EL PAíS › OPINIóN

Un tipo dulcemente perdulario

 Por Martín Granovsky

En medio de tanta discusión celestial sobre y desde “los” medios y “los” periodistas, hablar de un periodista como Jorge Ezequiel Sánchez pone el debate en el mundo de los mortales. Y, dolorosamente, de manera literal: “El Negro” Jorge Sánchez se murió el sábado a los 65. Descreo de esa tradición que hace buenos a los que no están más, pero el Negro era de verdad un personaje maravilloso.

Lo conocí hace treinta años, en una revista semanal, cuando fue uno de mis primeros jefes. Escribía a máquina con un solo dedo, el índice derecho, y se ayudaba pegándole al espaciador con el pulgar izquierdo. “Igual que García Márquez”, decía. Lo cierto es que el desgraciado era endiabladamente veloz. Pensaba rápido, y además siempre pensaba en forma de historias con muchos datos que iba tirando con elegancia y un humor ácido pero nunca resentido. El mismo practicaba algo que supo transmitir a los demás: escribía de cualquier cosa pero siempre sabía, antes, de qué escribiría. Si entrevistaba, las introducciones eran una delicia, y también los relatos entre pregunta y pregunta. Si le tocaba escribir una nota sobre, digamos, el divorcio de Carolina de Mónaco y Philippe Junot, porque de algo había que vivir, el relato de cómo se peleaban hasta por las cucharitas de plata era una pintura divertidísima de la realeza en decadencia.

El Negro no era un héroe ni se sentía un héroe. No pensaba que los periodistas salvarían al mundo. En realidad, no creía en nadie providencial salvando a nadie. Sin embargo, era un escéptico de la cabeza, no del corazón. Impulsó a esa redacción de los ’80 a estirar los bordes y, por ejemplo, produjo la mejor cobertura sobre el Premio Nobel de la Paz a Adolfo Pérez Esquivel, una noticia casi silenciada en aquel momento. Esa etapa de la revista duró hasta julio de 1981, cuando la redacción abrazó la loca idea de adherir a un paro de la CGT-Brasil, el ala sindical que estaba contra la dictadura. El dueño y el hijo del dueño, que era a la vez director, recibieron un aviso caballeresco: la huelga no sería contra ellos, a tal punto que los cierres quedarían ordenados para no perjudicar la salida de ninguna revista. El paro fue un éxito, claro que sólo en la editorial y en una filial del Sindicato de Mecánicos. Un delirio político, en todo caso, y por eso fue tan sorprendente la respuesta: al día siguiente, veinte telegramas de despido invocando la violación de la Ley de Seguridad 20.840. El Negro estaba entre los despedidos. En esta historia no hay nombres y apellidos por respeto al Negro. Siempre fue un hombre digno pero nunca buscó el papel de héroe en medio de la masacre argentina. La estupidez, el miedo, la voluntad o la obligación punitiva de los dueños –así también se construye la famosa banalidad del mal– quiso ser ejemplar también con los jefes. Como corría 1981, el riesgo mayor ya no era la desaparición. Pero la Secretaría de Información Pública del gobierno militar concentró los nombres, los tildó de subversivos y eso dificultaba encontrar un trabajo fijo. En el caso del Negro, el problema era mayor. Ya tenía 36 años y cuatro pibes, entonces chiquitos, todos con su camiseta de Racing aunque pasearan por Villa Luro, un barrio de Vélez. “¿Sabés lo que son cuatro comiendo queso?”, se reía Jorge. “Te dicen ‘papi, cortame un cachito’ y se te va una fortuna.”

Esa casa chorizo que Jorge iba reciclando de a poco, durante años, con Mora, fue uno de los lugares de Buenos Aires donde más periodistas narraron historias, vieron el amanecer después de una noche larga, cantaron varias veces “En esta casa no hay vino...”, se lamieron heridas y compartieron algunas dosis de felicidad. Y, sobre todo, disfrutaron de ese turro tan universal que podía recitar a Gagliardi y tres minutos después poner Sinatra para bailar “New York, New York” a oscuras alumbrado sólo por linternas, o largar una frase sin nombrar a nadie pero sabiendo siempre quién saltaría a discutirle para armar un zafarrancho de los buenos. Digamos que el Negro Sánchez no era precisamente un peronista, pero me cuesta decirle gorila: él jamás hubiera afirmado que la plata de la asignación universal por hijo termina en la droga o el juego. De antipopular, nada. Más bien un laburante que, estuviera donde estuviese en la pirámide de una redacción, siempre terminaba ubicado en el lugar más decente posible, hacia adentro de una empresa y hacia los lectores.

No se la creía. “Yo puedo estar acá o arreglando el limonero”, decía, y las dos cosas eran verdad. Pero no era cínico. Amaba su trabajo, trabajaba él mismo como un perro, transmitía los trucos del oficio con generosidad, era autoexigente y exigente, formaba equipos y creía en ellos.

Lástima que en los últimos años publicara poco, porque llegó a tener uno de los manejos del castellano más exquisitos del periodismo argentino. Su pasión eran los retratos. Los escribía sólo si antes había podido reunir una cantidad apabullante de datos. Así podía regar las notas con detalles curiosos y pintar personajes como un orfebre hasta alcanzar la calidad de biografías en miniatura. Un día de éstos habrá que juntar esos perfiles en un libro. El domingo, mientras ya extrañaba los abrazos del Negro, encontré un retrato del Cuchi Leguizamón que publicó en Clarín cuando el Cuchi se murió, en el 2000. Lo pueden leer en http://www.sohns-musica.com.ar /cuchi.html. Vale la pena. Sólo Jorge podía describir a una persona como “defensor de pobres por sentimiento” y un tipo “irónico y dulcemente perdulario que reía con sus propias mentiras y sobresaltaba con sus risotadas”. No me asombra la escritura. La de Jorge siempre tenía magia. Me impresiona descubrir cómo el Negro, sin saberlo, se definió tan bien a sí mismo.

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