EL MUNDO › OBAMA ENTRE LA HISTORIA, LA CRISIS, LA ESPERANZA DE LOS QUE QUIEREN MOVIMIENTO Y LA PARALISIS DE UNA ECONOMIA DESIGUAL

Linda noche para una cervecita

Roosevelt terminó con la Ley Seca y cambió el humor en medio de la peor crisis de EE.UU. ¿Cuál será la cerveza de Obama? La emoción colectiva del martes en Washington, ¿será permanente y nacional? La rooseveltmanía y la magia de la política. Los desafíos de una sociedad cuando los pronósticos anuncian una caída económica del 2,5 por ciento y una recuperación muy leve en el 2010. Crónica de Washington: Bush yéndose en helicóptero, Guantánamo, los supersueldos cortados y las grandes expectativas. Una combinación con final abierto.

 Por Martín Granovsky *

Las ventajas que tiene ser presidente. Andrés Calamaro dijo en un concierto “qué linda noche para fumarse un porrito” y estuvo diez años procesado hasta que un fiscal le pidió disculpas. En 1933 Franklin Delano Roosevelt dijo “es buen momento para una cerveza” y no le hicieron nada. Claro: antes, Roosevelt impulsó el fin de la Prohibición, la famosa Ley Seca que convirtió en millonario a Al Capone, dueño de 100 mil negocios ilegales de venta de alcohol, y famosos a Los Intocables.

El mundo no es el mismo 76 años después. Pero, como Roosevelt, el martes 20 Barack Hussein Obama asumió en medio de una crisis que combina el cierre de empresas, la destrucción de empleos, la caída de la Bolsa y el miedo masivo al empobrecimiento y la ruina.

Por eso en los Estados Unidos Roosevelt está de moda. Vayan al cine y vean La duda, con Meryl Streep y Philip Seymour Hoffman. Al principio, una monja que enseña historia dice que un año atrás, en 1963, mataron a John Fitzgerald Kennedy y escribe en el pizarrón la frase más famosa de Franklin Delano: “A lo único que debemos tenerle miedo es al miedo en sí mismo”.

Gran orador, Roosevelt no era sin embargo un mesías engolado. Cuentan que parecía un tipo encantador y que utilizaba su encanto para convencer, convencer y convencer.

Eric Hobsbawm dijo a la BBC que en los años ’30 sólo dos áreas del Occidente desarrollado escaparon al fascismo. Una fue Escandinavia. La otra, los Estados Unidos.

La clave de la Gran Depresión era económica, quién puede dudarlo, pero en tren de conjeturas un gobierno flotando a la deriva sin enfrentar la crisis, sin remontarla con entusiasmo, sin imaginación, podría haber rematado en un final horrible: el miedo se habría convertido en fascismo también entre los norteamericanos.

Cuando Roosevelt se tomó su cervecita en el ’33, terminó con 13 años de abstinencia falluta. Mirada 76 años después, con la perspectiva que da la historia, la decisión parece haber cumplido cuatro objetivos.

Uno: la legalización del alcohol bajó la criminalidad y la violencia del tráfico ilegal de cerveza y whisky.

Dos: el blanqueo consiguió fondos para un Estado en quiebra.

Tres: se generaron nuevos empleos en producción, distribución, venta y, por supuesto, publicidad.

Y cuatro: cambió el humor.

Es difícil encontrar en los últimos cien años de historia una medida tan polivalente en medio de la hambruna, la tristeza y la de-socupación.

Consumir libremente cerveza y whisky no resolvió las consecuencias del crac del ’29 pero fue, a la vez, un símbolo y la expresión de una política real de intervención del Estado en la economía.

Para los fanáticos del YouTube, hay un noticiero de época que relata de modo casi chaplinesco, como en Tiempos modernos, o como en Sucesos argentinos, esa fiesta con tono de fin de pálida. Aquí va el link: http://www.youtube.com/watch?v=6BA1sgoW5g8.

Imperdible.

Para quienes deseen ver la contracara de la fiesta –es decir, la miseria más extrema, con rubiecitos raquíticos– la recomendación es la película Viñas de ira de John Ford, basada en la novela de John Steinbeck. Pinta un país reseco y desolado, donde cada sheriff es empleado de los especuladores de tierras y el Estado, a través del Departamento de Agricultura de Roosevelt, alberga a los desamparados de la sequía y les da de comer.

Los Estados Unidos ya eran una gran potencia mundial, con un consumo de energía que a fines del siglo XIX había desplazado a Alemania, y al mismo tiempo convivían con el atraso de la época. A comienzos de la era Roosevelt, que gobernó hasta 1945, nueve de cada diez hogares en el campo carecían de energía eléctrica. La fórmula, a la larga, consistió en desarrollar lo nuevo para compensar la caída de los sectores ya instalados.

Una caída más bien brusca.

Entre 1929 y 1933 quince millones de trabajadores de las acerías quedaron sin empleo.

Quienes tenían luz en las ciudades la perdieron por falta de pago.

En 1931, cuenta el historiador William Leuchtenburg, los camerunenses enviaron dólares a los Estados Unidos para paliar el hambre y 100 mil personas pidieron trabajo en la Unión Soviética.

Cuando Roosevelt asumió, la mayoría de los estados cerraron sus bancos, por prevención de mayores corridas.

Nouriel Roubini, el economista nacido en Turquía que pronosticó la crisis actual, dirige una newsletter que en los últimos cuatro meses no es precisamente el guión de una comedia.

En todo el 2008 el registro de comienzo de obra para la construcción de viviendas mostró una baja del 33 por ciento. Menos de un millón.

En el cuarto trimestre del 2008 China creció al 6,8 por ciento. En el tercero había crecido al 9 por ciento. El pronóstico de Roubini es de un 4,5 por ciento para 2009.

La actividad de las refinerías de los Estados Unidos bajó un 83 por ciento.

Pronóstico para el Producto Bruto Interno norteamericano en 2009: menos del 2,5 por ciento.

Pronóstico de recuperación: recién en el 2010, y muy tenue.

Acierte o no Roubini, los años que vienen serán duros para los Estados Unidos y para el mundo.

Mientras prueba recetas económicas, ¿cuál será la cerveza política de Obama? Nadie lo sabe todavía. ¿El escenario es catastrófico? Es duro, pero la historia no se repite. Por lo pronto, el mundo no es el de 1933. El martes asumió Obama, pero en estos días ninguna descomposición profunda elevó en ningún lugar del mundo a la cima del poder a un nuevo Adolfo Hitler. Pasó en un marzo de hace 76 años, cuando los presidentes norteamericanos aún no inauguraban su mandato el 20 de enero sino, justamente, en marzo.

Este mundo no es aquél, pero está lejos de ser un prado bucólico. Basta mirar Medio Oriente. Mirar Al Qaida. Mirar la xenofobia ante la inmigración. Observar por un momento las finanzas de Londres, la caída de la producción automotriz en España, la debacle de la Chrysler y el Citi en los Estados Unidos, el hambre que crecerá con la debacle, Toyota primer fabricante de autos por primera vez en la historia de la industria no por su florecimiento –la firma japonesa está en rojo– sino por la caída de la competencia.

Ahora que Obama citó como virtud política en su primer discurso la curiosidad, suena interesante la vuelta intelectual a Roosevelt para pensar dos cosas. Una, cómo funciona la política. Otra, cómo funciona el mercado. Roosevelt lideró la reconstrucción de los Estados Unidos sobre la base de buscar una mayor igualdad, y esa búsqueda se basó en la creación de empleos. Sólo en 1935 el Estado empleó a tres millones y medio de desocupados. Eso sí: pagaba más que la ayuda social instaurada dos años antes pero menos que el básico de la empresa privada. Los planes del New Deal, el nuevo contrato social de los ’30, debieron superar tremendos obstáculos, desde los conservadores del Congreso, aun dentro del oficialista Partido Demócrata, hasta la obstrucción de la Corte Suprema. Y Roosevelt, un pragmático que, como todo buen político en medio de una crisis sin manuales, prueba, cometió equivocaciones, como apostar primero a la deflación, que muy pronto debió corregir porque todo se hundía aún más.

La magia política de Roosevelt fue convocar intelectuales a Wa-shington, ponerlos a jugar sin darles todo el poder, conducir un gobierno sin miedo a las líneas internas, no perder nunca el norte de su propia popularidad, hacerse consciente de que –incluso para su objetivo de capitalismo con mayor bienestar– los grandes sectores financieros eran una barrera insorportable y tenaz.

Su magia, también, consistió en instalar preguntas, temas. En renovar la discusión política interrogando sobre el porqué del patrón oro o el porqué de la formación de los precios agrarios. En incorporar a la política grande a grupos nuevos como sindicatos, católicos y negros. En largar paquetes de medidas y no tener problema en retirar tres meses después las que no funcionaban. En lanzar planes de participación para una coyuntura y suspenderlos cuando la coyuntura había terminado.

Pero no hubo magia mayor, cerveza incluida, que la obsesión con el pleno empleo.

Al sur del río Potomac, en Wa-shington, Bill Clinton levantó en 1997 un memorial para recordar a Roosevelt. No es muy visitado, seguramente porque el lado sur tiene menos público que el norte o porque, quién sabe, la rooseveltmanía tal vez comience recién ahora. El miércoles a la noche, al día siguiente de la asunción de Obama, visitar el memorial parecía una locura. ¿No era mejor un bar en Georgetown que un freezer a cielo abierto?

Un amigo norteamericano –un buen amigo de la Argentina– invitó con una sabrosa cena vietnamita y sugirió la visita: “Hace como diez grados bajo cero, pero ya que te interesa tanto Roosevelt y hasta leíste sus charlas por radio al lado del fuego, tenés que verlo”.

Y agregó sin demagogia: “Yo ya lo conozco. El frío es tuyo. Te espero en el auto, que tiene calefacción”.

A las diez de la noche había unas cincuenta personas dando vueltas en medio del Memorial. Saltaban por la helada o se retorcían las manos para calentarse. Se tomaban fotos junto a la estatua que muestra a Roosevelt sentado en su silla de ruedas: había quedado paralítico en 1921 y así fue presidente, tras ganar cuatro elecciones seguidas porque todavía no existía el límite de dos mandatos. Muchos de los visitantes, con actitud de primera vez, quizá llegados al DC para el cambio de mando, daban vueltas hasta llegar a un muro largo. Allí leían en susurros una frase inscripta en bajorrelieve sobre la piedra: dice que no se puede malgastar los esfuerzos de un ser humano negándole el derecho a trabajar.

Los norteamericanos suelen hablar de los padres fundadores. Es una frase genérica en la que pueden quedar incluidos Washington, Jefferson, Madison y tal vez, casi un siglo después de aquéllos, Abraham Lincoln.

El martes último, Obama, que a todas luces no es un blanco caucásico como los 43 presidentes que lo antecedieron, juró sobre la misma Biblia de Lincoln, el hombre que ganó la guerra contra los plantadores del sur y abolió la esclavitud.

Lincoln también está de moda. Un libro muy vendido cuenta las virtudes del Lincoln escritor. No es raro: sus contemporáneos Alberdi y Sarmiento también fueron maravillosos en el uso del lenguaje para aplicarlo a la política. Otro libro relata cómo, después de ganar la Guerra Civil, Lincoln convocó a sus rivales para integrar el nuevo equipo. Se llama Team of rivals: the política genius of Abraham Lincoln (Equipo de adversarios: el genio político de Abraham Lincoln) y lo escribió Doris Kearns Goodwin.

Obama llamó a Goodwin y le dijo que le había encantado. Por supuesto la mitología ya sostiene que fue por el libro que el nuevo presidente abrió las puertas a quienes no integraban su núcleo, cuando la realidad muestra lo contrario. El republicano más prominente de la administración es Robert Gates, secretario de Defensa, más moderado que el ultraconservador vicepresidente de George W. Bush, Dick Cheney. Y la adversaria interna más llamativa es Hillary Clinton, a quien le habría gustado estar hoy en la Casa Blanca con Bill de príncipe consorte. El resto no muestra un gobierno de Bush Bis sino un mosaico demócrata en el gabinete y un equipo de confianza íntima en la Casa Blanca.

Pero lo más divertido del relato de la autora es el dilema de los historiadores con sus biografiados. “Cuando uno escribe una biografía dedica muchas horas al personaje. Se duerme pensando en él. Por suerte para mí, no estaba nada mal compartir la cama con Lincoln.”

No está claro, en el mundo de fantasías que en política siempre acompaña a la realidad, quién se irá a dormir con quién. Parece como una ensalada de sueños cruzados que tienen en cuenta a personajes que ejercieron liderazgos fuertes y, al revés de Ronald Reagan, por ejemplo, liderazgos más inclinados a una mayor igualdad que a la polarización social.

Parece coincidente, en cambio, con qué tipo de político norteamericano muy pocas personas se irían a dormir para compartir sueños de bienestar. El martes al mediodía, sobre el pasto frío que sirvió de heladera para tres o cuatro millones de pies, a pesar de botas y borceguíes con o sin piel, cientos de miles se pararon a ver las pantallas de la tele. Obama ya había jurado. Las cámaras mostraban a Obama y señora y al vice, Joe Biden, y señora, ellos de oscuro, ellas de colores, los cuatro sonrientes. Alternaban la toma con las escenas de los Bush subiendo al helicóptero rumbo a Texas. Miles aplaudieron cuando se cerró la puertita verde detrás de George W. Eran aplausos sordos, por los guantes, pero alaridos de show completaban esa banda espontánea de sonido en medio de los parques escarchados. Dos minutos después, el ruido de la pantalla fue real y el helicóptero apareció desde atrás del edificio del Congreso, pegó una vuelta e hizo mutis por el foro. Más aplausos, más alaridos y fin de la escena.

Los millones de zapatos dejaron el pasto, seguros de que ya no habría marcha atrás.

En la televisión, un cómico dijo que las palabras más importantes del día habían sido cuatro: “Ex presidente George Bush”.

Estuvo a tono con el discurso de Obama. Sólo quienes no lo leyeron, o quienes no lo escucharon, pueden deducir que tendió un puente a Bush. Lo nombró, es verdad, pero para ser libre de criticar los últimos ocho años y decir que “no importa si el Estado es grande o chico”, frase que en Washington debe ser traducida como la búsqueda de un Estado eficaz y activo.

¿Cuánto de la movilización de Washington –dos millones de personas o dos y medio, según los cálculos– representa un proceso de dinamismo articulado en los Estados Unidos? Es difícil asegurarlo. El martes no fue un día cualquiera. En Metro Center, la estación troncal del subte, la sensación de proyecto colectivo podía vivirse, literalmente, centímetro a centímetro. Policías con megáfonos recomendaban: “Keep on moving”. Sonaba rítmico: “Ki-pon-muving”. Mue-van-sé. Tan rítmico que los miles que buscaban las escaleras para cambiar de nivel lo repetían como aquí en una cancha o un recital. Al salir la gente sumó otro grito: “Yes-we-can”. Era el lema de campaña de Obama. Sí-po-démos. Y ya en la superficie una mujer grandota que sonreía como Sarah Vaughan empezó: “Yes-we-did”. Lo-hi-címos.

El desafío de los presidentes que llegan en medio de olas de crisis y expectativas de cambio es mantener la esperanza, la primavera política, y marcar determinación en el rumbo. Tal vez la limitación inicial a los salarios altos de su propio gobierno haya apuntado a señalar dureza hacia la clase alta, grandes gerentes incluidos. Paul Krugman, el último Nobel de Economía, está convencido de que Roosevelt reactivó tanto con el aumento del consumo como con la disminución de la de-sigualdad vía cambios impositivos que terminaron con las desgravaciones de los hipermillonarios y sus ejecutivos. Tal vez el cierre de Guantánamo apunte a preservar libertades individuales y a emprender una ofensiva contra Al Qaida sin exhibir un nivel tan alto de vulnerabilidad política.

Pero, ¿cuál es la magia que, incluso en medio de un frío con viento ártico como el que soplaba el martes 20, mantendrá viva la magia del ki-pon-muving?

Con Obama habrá decepciones, retrocesos, errores, torpezas. Eso es la vida. O la vida política, si ustedes quieren. Pero además de una cervecita para acompañar la vuelta de Bush a su rancho de Texas, quizá los norteamericanos más pobres, o los humanistas, y nosotros si la crisis mundial cede, podamos tomarnos un porrón. No estaría mal.

* Analista internacional. Presidente de la agencia de noticias Télam.

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Imagen: EFE
 
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