EL MUNDO › OPINION

La gran puerta de Kiev

Por Claudio Uriarte

Un déjà vu interpretativo impregnó todas las lecturas que se hicieron de la crisis política en Ucrania desde que se inició, hace siete días. ¿Sería como la Revolución de Terciopelo en la ex Checoslovaquia en 1989, cuando la persistente pero pacífica ocupación de las calles por las multitudes terminó por provocar el derrumbe del régimen comunista sin una sola gota de sangre? ¿O sería como el contemporáneo destronamiento de Nicolae Ceaucescu en Rumania, que se saldó con cientos de muertos gracias a la acción de la policía secreta y las fuerzas antidisturbios? ¿Se parecería a los levantamientos de Serbia en 2000 y de Georgia en 2003, que concluyeron pacíficamente, “a la checoslovaca”, con una asombrosa evaporación de la policía secreta? ¿O se saldaría con una sangrienta reimposición del orden, como la ocurrida en China con la masacre de la Plaza Tienanmen?
En realidad, todas estas especulaciones eran herederas de una de las dos supersticiones más vulgares de la perspectiva historiográfica: la de que todas las épocas son iguales (la otra es que todas las épocas son distintas). Porque lo más importante de lo que está ocurriendo en Ucrania, más allá del desenlace exacto de la tensión política, es nada menos que la triunfante culminación de la conquista por Estados Unidos de la coraza de repúblicas que constituían las fronteras defensivas y a la vez las líneas de avanzada de la desaparecida Unión Soviética y de su núcleo, la actual Rusia. Ucrania, pese a los 14 años de gobierno prorruso del saliente presidente Leonid Kuchma, ya es un contribuyente decisivo a la invasión norteamericana de Irak, donde tiene desplegados a 1600 hombres. A partir de los atentados del 11 de septiembre, el Pentágono de Donald Rumsfeld constituyó acuerdos de vanguardia y retaguardia con otras cuatro ex repúblicas de la URSS: Uzbekistán, Tajikistán, Kirgistán y Turkmenistán. Y aun antes de eso, la OTAN había abierto sus puertas a ocho países del antiguo Pacto de Varsovia: Polonia, República Checa, Hungría, Lituania, Letonia, Estonia, Bulgaria y Rumania. El mapa del antiguo bloque soviético está cada vez más sembrado de banderillas con las barras y estrellas, resistidas solamente por la enseña tricolor de la época zarista (léase, Vladimir Putin) y su lumpenesco aliado Alexandr Lukashenko, la parodia de Stalin que gobierna Belarús.
En síntesis, Rusia tiene razones para estar preocupada, como lo demostró en estos siete días Putin con su encerrada negativa a admitir el fraude de los comicios ucranianos. Con Ucrania, Rusia pierde la sujeción de lo que fuera la línea de alimentación agro-ganadera de una economía con cosechas crónicamente deficitarias, así como el puerto de salida de uno de los puntos más estratégicos de su antigua Flota Roja, la Península de Crimea. Pero cabe preguntarse por qué parece estar permitiéndolo, según puede adivinarse tras la resolución no vinculante de ayer por el Parlamento ucraniano, invalidando los comicios, que seguramente llevará a que mañana la Suprema Corte pavimente el camino a una repetición de las elecciones bajo auspicio y según el diseño de Estados Unidos y la OTAN. Putin ha mostrado implacabilidad en su propio territorio, al resistir sangrientamente al separatismo checheno. Y Ucrania, como todos los países del Este, es una nación donde la ultima ratio del poder de Estado descansa sobre las fuerzas de seguridad y las fuerzas especiales.
Una parte del motivo es que Rusia se encuentra demasiado débil. En esto la crisis de Ucrania sí se parece a algo, que fue la caída del Muro de Berlín en 1989. Rusia hoy no puede (como no pudo con Alemania del este en 1989) mandar sus tanques a reprimir la insurrección como lo hizo en Hungría en 1956 o frente a la Primavera de Praga en 1968. Pero esta debilidad de sus fuerzas ofensivas se encuentra espejada por una debilidad simétrica de sus aliados in situ. Ucrania, pese a haber estado firmemente amarrada a la hegemonía rusa, es un país de 48 millones de habitantes donde sólo el 10 por ciento son rusos étnicos. Esta población, que se concentra en Crimea y en las regiones orientales del país, no hegemoniza los cuadros subalternos de la policía y del ejército, que son de ascendencia ucraniana.Significativamente, los primeros pronunciamientos públicos en contra del fraude electoral vinieron de dos cuadros medios del ejército: un teniente coronel y un mayor. En otras palabras: la cabeza –el generalato– se quedó sin cuerpo.
A través de la gran puerta de Kiev, Occidente entra de lleno en el tesoro de guerra de la ex URSS. Y la única pregunta es si esta occidentalización no llevará a la secesión de las zonas rusas del país –y al consiguiente peligro del establecimiento de una nueva, delgada línea roja de fricción y terrorismo–.

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