EL MUNDO

“La bala que asesinará a Saddam será del pueblo”

En Jordania viven 300.000 iraquíes que debieron exiliarse huyendo del régimen iraquí. En un bar mugriento de Ammán, cuentan sus desventuras, su melancolía y su respaldo irrestricto a la guerra declarada por George Bush.

 Por Eduardo Febbro

”Restaurante Hilton”, dice el cartel pintado sobre el muro a lo alto de una larga escalera mugrienta. Una puerta desvencijada se abre sobre un gran salón donde, sentados en círculo, un montón de hombres flacos y de mirada triste miran el canal árabe Al Jazeera. Cuando la imagen del presidente norteamericano George Bush aparece en la pantalla los hombres saltan de alegría, hacen la V de victoria y luego unen sus manos para gritar al unísono “Bush, Bush, Bush”. El Hilton es la antítesis del célebre hotel que lleva el mismo nombre. Las mesas están roídas por la suciedad y el tiempo. La sala lleva impregnada la miseria, el dolor y la melancolía de las víctimas directas de Saddam Hussein.
El Hilton es uno de los barsuchos del centro de Ammán donde se reúnen los iraquíes que no pueden ni quieren volver. El régimen del amo de Bagdad les robó la vida que tenían en Irak para arrojarlos a un exilio en el cual, la mayor parte de las veces, llevan a cuestas la memoria de los hermanos asesinados, las mujeres desaparecidas, los padres ultimados con gases y los amigos torturados y olvidados en cárceles que ni siquiera tienen nombre. En el Hilton están los artistas expulsados, los comerciantes despojados, los militares degradados, los universitarios rebajados, las identidades religiosas aplastadas a fuerza de represión, el puñado de hombres y mujeres que, entre los 300.000 iraquíes que viven en Jordania, sólo tienen una ambición: la muerte del tirano y la venganza.
Nessar, el cantante; Abdul, el escritor de cuentos para niños; Haddi, el chiíta que perdió a toda su familia durante la matanza perpetrada en 1991 por la Guardia Republicana de Saddam Hussein; Mohamed Alia Sehri el empleado que muestra dos fotos miniaturas de miembros de su familia asesinados por agentes del régimen; Fahin, el comerciante; Rachid, el chofer de taxi; Hadi Abded Shanun, el ex miembro de la aviación iraquí, todos estos hombres calculan con esperanzas el avance de la coalición anglonorteamericana en territorio iraquí. “Como opositor iraquí, cuando veo en la televisión cómo las bombas caen sobre el pueblo, mi sentimiento principal es el dolor. Toda guerra implica una destrucción espantosa”, dice el ex militar Shanun. Menos uno, al hombre le faltan todos los demás dientes. Tiene tantas ganas de hablar, de contar lo que siente, de clamar su odio contra Saddam Hussein que sus palabras salen de su boca como bocados de viento. Shanun cree en la palabra dada por Estados Unidos: “Dijeron que invadían Irak para cambiar el régimen de Saddam. Ahora avanzan en esa dirección y estoy seguro de que cumplirán y luego se irán”. Según cuenta este ex oficial de la aviación condenado a tres años de cárcel y expulsado por haber criticado a Saddam Hussein, “el ejército iraquí que está combatiendo alrededor de las ciudades atacadas por Estados Unidos se encuentra entre la espada y la pared, prisionera de dos fuegos: el primer fuego es el de los norteamericanos, el otro fuego viene de atrás, de las fuerzas especiales y de la Guardia Republicana de Saddam Hussein. Si el ejército iraquí retrocede, la Guardia Republicana y esas fuerzas dispararán contra esos hombres. Como el honor militar impide la rendición no les queda ninguna alternativa. O mueren bajo las balas norteamericanas o bajo las balas iraquíes”.
Nessar, un cantante iraquí encarcelado por “lamentar” los atentados del 11 de septiembre, asegura que el grado de resistencia de las fuerzas armadas se mide según los salarios. El hombre afirma que un militar del ejército regular “gana unos 70 u 80 dólares por mes mientras que los integrantes de la Guardia Republicana y de las fuerzas especiales cobran diez veces más”. Abdul, un escritor de cuentos para niños que clama su admiración por Gabriel García Márquez, está seguro de que “cuando losnorteamericanos se acerquen a Bagdad, Saddam Hussein es capaz de hacer cualquier locura. No me extrañaría que utilice armas de destrucción masiva para matar a su propia población en los alrededores de Bagdad con el propósito de que, frente a la historia, sean los norteamericanos quienes aparezcan como los culpables”.
Los hombres que lo escuchan apoyan sus afirmaciones, discuten entre ellos, casi se pelean para ver quién tiene primero la palabra. “Saddam Hussein es la cabeza de la serpiente, pero pronto irá a parar al basurero de la historia”, dice Jalal, otro opositor inmediatamente aplaudido por los demás. Salah, un opositor de ojos tristísimos, se pone de pie y, profético, anuncia: “La bala que matará a Saddam no será la de un norteamericano sino la de un campesino, la de un hombre salido del pueblo iraquí”. Los aplausos tapan el sonido de la televisión. Un hombre de cierta edad se pone de pie y clama: “¡Nosotros no somos opositores al régimen de Saddam Hussein. ¡Es Saddam quien se opone a su pueblo!” La tensión sube de pronto y dos sombras discretas que estaban sentadas en el fondo del restaurante se acercan con interés. Shanun guiña un ojo y, en voz baja, explica: “Son gente de los servicios secretos jordanos. Nos vigilan por las dudas. En estos días se teme que los agentes de Saddam cometan un atentado contra nosotros. No hay problema”. Las dos sombras dan una vuelta alrededor del grupo, hablan a los oídos y vuelven a su lugar.
Los hombres se quedan mudos cuando se les pregunta si, frente a las imágenes que están viendo, sus corazones piensan igual que sus cabezas. Uno de ellos, que no quiere dar su nombre, responde, en un inglés maltrecho: “Bush es bueno, Tony Blair es bueno, Chirac no es bueno. Yo estoy de acuerdo con esta coalición honesta que vino a liberar el país. Ellos nos liberarán del tirano”. En cada frase hay un mal recuerdo. Muchos de estos refugiados escaparon a las garras del régimen por milagro. Sus relatos son aterradores: torturas inconfesables, pueblos decapitados con métodos de la Edad Media. Todos esperan “que esta coalición vuelva a construir el Irak que Saddam destruyó”, dice Rachid, el chofer de taxi.
Mohamed Alia Sehri, un chiíta iraquí, cuenta cómo su padre y su abuelo fueron condenados y ejecutados por Saddam Hussein en 1987 “por razones fútiles, es decir, religiosas”. Mohamed Alia Sehri es oriundo de Nasiriya, la ciudad donde se encuentra actualmente la coalición anglonorteamericana y donde se están librando cruentos combates. Sehri les da “las gracias a Bush y a Blair por cómo están liberando Irak” y al mismo tiempo critica la “manera arbitraria con que los ingleses y los norteamericanos destruyen las ciudades iraquíes”. Alia Sehri espera un “futuro sin Saddam y sin represión” y está preparado “para regresar ahora mismo a Irak a fin de combatir junto a la coalición contra Saddam Hussein”.
Para todos estos hombres, Saddam Hussein es una pesadilla, una obsesión maligna. En sus corazones y sus miradas, George Bush, Tony Blair y José María Aznar no despiertan el encono que suscitan en quienes denuncian con justa razón la ilegalidad de la guerra. Bush, Blair y Aznar son “liberadores”. Toman las promesas de un Irak “democrático” como un proyecto sincero. Mohamed Alia Sehri se niega a aceptar que a Irak le ocurra lo mismo que Afganistán, que las promesas hechas antes de las bombas no eran más que palabras: “Bush dijo la verdad. No ha venido con su ejército por el petróleo iraquí”. Los hombres vuelven a aplaudir con énfasis. Jalal se saca el pulóver e insiste, señalando la televisión: “¡Irak será liberado por ese hombre!”
Para estos hombres que llevan en la carne las tribulaciones políticas de su país, tres demócratas occidentales “no pueden mentir” ni “exportar un modelo terrorista similar al que existe hoy en Irak”. Haddi, otro chiíta que huyó de Irak en 1991, argumenta que “si estamos con Bush y Blair es porque queremos que nuestro país sea igual al de ellos, que no haya unasesino en el poder sino un empleado al que podemos cambiar cuando sea necesario, tal como ocurre en la Casa Blanca”.
Los sueños de Abdul, el escritor, son mucho más amplios. Como casi todos los iraquíes de cierto nivel cultural, Abdul detesta la religión y los militares. Por eso espera que “la persona que ocupe el lugar de Saddam no sea ni un religioso ni un militar”. Nasser, el cantante, vuelve a acercarse a la mesa. Trae una canción entre los labios, la canción en la que piensa cada vez que recuerda su país. La letra habla de niños que sufren, que nacen sufriendo, en cuyo sufrimiento nadie repara. Se pone a cantar. La sala se queda muda. Alguien baja la televisión. Las imágenes de la guerra desfilan en la pantalla muda. Nasser cierra los ojos, modula la voz y canta. Otros hombres murmuran la canción en voz baja. Nasser abre los ojos, casi al final de la canción. La sala aplaude. Se lleva la mano al corazón y dice: “La guerra me produce un indescriptible dolor. Tengo miedo y esperanzas. Prefiero pensar únicamente en las esperanzas. Entonces el miedo se me va y siento que muy pronto voy a volver a casa”.

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“Bush, Bush, Bush”, gritan los parroquianos del restaurante Hilton cuando aparece por televisión.
 
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