EL MUNDO › OPINION

El mejor resultado posible

 Por Luis Bruschtein

Haití es el segundo país más pobre del mundo. Y probablemente sea donde más han intervenido los sucesivos gobiernos de los Estados Unidos, desde los primeros independentistas hasta los demócratas más liberales como Woodrow Wilson, y los republicanos más conservadores, como Ronald Reagan. Invadieron, pusieron dictaduras como la del Papa Doc y condicionaron y exprimieron su economía. Es una de las regiones de América latina donde la intervención norteamericana ha sido más obvia y permanente. Y el resultado ha sido el mayor desastre de América latina: inestabilidad política, una economía devastada, más del 80 por ciento de la población en la pobreza, catástrofe ambiental y una mortandad pavorosa por el sida. La responsabilidad histórica de Estados Unidos y de Francia sobre esta realidad es vergonzosa. No le dieron una sola oportunidad para levantar cabeza.

La independencia haitiana de Francia, en 1804, fue la primera en América en seguir el camino abierto por la independencia norteamericana. Pero gran parte de los independentistas norteamericanos eran esclavistas, en tanto que los independentistas haitianos eran esclavos sublevados. Estados Unidos tenía que apoyar la independencia, porque además alejaba a Francia de sus fronteras, pero no podía dejar que cundiera el ejemplo de los esclavos sublevados. Entonces llegó a un acuerdo con Francia: los haitianos serían independientes, pero deberían pagar a Francia por su independencia. O sea, fue un país que nació con una pesada deuda externa y su destino independiente fue pagarla a costa de su miseria. A partir de allí, Estados Unidos y Francia monitorearon sus gobiernos y su economía. El resultado está a la vista.

Tras la caída de Bertrand Aristide, con la saga patética de golpes de Estado, presiones económicas feroces y puestas en escena con mercenarios “luchadores de la libertad”, Haití estaba hundida en el caos, en gran medida por responsabilidad de los gobiernos norteamericanos. Cualquier intervención de Washington hubiera provocado una masacre. Estados Unidos y Francia, que habían sido responsables del desastre, no tenían ninguna legitimidad para intervenir.

La decisión de formar una fuerza latinoamericana –la Minustah– que interviniera para impedir la masacre fue muy arriesgada. Por un lado, Aristide había perdido popularidad por las políticas que le habían impuesto el FMI y Washington. No había una fuerza política en condiciones de retomar el gobierno. Sólo estaban los mercenarios y las bandas armadas de la derecha. Por otro lado, cualquier intervención sería criticada por los sectores populares, que ya tenían experiencia sobre estas situaciones. Y además era impredecible la actitud norteamericana con relación a los resultados de los potenciales comicios que debía administrar esa fuerza latinoamericana de intervención. Había un gran porcentaje de posibilidades de que los gobiernos latinoamericanos que se involucraron en la Minustah, entre ellos el de la Argentina, terminaran embarrados en una maniobra de Estados Unidos y Francia.

El triunfo de René Preval por amplio margen en las elecciones fue el mejor resultado para empezar a desanudar el embrollo haitiano. En medio del caos y después de una dura derrota, los sectores populares pudieron generar una opción de gobierno clara ante la población y, en cambio, los candidatos de Washington no sacaron más del 10 por ciento de los votos. Este resultado hace más difícil cualquier intento de manipulación y amenaza golpista o desestabilizadora. Las fuerzas de la Minustah se salvaron del papelón en el que podrían haber quedado envueltas y deberán ponerse a las órdenes del presidente electo.

El futuro todavía es más difícil porque la economía está en bancarrota y la situación social es calamitosa. Los gobiernos latinoamericanos que participaron en la Minustah como una actitud solidaria, deberían demostrar ahora esa misma solidaridad en la reconstrucción de un país cuya situación es un insulto a la dignidad humana.

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