EL PAíS › OPINION

Monarca en el reino de los débiles

 Por Raúl Dellatorre

Roberto Lavagna pasa por un momento de fortaleza política que sorprende, por tratarse de un ministro de un gobierno sumamente débil. Lo particular del momento es que su fortaleza nace, más de que sus propios méritos, de la debilidad de quienes lo rodean o enfrentan: el FMI y los organismos internacionales en general, el resto del Gobierno incluido el partido oficialista y hasta la oposición, que ni siquiera acierta en la oportunidad de castigarlo. Puesto a medir fuerzas en la negociación con el Fondo, el ministro de Economía se encontró con otro plus a su favor: la absoluta falta de percepción del FMI sobre la realidad política argentina, que hace que hasta cuando intenta perjudicar al Gobierno y a su ministro, termina beneficiándolo con sus acciones.
Quienes lo conocen íntimamente comentaban a fines de abril, cuando Lavagna aceptó dejar Bruselas para trasladarse al Palacio de Hacienda, que su principal arma sería su “gran habilidad como negociador”. Pasados casi nueve meses, el balance da que el haberse plantado firme en sus propios criterios respecto de la negociación con el Fondo terminó proclamándolo ganador en dos pujas internas: contra Mario Blejer y contra Aldo Pignanelli, los sucesivos presidentes del Banco Central que cayeron pese al respaldo pleno de aquel organismo internacional.
Lavagna se plantó firme en exigir la reprogramación de vencimientos antes de ponerse al día con sus cuentas percibiendo la debilidad del contendiente. Ni el FMI ni el Banco Mundial hoy tienen el poder de fuego que años atrás hubiera provocado un terremoto en estas latitudes con sólo señalar con el pulgar hacia abajo. Sin embargo, la postura autista de Washington exigiendo “pagar primero y negociar después” parece absolutamente ajena a su propia crisis. Sus “principios” siguen regidos por las mismas falacias que dominaron la economía en la última década: la obligación de los países de cumplir con sus “compromisos” para ser “creíbles”, la necesidad de contar con el visto bueno del mismo organismo para no quedar “aislado”, las crisis de los países “emergentes” sólo requieren “salvataje” cuando existe riesgo de “contagio”, etcétera.
Años atrás, incluso, el FMI hubiera encontrado poderosos aliados locales que hubieran presionado al Gobierno para aceptar acríticamente las condiciones impuestas por los organismos internacionales. Hoy, esos mismos aliados están procesando su propia crisis: la crisis del sector dominante que quedó tras el cambio de fuerzas relativas entre los grupos financieros y los monopolios exportadores tras la devaluación.
Lavagna aventaja al FMI, al menos, en este aspecto: está leyendo mejor la realidad política argentina y, por tanto, la relación de fuerzas en torno suyo. Si hasta la oposición queda descolocada al jaquearlo, como le acaba de ocurrir a Elisa Carrió, que tras elogiarlo una semana atrás lo acusó de haber “traicionado” en una forma “escandalosa” sus propias palabras por aceptar pagar con reservas internacionales las deudas con los organismos, aun antes de que el ministro hubiera resuelto hacerlo, aunque ya muchos diarios le atribuían esa decisión. Ayer el ministro le devolvió el ataque con una chicana, ofreciéndose personalmente a “informarla” si estaba interesada en el tema.
Y a esa ventaja, por el momento, Lavagna le está sacando un único rédito: ganar tiempo. Va para nueve meses de gestión sin acuerdo y ninguna de las desgracias universales que amenazaban caer sobre él y la economía sin la gracia del Fondo acontecieron. Al contrario: amesetó al menos el nivel de actividad económica, que venía en caída libre, y convirtió al monstruo del dólar en un dócil animalito doméstico. La temida explosión inflacionaria desembocó en una pacífica disputa con un puñado de sectores para evitar saltos en el precio de la canasta de alimentos.
Los golpistas de mercado, por ahora, permanecen en retiro efectivo.

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