EL PAíS › PANORAMA POLíTICO

Miami-adictos

 Por Luis Bruschtein

Para el imaginario de los Estados Unidos, el estereotipo principal de latinoamericano es el del inmigrante ilegal. Es el moreno pobre, ignorante, que se ofrece para los trabajos menos dignificados y peor pagos, que no acepta la cultura norteamericana y vive pensando en su lugar de origen. Lo ven promiscuo, familiero, machista. Ese es el latinoamericano que no quieren, el que aparece en las series de televisión como pandillero y narcotraficante y al que le atribuyen responsabilidad por los peores males de su país.

Pero desde los años ’80, un poco a la sombra de la globalización, se fue forjando también el estereotipo opuesto, el del latinoamericano que ellos quisieran que, en principio, se defina por un lugar geográfico que no está en Latinoamérica, sino en Estados Unidos, pero que tiene la mágica propiedad de producir latinoamericanos como ellos quisieran.

No es Nueva York, la gran metrópoli cultural, ni el San Francisco de los artistas y la libertad. Miami, la capital del plástico y las barbies, empezó siendo el lugar de asentamiento de los cubanos que abandonaban su país tras la revolución cubana. Muchos de ellos habían sido funcionarios de la derrocada dictadura de Fulgencio Batista, ex militares y ex policías del régimen que habían perdido sus privilegios y se proponían seguir su lucha contra Fidel Castro desde los Estados Unidos. La CIA captó a muchos de ellos, financió sus actividades, muchas veces dándoles acceso a negocios importantes y muchos en el rubro de la comunicación. De esa manera facilitaron que los más corruptos y derechistas se convirtieran en referentes de la comunidad cubana de Miami que, a su vez, se transformó en la comunidad latina más conservadora y reaccionaria.

Algunos de esos cubanos captados por la CIA se convirtieron con su apoyo en importantes empresarios. Otros fueron agentes que la CIA usó para realizar todo tipo de tropelías durante la Guerra Fría. Se habló de que estuvieron involucrados en grandes asesinatos, como el del presidente John Kennedy, y participaron en la Operación Cóndor en América latina, en el entrenamiento de terroristas nicaragüenses y paramilitares salvadoreños, en el golpe de Pinochet y el asesinato de Letelier, en Automotores Orletti y el asesinato del general chileno Prats en Argentina, y realizaron atentados terroristas en Cuba y la Venezuela de Chávez. Esa es la matriz ideológica del latinoamericano que ellos quisieran, la que se presenta como antítesis del espalda mojada que llega fundamentalmente de México, Puerto Rico y Santo Domingo. A los dos estereotipos los usan para los trabajos sucios. El inmigrante, el trabajo físico, y el miami-adicto, el ideológico.

Al final de la Guerra Fría, la proyección ideológica de Miami se fue transformando. Siguió siendo la comunidad latina más reaccionaria del mundo, pero las dictaduras militares habían pasado de moda y ellos se reacomodaron a esa nueva realidad. Durante la época de las dictaduras de los ’70 y ’80, Miami había empezado a convertirse en un centro de atracción turística para un sector de las capas medias y altas de los países que soportaban esas dictaduras. Encontraban un lugar atractivo, pero también un ámbito ideológico que les daba cobijo, justificación y apaño.

Con los años, aquellos cubanos que habían sido convertidos en empresarios por la CIA fueron más importantes que los agentes de la Guerra Fría. Crearon ONG con filiales en todo el continente para fiscalizar democracias y contrabandear ideología y llevaron sus negocios a esos países, donde pasaron a tener influencia. Con la ayuda de los medios de comunicación locales y trasnacionales –en muchos de los cuales tienen intereses–, Miami se fue convirtiendo en un centro turístico importante, pero también en una especie de Meca ideológica para ese derechismo naturalizado que dice renegar de la política pero que simpatiza con el autoritarismo y el capitalismo salvaje. Es el lugar donde se cocinan los discursos contra los gobiernos populares latinoamericanos en función de un esquema de libre mercado y admiración por la gran potencia. Por obra de alguna falla cósmica (o hegemonía cultural en este caso), los viejos promotores y aliados de las dictaduras latinoamericanas pasaron a convertirse en fiscales de la libertad de prensa, de la transparencia política o de la institucionalidad democrática.

Esos son los dos estereotipos de latinoamericano que los norteamericanos proyectan: el inmigrante pobre al que rechazan y el latino al que apadrinan por su servilismo y su falta de sentido nacional propio. El miami-adicto desprecia a su propio país, al que compara todo el tiempo con los Estados Unidos, y quisiera nacer otra vez como norteamericano. De la misma manera, menosprecian a cualquier gobierno de sus países que no exprese el mismo deslumbramiento que ellos sienten por los Estados Unidos. Todo lo que pasa en sus países les parece ridículo, producto de la ignorancia, de la falta de apego al trabajo o de la falta de educación. Algunos son tan elementales que escriben libros con pretensiones periodísticas o sociológicas con esa mirada.

Cuando la carga del avión de la Fuerza Aérea norteamericana fue retenida en Ezeiza la semana pasada, una parte del país pareció actuar como Miami-adicto y razonar con esas pautas. Como lo que piensan las personas en general no tiene difusión, esa categoría (una parte del país) abarca en realidad sólo a los grandes medios y algunos de sus periodistas, y a los políticos de la oposición. En Argentina, los Miami-adictos son una minoría que se siente superior al resto. Juzga que por vacacionar en Miami ha sido tocada por el aura del amo, frente a las mayorías que son despreciadas ya se sabe por qué.

Por su nivel socio-económico y sus intereses culturales, muchos de los Miami-adictos son lectores de La Nación, que fue el diario que difundió la primicia del avión norteamericano detenido en Ezeiza con una nota corta publicada en su edición del viernes pasado, y otra más completa el sábado, en las que daba cuenta del episodio en sintonía con la visión norteamericana de lo sucedido. La versión que transmitió La Nación dejaba muchos interrogantes abiertos que provocaban la curiosidad periodística. El domingo, en el artículo de tapa de Página/12, Horacio Verbitsky dio otra versión de los hechos, que finalmente fue la que se confirmó, porque el famoso listado de artículos que debían entrar a la Argentina no coincidía con los que traía el avión.

Pero lo más extraño del asunto es que periodistas que trabajan en los grandes medios calificaron de “prensa adicta” a Página/12 por publicar información que ellos también tendrían que haber conseguido y no lo hicieron. Fue más periodístico buscar esa información y publicarla, como hizo Página/12, que desjerarquizarla porque no se ajustaba a sus versiones, como hicieron ellos. Y lo más sorprendente de todo es que algunos periodistas “famosos” que usaron esa fórmula para calificar a Página/12 lo hicieron desde La Nación, que a partir de entonces publicó sin chistar ni cotejar las versiones que provenían, a todas luces, desde las posiciones estadounidenses. Habría que ver entonces a quién sería “adicta” La Nación o esos periodistas.

Sin aprender de los tropezones, la mayoría de la oposición aceptó nuevamente que los grandes medios le impusieran la agenda. Con la excepción de Ricardo Alfonsín, que aclaró que sin estar en conocimiento de los hechos, en cualquier caso, en territorio nacional, los Estados Unidos debían cumplir las leyes argentinas, todos los demás siguieron el libreto granmediático Miami-adicto. Se preocuparon por los intereses norteamericanos y cuestionaron duramente la decisión aduanera. Los grandes medios sobreactuaron la defensa de los intereses norteamericanos y acusaron al gobierno nacional de haber desatado una grave crisis con la potencia del Norte. Y los políticos de la oposición, encabezados por el Peronismo Federal, por el macrismo y el radical Ernesto Sanz, movieron la boca para decir lo mismo, como reviviendo las viejas épocas de las “relaciones carnales”. En todo caso, es previsible lo que harían si alguna vez llegan a la Casa Rosada.

Cuando fue evidente que el Departamento de Estado de los Estados Unidos no quería convertir el incidente en una crisis grave entre los dos países y le bajó el tono a la discusión, los grandes medios que habían sobreactuado el enojo norteamericano dijeron entonces que era el Gobierno el que había sobreactuado su posición. Fue una voltereta en el aire que también obligó a sus seguidores de la oposición a cambiar: de pronosticar hecatombes pasaron a acusar “sobreactuación”, un cargo muchísimo menos atractivo para la campaña electoral.

En la Argentina, el fenómeno Miami-adicto está circunscripto a un grupo social reducido, si bien sus esquirlas, aunque dispersas, están presentes en el sentido común hegemónico. Hay un sentimiento lógico bastante generalizado de rechazo a esa actitud despreciativa de lo propio, cuyo destino no es la superación, sino la derrota. Una derrota de la identidad y la cultura –que no está planteada en las relaciones diplomáticas, sino en las culturales–, que expresa la aceptación de una actitud subordinada para vivir de las migajas de la prosperidad que se envidia, renunciando ex profeso a esforzarse para lograr la prosperidad de la comunidad a la que se pertenece.

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