ECONOMíA › LA PEREGRINACION DE AHORRISTAS CONTINUO EL FIN DE SEMANA

Aquel bendito cajero automático

 Por Marta Dillon

Si ese no fuera un banco, cualquiera podría pensar que del otro lado del vidrio, sobre el que varias decenas de personas aplastan su nariz, se está jugando algún tipo de apuesta, una riña de gallos, tal vez sólo un improvisado ring en el que pelean dos aunque todos alientan al mismo. Pero este es un banco y no se hacen apuestas sino promesas. Las típicas promesas de las horas malas, esas que nos hacen creer que es posible caminar hasta Luján, dejar de fumar o abandonar el dulce de leche sólo para que se cumpla lo que más deseamos: que haya, que siga habiendo, dinero en el cajero. ¡Vamos todavía!, dicen algunos por lo bajo, despegándose un instante del vidrio, andando y desandando los cuatro pasos de su lugar en la cola, después de confirmar que alguien más se retira triunfante de ese cara a cara con el destino que le tenía preparado la máquina. Pero lo bueno, ya sabemos, es breve. La cola, que nunca mermó, se organizará otra vez en caravana hasta un nuevo cajero, en la cuadra siguiente, y en la otra, y en la otra.
“Sí, sí, todavía queda”, es la frase que vuela de oído en oído hasta los confines de la cuadra, allí donde se pierde la cola. Hay otras –los bancos que se caen, la amenaza del feriado bancario, la pregunta sobre cuál será el fondo que propone el Fondo– que también circulan en la larga penitencia que implicó en los últimos días sacar dinero del cajero. El cajero, esa máquina impávida que con eufemismos dice no, usted no irá al cine el fin de semana, no podrá pagar los boletos de la calesita de sus niños, no se le ocurra soñar con tirar a la parrilla esas costillitas tan buenas que vende el carnicero de la esquina. El cajero pone en su pantalla: “por el momento no es posible realizar esta operación”, y todos sabemos que miente, que no es por el momento o que al menos ese momento serán días, semanas en las peores fantasías. Y sin embargo al cajero se vuelve, una y otra vez, siempre que quede saldo, cuando los rumores inyectan el veneno del miedo. El miércoles “se caía” el Francés (BVV), el jueves, el Boston, el Bapro y el Río. La lista del alud del viernes sumaba al Sudameris, el BNL, el Río, y hasta el Ciudad. ¡13 bancos caerían cuesta abajo en una rodada desconocida!, se comentaba en una de las tantas colas que se desplazaban como una sola persona de cajero en cajero, como feligreses en un vía crucis. ¿De dónde salió esa información? “A mí me mandó un mail un amigo del cuñado de mi hermano que trabajó en el Ministerio de Economía”, dice, segura, una mujer con los pies hinchados después de haber recorrido quince cuadras y diez cajeros, todos con su pertinente espera de pie y la misma frustración.
Por mail, en la oficina, porque lo interpretó por sí mismo, porque la vecina vio que se formaban las colas, porque miles de penitentes recorriendo el calvario de los cajeros no pueden equivocarse. Así circuló una información que nadie sabe dónde nace pero todos conocen dónde muere. “En definitiva, nosotros somos los que siempre pagamos”, dice un hombre joven, de traje, acodado cual guapo en la ochava que esconde el objeto de su deseo. Qué fácil parece decir nosotros cuando la estepa de un fin de semana sin efectivo se vuelve un territorio común.
“¿Y ahora, qué voy a hacer?”, la mujer se soba los mocos a un costado de las dos máquinas que no cesan de responder negativamente a las preguntas de las sucesivas tarjetas que se ingresan. Nélida, la maestra de 52 años que llora, pudo sacar dinero. Retiró doscientos flamantes pesos. Eso parecía, hasta que se dio cuenta que a dos de los cuatro billetes les faltaba una parte. Un cuarto completo, una porción de sus anhelos. “¿Quién me va a tomar esto? ¿eh?”, repite a todo el que con gesto humanitario le ofrece ayuda. Cada tanto Nélida se para, golpea el vidrio del banco con la esperanza de encontrar algún rostro humano en esa oscuridad de sábado a la tarde. Quiere que alguien, cualquiera, certifique que esos billetes fueron retirados así de ese cajero. A pesar de la persistencia de Nélida, nadiesalió. Ella juró permanecer allí, dos horas después todavía cumplía su promesa.
Despechados, los ahorristas, los cuentrapropistas, los asalariados que todavía tienen algo que extraer de sus cuentas juran su odio eterno, su desconfianza ahora y siempre a esas instituciones que alguna vez prometieron seguridad. Nunca, nunca más volverán a poner un peso en el banco. “De ahora en más que nos paguen por ven-ta-ni-lla”, dice un hombre a sus compañeros de calvario recordando las épocas en que el sueldo venía en un sobre, en contante y sonante. Lo dice como una consigna, como si el resto de la cola fuera una asamblea de la fábrica de galletitas en la que trabaja y estuvieran a punto de lanzar un plan de lucha. Y sí, todos asienten, así debería ser. “¿Te acordás de esa propaganda que decía ‘banelquícese’?”, le dice Humberto, abogado de 42, a una nueva amiga que conoció en Corrientes y Alem y con la que hace cola en Corrientes y Callao. Ella no contesta. Está harta, ya ni siquiera la entusiasma la propuesta de Humberto: subirse en su auto y salir en busca de un cajero por alguna zona perdida, tal vez uno de esos que hay en las estaciones de servicio. A lo mejor uno perdido en algún barrio periférico. No es que sea el mejor plan para un hombre y una mujer que recién se conocen. Pero para el café prometido hace falta efectivo, y eso sólo lo puede otorgar el bendito cajero.

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