EL MUNDO › COMO SE DERRUMBO EL HOMBRE QUE DIO VUELTA A VENEZUELA

Auge y caída del “comandante loco”

Por Juan Jesús Aznárez

La presión popular y periodística, activamente secundada por los empresarios y los sindicatos de trabajadores, y el sangriento desenlace de la tarde del jueves, sublevaron finalmente a los cuarteles, y derrumbaron la presidencia de Hugo Chávez. Su empeño en implantar la justicia social en Venezuela ignorando a su mitad más influyente, o aplicando el estilo del sindicalista mexicano que escuchaba propuestas pistola en mano, labró la ruina de una administración incapaz de conciliar políticas. Durante sus tres años y tres meses de turbulenta vigencia, la revolución bolivariana combinó mesianismo, militarismo, autoritarismo, populismo, izquierdismo, y un rumbo económico errático que en algunos aspectos siguió la ortodoxia del FMI, pero cerró espacios a la iniciativa privada. En política exterior se alejó de EE.UU. se acercó ideológicamente a Cuba y a las guerrillas colombianas. Cosas del destino, la rebelión cívico-castrense, el hartazgo, triunfaron diez años después del fallido cuartelazo del 4 de febrero de 1992, encabezado por el teniente coronel Hugo Chávez, contra el socialdemócrata Carlos Andrés Pérez (1989-93), a quien acusó de simbolizar la corrupta democracia bipartidista imperante durante cuatro decenios.
“Esto es el resultado de la siembra del odio en Venezuela –lamentó el converso Luis Miquilena, viejo comunista, que fue uno de los mentores políticos de Chávez durante un decenio, y durante tres años, su ministro de Interior y Justicia–. Hice hasta lo imposible por demostrar que la democracia no es una gallera, no es la confrontación por la confrontación misma”. Chávez, de 47 años, ganó por amplio margen las elecciones de diciembre de 1998 arremetiendo contra los partidos tradicionales y la corrupción. Casado en segundas nupcias, con cuatro hijos, fanático de las citas, desde Neruda a Rousseau, asumió la presidencia el 2 de enero de 1999, y Venezuela quedó dividida en dos: en buenos y malos, en bolivarianos y oligarcas, en patriotas y traidores. La jerarquía católica, y toda disidencia, fue colocada en el segundo bando. La reelección llegó en julio del 2000 después de haberse redactado una nueva Constitución, que sumó a los tres poderes clásicos del Estado, dos nuevos, el Electoral y el Moral, a la medida de la revolución. Pero al no lograr ésta el bienestar prometido, acabar con la delincuencia, crear empleos, y reducir el 80 por ciento de pobreza, su popularidad cayó en picado entre los pobres, su principal base electoral. La reciente aprobación de un programa de ajuste, que devaluó la moneda, y causó una mayor carestía, defraudó a su gente, y el discurso revolucionario del comandante, a sus ojos, perdió coherencia.
Con numerosos frentes abiertos, la promulgación de un paquete de 49 leyes, en virtud de los poderes que le otorgó la Asamblea Nacional, enfureció a los empresarios. La pinza fue cerrándose. La Ley de Tierras, especialmente protestada, ordenó en noviembre de 2001 la expropiación de latifundios, la entrega de tierras a campesinos en usufructo, y fijó un plan de cultivos de obligado cumplimiento. El 10 de diciembre, la patronal paralizaba el país, y semanas antes había fracasado la intentona gubernamental para ganar las elecciones sindicales.
La coalición opositora crece. El 23 de enero, cerca de 200.000 personas pedían la renuncia de Chávez, y el 7 de febrero comienza el goteo de militares en activo que exigen la salida del presidente. Para entonces, los cacerolazos ya sacaban de quicio al jefe de Estado porque eran constantes, y, en ocasiones, interrumpían sus parlamentos en público. “La oligarquía no toca cacerolas sino que las reproduce en un equipo de sonido, las coloca en una ventana y se sienta a tomar whisky del bueno”. Paralelamente, los grupos de choque de Freddy Bernal, alcalde del municipio Libertador, repartían leña a su paso.
El derrocamiento del comandante a través de la Asamblea Nacional era imposible, ya que estaba controlada por el oficialismo. Entonces se lointentó en las calles. La permanente algarabía, las manifestaciones, las huelgas generales, el acelerado deterioro de la imagen nacional en el exterior, su progresivo aislamiento, y, finalmente, los muertos, acabaron por agotar la paciencia de la cúpula militar. Las grabaciones sobre complicidades y reuniones entre jerarcas de la revolución bolivariana y las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) habían hecho mella en los cuarteles. Algunos analistas decían que Chávez moriría matando. Se equivocaron. Rindió las armas hace diez años cuando fracasó su asonada, y lo hizo ahora, abrumado por la sangre vertida y la envergadura del alud opositor. “¡Cobarde!, cobarde!”, le gritaban la noche del jueves.
Chávez comenzó a ser calificado de loco desde que dirigiera una sentida carta de solidaridad al terrorista Carlos Illich Ramírez, El Chacal, encarcelado en Francia. El partido Acción Nacional (AD), socialdemócrata, aprovechó el asombro causado por la carta al preso y acumuló imputaciones en un documento redactado por psiquiatras que le imputó demencia. “Este loquito logró seis fulgurantes victorias electorales”, respondía Chávez. Los japoneses alucinaban cuando palmoteó a su emperador, un dios viviente hasta ser convertido en carne mortal por las dos bombas atómicas lanzados por Estados Unidos sobre Hiroshima y Nagasaki en la II Guerra Mundial. En España, estampó un beso a la reina Doña Sofía sin previo aviso. No pocos, sin embargo, celebraban sus campechanas ocurrencias. El 14 de febrero de 2000, día de los enamorados, comunicó a su esposa: “Prepárate Marisabel que esta noche te toca lo tuyo”.
El líder que había rechazado el “neoliberalismo salvaje”, y el comunismo, “por inviable”, y piropeaba la “Tercera Vía” propugnada por Tony Blair, y entraba en frecuentes contradicciones, recibió lo suyo el anochecer el jueves: un montón de muertos imposible de digerir. El aborrecimiento en su contra agrupó a la Federación de Cámaras de Venezuela (Fedecámaras), a la patronal, a los gerentes de la estatal Petróleos de Venezuela (PDVSA), a los fragmentados partidos de oposición, a la Confederación de Trabajadores, al grueso de los medios de comunicación, la Iglesia, militares alzados, los profesionales, la clase media y alta en bloque, y también a sectores populares que renegaron de un comandante que predicó sin producir resultados.
Ese frente nacional apostó al paro indefinido, y ganó. Uno de los factores del éxito fue la suma a la huelga de los gerentes de PDVSA, que habían comenzado una el 4 de abril, en protesta por la nueva directiva impuesta por el gobierno, el despido o jubilación de 19 ejecutivos. La carta debajo de la manga fue la petrolera, una de las diez empresas más grandes el mundo. “Fue lo que faltaba para este proceso desestabilizador’, adivinó su presidente, Gastón Parra. El atraso de la salida de cargueros del complejo de Paraguaná, que integra las refinerías Amuay y Cardón, el mayor del mundo, amenazaba con el suministro interno y externo. Las fábricas trabajaban a un 30 o 40 por ciento de su capacidad.
La inestabilidad de Venezuela terminó afectando intereses estratégicos. El país del Orinoco es el tercer proveedor de petróleo de Estados Unidos, y cuarto exportador mundial, y el frenazo de los suministros afectó al bombeo y almacenes de un mercado ya conmocionado por el embargo decretado por Irak para protestar por la ofensiva israelí en los territorios palestinos. Venezuela, único socio latinoamericano de la Organización de Países Exportadores de Petróleo (OPEP), produce 2,43 millones de barriles diarios. La compañía cuenta con 30.000 empleados, miles de gasolineras en Estados Unidos, y aportó al fisco 26.000 millones de dólares. La politización de su funcionamiento, subordinándose los criterios comerciales, y el olvido de la tradicional meritocracia en los ascensos, soliviantó a los gerentes. Sin demasiado esfuerzo, hubieran podido llegar a bloquear la nación de 24 millones de habitantes. Las cadenas de televisión eran obligadas a transmitir en cadena las frecuentes alocuciones presidenciales, y ese encadenamiento causaba abundante bilis, y acrecentaba el malhumor social. “¡Fuera, fuera, saquen al loco!”, protestaban los parroquianos de los bares o las amas de casa cuando la retransmisión de un partido de fútbol, o de béisbol, o una telenovela eran interrumpidos por los discursos oficiales. Los ataques del presidente a los empresarios de prensa fueron descarnados: “Que se metan los periódicos por el bolsillo”.
La corrupción, lejos de ser erradicada, revistió nuevas formas. Fue practicada impunemente por los generales que administraron los fondos de Plan Bolívar 2000, un programa que comprometió a las fuerzas armadas en la construcción de carreteras, infraestructura, y obras de asistencia social. La agitación laboral fue otro determinante. “Se va a agudizar la lucha de calles, porque hay 1000 contratos colectivos que se van a negociar; la devaluación encareció el costo de la vida en un 30 por ciento y no se contemplan aumentos salariales”, había anticipado el alcalde de Caracas, Alfredo Peña. La afluencia de problemas fue sepultando al fundador, en 1982, del Movimiento Revolucionario Bolivariano (MRB), abruptamente desalojado del Palacio de Miraflores porque no calibró el alcance de la aversión causada por él en una sociedad que exigía ser tenida en cuenta en el objetivo común de construir una sociedad más justa, libre y próspera.

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Hugo Chávez y el general Lucas Rincón.
 
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