EL MUNDO › AUTOGOBIERNO EN ORANIA

Paraíso racista

 Por Gustavo Veiga

El racismo en su estado de Nirvana, circunscripto a un emprendimiento privado, existe con sus propias reglas en el poblado de Orania, cuyo nombre deriva del río Orange que lo atraviesa, al oeste de Sudáfrica. Carel Boshoff, un profesor de teología de la Universidad de Pretoria, fue el padre de esta idea que nació en simultáneo con la caída del apartheid. En abril de este año, poco antes de las elecciones presidenciales que ratificaron por abrumadora mayoría al ANC con Jacob Zuma como cuarto presidente de la Sudáfrica multirracial, el diario El Mundo de España entrevistó al fundador de esta pequeña localidad.

“Somos dos pueblos distintos. Además, en la situación actual es muy difícil que perviva la comunidad afrikáner, ya que somos una clara minoría. Sólo separados podemos mantener nuestra cultura, nuestra lengua y nuestras tradiciones”, le dijo Boshoff a la periodista Carmen Moreno. Orania es una especie de bantustán al revés, aunque por la propia autodeterminación de los afrikáners que le dieron vida en una zona desértica, donde debieron hacer los necesarios estudios geológicos y de pluviometría para determinar la viabilidad del proyecto. Allí formaron una especie de autogobierno.

En Internet puede leerse –si se sabe afrikáner– la página de esta comunidad cerrada y racista. Por sus fotografías, parece la web de la familia Ingalls. Todos parecen pacíficos campesinos blancos y mujeres rubias que comparten con ellos su fe calvinista y que lucen remeras anaranjadas como las que identifican a la selección holandesa. En un par de DVD se los observa en tareas agrícolas, comerciales o de esparcimiento en el río o en sus amplias casonas de campo.

La creación de Orania se vio facilitada por el anuncio en un pequeño periódico donde se solicitaba comprador para el pueblo. Había sido levantado en la década del ’80 para los profesionales de la empresa de aguas y obreros mestizos que construían una represa sobre el río Orange. En enero de 1990 la obra se terminó, los técnicos blancos abandonaron el lugar y sólo quedaron los trabajadores que habían hecho la tarea más pesada.

Como estos últimos no quisieron retirarse, los empujaron a ello los nuevos propietarios del pueblo. El gobierno del ANC no intervino y los mestizos tuvieron que hacer sus petates. Los testimonios de sus habitantes ratifican por qué hicieron la limpieza étnica, incluso después de que el apartheid se había transformado en letra muerta: “No nos gustan los negros. Roban y matan...”, explicó una mujer que se mudó desde Johannesburgo a mediados de los ’90.

Orania está dividida en dos. Una zona residencial y otra de libre tránsito o libre comercio. A la primera no pueden ingresar ni los negros ni mestizos. En la segunda está autorizada su presencia, pero siempre que sea de paso. Conductores de camiones a quienes los delata el color de la piel pueden hacer una pausa, beber una cerveza en los comercios que están sobre la ruta y luego, tácitamente, seguir su camino. Es como una ley no escrita que todos acatan. Atrás dejan la estatua de bronce levantada en honor del hombre que ideó el apartheid, Hendrik Verwoerd, y que es orgullo del pueblo.

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