EL MUNDO › OPINION

Irán o no Irán

 Por Claudio Uriarte

Provisoriamente, y hasta que se conozcan los resultados –de los cuales la tasa de participación no es el menos importante–, la clave de lo que ocurra en los comicios de hoy en Irak vacila en una dicotomía: saber si será una victoria o un retroceso de Irán, cuyos hermanos chiítas serán los herederos del trono de Saddam Hussein. Puede ser un avance, en la medida en que la naciente república chiíta de Irak se vea ideológicamente infectada del tipo de radicalismo teológico y retrógrado que informa a los cuadros superiores –e inamovibles– de la vecina república islámica. O puede ser un retroceso, si las segundas elecciones democráticas del mundo árabe –las primeras fueron las palestinas, el 9 de enero último– ayudan a catalizar en Irán, que después de todo elige más o menos libremente a su Parlamento (Majlis), una revuelta generacional que expulse del poder –probablemente no sin sangre– a la jerarquía religiosa que domina las fuerzas armadas y de seguridad, la justicia y la política exterior.
En un caso, la invasión de George W. habrá sido un espectacular tiro por la culata, ya que expandirá enormemente el radio de influencia de un Estado asociado al terrorismo que está a tres años de hacerse de armamentos nucleares; en el segundo, un éxito no menos espectacular, ya que cumplirá el objetivo de desestabilizar al señalado enemigo estratégico número uno de Washington sin necesidad de invadir el país ni de bombardear quirúrgicamente sus instalaciones nucleares –aunque posiblemente esta última opción esté en marcha de cualquier manera–. En cualquier caso, las repercusiones van más allá de los dos países: en Líbano y en el emirato de Bahrein los chiítas son mayoría, en Siria la minoría gobernante alawita es una derivación de este credo del Islam, y en Arabia Saudita y en Kuwait –que albergan, como Irak, algunas de las reservas petroleras más grandes del mundo– los chiítas son vistos con desconfianza y regidos represivamente por las respectivas casas reales. Por eso, no es de extrañar que las elecciones iraquíes de hoy sean vistas con aprensión y nerviosismo por la colección de reyes y emires que presiden sobre la mayor parte de Medio Oriente. Y por lo mismo, resulta casi temerario el optimismo con el cual se ha lanzado al proceso una administración tan repleta de intereses petroleros como la de Bush, que puede encontrarse con que su apuesta a los chiítas tenga un resultado semejante a su desastrosa disolución del ejército de Saddam Hussein, que al echar a los sunnitas del juego de poder los condenó a una resistencia inflexible.

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