EL MUNDO › OPINION

La ley de medios y los porotos en el Congreso

 Por Mempo Giardinelli

De que la ley de servicios de comunicación audiovisual se apruebe, o no, depende en gran medida el futuro de nuestra democracia. No es exagerado decir que será una de las leyes fundamentales de esta República para los próximos años. Y después vendrá la Ley de Entidades Financieras, esa otra herencia maldita de la dictadura. Por eso hay tanta resistencia y se ha enturbiado el debate con la visión apocalíptica de quienes temen ver afectados sus intereses. Lo grave no es eso, sin embargo, sino cierta confusión que se ve en algunos sectores dizque progres que, a la hora de contarse los porotos, podrían votar divididos una vez más. Y tal como pasó con la 125, es posible que terminen alineados con los republicanos más diestros. Por ahora se los ve seguido en los programas que más atacan, desvirtúan y distorsionan el proyecto, llamándolo “Ley de Medios K”, una mentira. Lo saben los periodistas que se alinean con sus patrones con debida obediencia (vaya uno a saber qué dirían de estar desempleados o en otros conchabos) pero parece que lo ignoran los que van ahí a opinar y mayoritariamente a coincidir.

El proyecto de ley que envió el Ejecutivo no es creación K ni mucho menos. Es producto de muchos años de lucha por el derecho a la información, y es el resultado de los famosos 21 puntos que en agosto de 2004 consensuaron 300 organizaciones de la sociedad civil, organismos de derechos humanos, trabajadores de la comunicación, las dos centrales sindicales (CGT y CTA), universidades nacionales, organizaciones sociales, movimientos cooperativos y pymes de la comunicación. La ley de facto 22.285, firmada por Videla en 1980 y que todavía rige –y ampara a los monopolios–, es un mamarracho jurídico insostenible, no sólo por su origen sino por las sucesivas enmiendas de todos los presidentes desde Alfonsín en adelante, incluyendo al binomio Kirchner, y que sólo sirvieron para favorecer los intereses de empresarios amigos del poder de turno.

Los monopolios son una de las más viejas lacras argentinas. Hemos sido siempre un país que estimuló legislativamente monopolios de todo tipo, y así nos fue y así nos va. Es hora de terminarlo: las condiciones están dadas y sería una maravilla que fuera precisamente esta ley la que señale un nuevo camino. Sobre todo si se logra que su espíritu y su letra antimonopólica no se desvirtúen después.

Es urgente sancionar esta ley. Y no importa en absoluto si responde a las convicciones del Gobierno o más bien –como pienso– a haberse dado cuenta de la gran metida de pata de Néstor Kirchner en 2005, cuando les concedió otra absurda prórroga a los concesionarios y abrió el camino a la fusión de Multicanal y Cablevisión, lo que fortaleció con desmesura a los actuales monopolios y concentró peligrosamente la (des)información en todo el país. Escribí entonces que el presidente estaba criando cuervos. Y así fue. La cuestión del llamado “campo” fue la muestra cabal de ese desatino político que también se debe cargar en la mochila de los desaciertos kirchneristas. Pero no por eso debe restarse apoyo a la nueva ley. Ni debe esperarse al 10 de diciembre, porque es válida toda sospecha de posibles nuevos cajoneos.

Y es claro que también hay que reconocer que el proyecto contiene puntos oscuros, que deben perfeccionarse en bien de la democracia y la información. Por caso, poner frenos estrictos a toda posible discrecionalidad; establecer controles plurales, democráticos y efectivos; y ni se diga de la sospechosa puerta abierta a las telefónicas. Porque el tema del triple-play es por lo menos peligroso, ya que el control de la fibra óptica puede condenar a la desaparición de los pequeños prestadores, si tecnológicamente las proveedoras de señales seguirán siendo las grandes corporaciones. Será cuestión de establecer reglas de juego claras y equitativas, así como normas y organismos de la sociedad civil para vigilar atentamente el sistema. No es imposible.

Y en ese sentido está muy bien que la oposición reclame cambios, garantías y seguridades antiautoritarias. Y mucho mejor está que los sectores progresistas –de Solanas a Macaluse, de Bonasso a Basteiro o de Lozano a Morandini, por citar algunos diputados/as– le muestren los dientes al Gobierno para que afloje en todo lo oscuro y confuso y acepte retroceder en aras de la claridad y las garantías que exige el derecho a la información, que es la versión popular, digamos, de la hoy empresarial libertad de expresión que hoy defienden paladines como la señora Bullrich, por caso, o la hasta hace poco ignota diputada Giudice.

Todo eso está muy bien. Pero lo que se diría que no está bien es cuando en los programas de tele donde uno esperaría que fuesen durísimos también con quienes los invitan; algunos progresistas en realidad terminan pegando palos solamente al Gobierno, al amparo de cartelitos que rezan “Ley de Medios K”, como si ellos compartieran esa mentira. Eso hace temer por el voto de algunos legisladores que, hasta ahora y por “no quedar pegados con los K” o por “diferenciarse”, parecerían capaces de terminar alineados una vez más con lo más reaccionario del país. Pobres de nosotros si algunos de ellos/as terminan votando en contra. Porque aun con sus errores e imprecisiones (corregibles antes de la sanción, si el Gobierno no repite necedades y torpezas, por difícil que les resulte) esta nueva ley tendrá la virtud principal de su claro contenido antimonopólico. Eso es lo que la hace tan necesaria y urgente. Será el mejor instrumento para frenar cualquier intento autoritario de pensamiento único, sea de éste o de futuros gobiernos, pero también –y sobre todo– de los monopolios mediáticos privados que hoy son los verdaderos dictadores de conciencia de la Argentina. Algo ya hemos ganado los argentinos: como sociedad avanzamos muchísimo, porque discutir esto que hoy discutimos era impensable hace cinco o diez años. Pero con eso no alcanza. Si, como parece, estamos asistiendo a un final de época, sería por lo menos incongruente que a la hora de la hora falten ciertos porotos.

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