ingreso, la remuneración del trabajo asalariado representaba el 43,6 por ciento del Producto. Según la definición metodológica del Indec, esa cuenta mide los ingresos generados en el proceso productivo que componen el valor agregado bruto, estimado como retribución a los factores de la producción, que son el trabajo y los activos que intervienen en el proceso productivo (capital, activos no producidos).

Desde 2003, ese indicador oficial ha mejorado año a año hasta el último relevado, partiendo de un 34,3 por ciento para los trabajadores. Esa evolución ascendente hasta el período informado por el Indec o hasta el dato adelantado por Cristina Fernández de Kirchner revela que a medida que aumenta la participación asalariada en el ingreso total se van agudizando las tensiones en el escenario económico.

La serie histórica de la estadística sobre la distribución funcional del ingreso ha sido accidentada: fue interrumpida por la dictadura militar, luego retomada por centros de estudios universitarios, privados y organismos internacionales (Cepal) hasta su reinicio a nivel oficial con el Indec en 2006. En la reconstrucción de ese sinuoso recorrido aparecen dos años clave: 1954 y 1974. En ambos, con leves variaciones en las cifras según la fuente, se alcanzó la máxima participación de los asalariados en el Producto. En 1954, el registro fue de 47,9 a 50,1 por ciento, mientras que en 1974, 46,7 a 47,0 por ciento, de acuerdo con los diferentes estudios de investigación.

La importancia de esas referencias-años cuando los trabajadores lograron la mejor situación relativa en la distribución de la riqueza, es que esos períodos fueron interrumpidos abruptamente por golpes militares. En 1955, con la denominada Revolución Libertadora, el retroceso comenzó ese mismo año con una caída en esa participación al 45,1 por ciento, para seguir descendiendo hasta el 35,6 por ciento en 1959. Con la última dictadura fue más brutal: en 1976, ese registro cayó abruptamente al 29,1 por ciento del Producto. Estos antecedentes permiten comprender las actuales disputas con parte del mundo empresario, la resistencia a la labor de los gremios fuertes y a sus líderes, y también las tensiones que se observan en los precios de productos de mercados sensibles.

En cada uno de esos períodos de regresión de los asalariados en la torta global de la economía, el indicador de la distribución funcional del ingreso se ubicó en primera instancia en un rango del 35 al 40 por ciento, y en un escalón inferior hasta el 30 por ciento a partir de mediados de la década del ‘70. Se puede suponer que el sector del capital se siente más cómodo cuando los asalariados transitan por esos márgenes, y comienzan las resistencias al momento de que superan ese umbral. Sin tener a disposición el brazo armado como en el pasado para concluir una etapa de recuperación de los asalariados en el reparto del ingreso, y sin una tasa de desocupación elevada actuando de disciplinador, el panorama se le presenta más complicado al poder económico para subordinar al mundo laboral.

En la relación capital-trabajo es donde se juega el principal núcleo de la distribución funcional del ingreso de la economía. Sin embargo, ese indicador debe ser complementado con la distribución del ingreso personal debido a los cambios ocurridos al interior de la fuerza de trabajo desde fines de la década del ’80, y ya con mayor intensidad desde los ’90. Se constituyó un cuadro de deterioro del mercado del trabajo con elevada desocupación y subocupación, precariedad laboral, informalidad y diferenciación salarial, con la consiguiente alza de la indigencia y la pobreza. Por ese motivo, ambos indicadores (distribución funcional y personal del ingreso) son relevantes para analizar cuestiones referidas al bienestar y la equidad distributiva. Cada uno apunta a describir momentos del proceso de apropiación del ingreso por parte de los trabajadores. Son datos que deben ser analizados en forma complementaria. Mientras que la distribución funcional del ingreso no registra las grandes heterogeneidades al interior de los asalariados, la personal sólo ofrece un reparto por estratos de ingresos (deciles) sin brindar elementos de evaluación sobre su integración como sus determinantes. Respecto de este último indicador, según el Indec en 2005 la diferencia del ingreso per cápita entre los hogares más ricos y los más pobres era de 33,3 veces; en 2008 llegó al 24,3 y subió nuevamente durante la crisis mundial a 26,4 veces, para descender en el tercer trimestre del año pasado a 21,5 veces y cerrar en el cuarto en 16,0 veces. Esto significa que los primeros se apropiaron del 28,7 por ciento de los ingresos totales, mientras que los segundos apenas lograron el 1,8 por ciento.

Para exponer la dinámica de la construcción de una sociedad equitativa con inclusión social, la puja capital-trabajo sigue siendo la más relevante para evaluar cómo se reparte la generación de riquezas de una economía. Por eso se la denomina la distribución primaria del ingreso, que es la instancia donde se determina “cuánto se apropian obreros y capitalistas del total del valor creado por aquéllos, como resultado de las formas de utilización de la fuerza de trabajo en un proceso productivo que tiene por fundamento la producción de plusvalor y que, por ende, encierra una relación conflictiva entre obreros y capitalistas”, explica el investigador Juan M. Graña en “Distribución funcional del ingreso en la Argentina. 1935-2005”. En ese proceso, el Estado tiene un rol fundamental para inclinar la balanza para una u otra parte, como árbitro de esa disputa. Por eso cuando se busca deslegitimar su capacidad de intervención en la economía, en los hechos lo que se intenta es preservar privilegios del capital.

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