EL MUNDO

“Si nos regresan a Sudán, el régimen nos asesinará”

Un centenar de sudaneses que trabajaban en Irak y fueron expulsados cuando empezó la guerra está varado en un campo en Jordania. Página/12 estuvo en ese limbo y recogió sus testimonios.

 Por Eduardo Febbro

Página/12
en Jordania
Desde Rueished

Cualquiera diría que se trata de un campo de concentración de lujo. Las carpas están dispuestas en orden y tienen todo lo necesario para enfrentar el desierto y el viento, que es la única compañía de los “refugiados” que huyeron de Irak hacia Jordania. De los dos campos instalados por las organizaciones humanitarias en la frontera jordano-iraquí en previsión de un éxodo masivo que nunca se produjo, uno de ellos está totalmente vacío. En el que debía servir para acoger a los iraquíes no duerme nadie. En el otro, el destinado a los “extranjeros” residentes en Irak, varios centenares de sudaneses y hombres y mujeres de otras nacionalidades esperan que pase la tormenta desatada por George Bush.
El trato es hostil, prácticamente militar. La prensa tiene prohibido acercarse más allá de una línea formada por una suerte de soga invisible y hasta se les prohíbe hablar con los “refugiados”. Cuando éstos lo hacen, un servicio de seguridad por demás agresivo se arroja literalmente sobre los refugiados para saber qué dijeron. No hay nada secreto ni ilegal. Sin embargo el miedo de quienes administran o cuidan el campo es molesto. Las medidas de seguridad son extremas, como si en vez de inmigrados inmovilizados entre la desesperanza y la nada se tratara de criminales de guerra o de militares capaces de revelar secretos trascendentes.
Una periodista que no vio la soga más allá de la cual no se podía avanzar recibió una advertencia incomprensible en el contexto en que se produjo el incidente: “¡Cuidado, no pase la línea que la pueden violar o agredir!”, dijo el guardia. Su intervención traduce mal la naturaleza de quienes, desde hace dos semanas, viven en esos campos humanitarios que una parte de Occidente monta para sanear las heridas que la otra parte provoca. Los trabajadores sudaneses, filipinos o yemenitas que residían en Irak nada tienen de violadores o agresivos. Trabajaban en Irak como empleados, vendedores, informáticos, ingenieros o técnicos y hoy, por culpa de la guerra, están literalmente encerrados en ese desierto de arena y piedras negras donde se juega un drama insospechado. El centenar de sudaneses que reside en el campo destinado a los extranjeros son hombres y mujeres sin tierra, sin patria y sin rumbo. La guerra los arrancó de sus casas para arrojarlos a una ruta inhóspita que los condujo a un camino sin salida. Esos desplazados no pueden ir ni hacia atrás, ni hacia adelante. Las operaciones militares en Irak, donde muchos vivían desde hace décadas, no les permiten volver. Las disposiciones impuestas por Jordania no los autorizan a entrar en el territorio. Además, por razones políticas, muchos ni siquiera pueden volver a su país de origen. Entonces están ahí, sin derechos, como nadas a las que se asiste como “víctimas de una guerra” y a las que, al mismo tiempo, se las aísla.
A escondidas de los guardias siempre al acecho, uno de ellos cuenta que pasó “nueve horas para atravesar la frontera porque no tenía visa de Jordania”. Otro explica que salió porque el gobierno de Saddam Hussein “pidió a los extranjeros que residían en Bagdad que abandonáramos la ciudad”. Pese a las restricciones impuestas, los refugiados aceptan hablar. Un ingeniero informático que habla un perfecto francés dice: “Tenemos miedo de que nos obliguen a regresar. ¡Por favor, haga algo, no queremos volver a Sudán porque si lo hacemos nos matan!”. Una mujer, desesperada, implora: “No exigimos nada. Estamos dispuestos a ir a cualquier país, incluso a Israel si hace falta. No me importa adónde vaya, lo esencial es que el país que me reciba me dé derecho de residencia”.
La misma mujer cuenta, más calma: “No podemos entrar a Jordania, ni tampoco ir a Sudán. Somos oriundos del sur de Sudán. Hace 20 años que salí de mi país y ni siquiera sé si mis padres están vivos, si se mudaron y en qué región viven en la actualidad”. Un hombre de 40 años que trabajaba en una agencia de turismo en Bagdad antes que en 1991 la primera Guerra del Golfo lo dejara en la calle se acerca para hacer un llamado. Habla un perfecto inglés: “Llamo a la humanidad a mirar nuestro caso. ¡Por favor, no nos abandonen! Hemos sufrido mucho. Vivimos en un estado de miedo. Tenemos miedo de nuestro futuro. Nuestra vida no tiene mañana. No sabemos qué harán de nosotros. Si nos envían a Sudán, el régimen nos asesinará. Espero que haya alguien en la humanidad que se interese por nuestro caso”. El grupo de sudaneses, entre 200 y 300, se divide en dos. Están los inmigrados pobres, carentes de todo recurso, y los que vivían en Irak con el estatuto de refugiados políticos. Uno de ellos clama: “En este punto, mi vida no tiene futuro. Si me obligan a regresar a Sudán me esperan la cárcel y la muerte”.
La guerra en Irak los convirtió en actores de un drama en el que nunca pensaron. Habían escapado de uno y la crisis iraquí los encerró en otro. Desde hace dos semanas son objeto de muchos cuidados. Como son los únicos que llegaron a la frontera jordana se los expone a la prensa como tesoros que hay que observar de lejos. No les falta nada, a no ser lo esencial, una perspectiva. Los niños juegan en carpas dotadas de mesas y juegos dignos de Occidente. Sus dibujos muestran la cara del inconsciente. Soldados en armas, un tanque con la bandera iraquí y, en el cielo, un avión arrojando bombas.

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Dos de los sudaneses desesperados entre una Jordania que no los quiere y un Sudán peligroso.
“Estamos dispuestos a ir a cualquier país, incluso a Israel si hace falta”, dice una de las mujeres.
 
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