EL MUNDO › OPINION

La duplicidad de un laborista cristiano

 Por Marcelo Justo

Uno puede estar en desacuerdo con George Bush –la mayoría del planeta lo está– pero al menos sus actos muestran una previsible coherencia. La intervención militar en Irak es consistente con la visión imperialista estadounidense, con su ideología de derecha republicana, con su origen tejano conservador, con sus intereses en la industria petrolera, con su fervor religioso y, si se quiere, hasta con los conflictos edípicos que tenga con papá George y su “incompleta” guerra del Golfo del ‘91. No sucede lo mismo con Tony Blair. Primer ministro de un gobierno laborista inglés que puso fin a 18 años de reinado thatcherista, líder de un partido político que promueve la justicia social y descree de las ilusiones del imperialismo, ¿cómo se ha convertido en un aliado tan incondicional del presidente estadounidense?
Como Bush, Blair es un cristiano que salió de ciertas turbulencias juveniles (en su caso integró una banda rockera de nombre estrambótico), mediante la fe y la política. En el caso de Blair –no en el de Bush– estas dos actividades se combinaron con una prodigiosa facilidad de palabra, que pronto le ganó el mote de “silver tongue” (lengua de plata). Nunca más visible esa “silver tongue” que durante la conferencia del Partido Laborista posterior al 11 de septiembre, cuando se perfilaba como inevitable el ataque estadounidense a Afganistán. Blair tenía que persuadir a un partido crítico y escéptico de la necesidad de alinearse con Estados Unidos. El primer ministro salió al podio de la conferencia y con evangélica elocuencia aseguró que, tras la extraordinaria tragedia del 11 de septiembre, se escondía una magnífica oportunidad para cambiar el mundo. A una audiencia que parecía confundirse con la humanidad, el primer ministro dijo que el cambio abarcaría el mundo, “desde los desiertos del Norte de Africa hasta las villas miseria de la Franja de Gaza”, porque, “todos ellos son nuestra causa”. Llevado por el imperativo de la hora, empujado por su “lengua de plata”, el laborista cristiano había encontrado una causa y un destino de cruzada: “Reordenar el mundo” y salvarlo del terrorismo mediante la eliminación de la pobreza y la injusticia.
¿Quién puede estar en desacuerdo con el principio de “reordenar el mundo” eliminando la pobreza y la injusticia? El problema es que la promesa provenga del primer ministro de la tercera nación exportadora de armas del planeta, que vende armas a Pakistán, Israel, Arabia Saudita y que nunca dudó en tener en su lista exclusiva de clientes a Saddam Hussein o la dictadura argentina. Los límites de la retórica laborista quedaron claros con la famosa política ética que quiso impulsar el canciller Robin Cook y que fue rápidamente enterrada en nombre de “vivir en el mundo real” para no perder los lucrativos negocios que ofrecía la dictadura indonesia de Suharto. Nada nuevo en esta duplicidad entre intereses y principios. La famosa novela de Joseph Conrad, Nostromo, publicada en 1904, describe como “típicamente anglosajona” la necesidad de ocultar los motivos materiales que rigen a los personajes con el ropaje dignificador de los principios morales. Ninguna dicotomía sintetiza mejor esos principios que la de civilización o barbarie, tan presente hoy como durante el racismo imperialista del Siglo XIX y principios del XX, que dividía los pueblos en blancos y el resto.
El eje civilización o barbarie fue siempre invocado por la figura política que más ha influido el estilo político de Tony Blair: Margaret Thatcher. El primer ministro manifestó en más de una oportunidad su admiración por la capacidad de liderazgo y la convicción de la Dama de Hierro. Blair sabe que no sólo él la admira. Los apacibles, escépticos y flemáticos británicos parecen adorar los líderes fuertes, revelando quizás así otras tendencias más oscuras del carácter nacional. En un teleconcurso reciente de la BBC, que se extendió durante dos meses, se invitó a losbritánicos a votar por el personaje más importante de su historia. A la isla no le han faltado notables contribuciones a la humanidad, pero ¿quién fue el mejor de todos? ¿Darwin, Newton, Shakespeare? No. El elegido fue un líder fuerte: Winston Churchill. Gracias a su temple –dictaminaron los televidentes– la nación sobrevivió su hora más oscura y siguió en pie.
Hoy, para Tony Blair, Estados Unidos y Gran Bretaña son la civilización de la libertad y la democracia: las dictaduras del Medio Oriente son la barbarie del terrorismo. Y ninguna más bárbara que el gobierno de Saddam Hussein. Cuando le preguntaron al primer ministro en la Cámara de los Comunes si Corea del Norte o Arabia Saudita seguirían a Irak, respondió que la comunidad internacional debería en su momento lidiar con ambos. Cuando un diputado laborista le gritó dónde se detendría, el primer ministro dijo que cuando se elimine el terrorismo internacional. Este arrogante y engreído fervor encontró en la hegemónica potencia militar de Estados Unidos un socio ideal. Nada como una guerra para demostrar capacidad de liderazgo, aumentar la proyección nacional del ex imperio británico y soñarse inscripto en la historia como el político que confrontó la amenaza mundial del terrorismo con la limpia espada de la verdad.

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