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Policía bananera

 Por Sergio Kiernan

El viernes pasado, en la calle Hipólito Yrigoyen, había un grupo fuertemente armado de federales que esperaban ver si les tocaba atacar a la desconcentración del cacerolazo. Era muy tarde, se aburrían y uno de los agentes empezó a hostigar a los que salían de un barcito frecuentado por inmigrantes latinoamericanos. Al final, agarró de punto a uno, delgadito, indígena, mamadito, que salía para su casa. De chaleco antibala y casco, le pidió documentos a los gritos. Como el muchacho no tenía –señalaba a su amigo en la esquina, que supuestamente se los llevaba– el policía levantó la Itaka, la pajeó y se la puso en la frente. “¡Documentos!”, gritó de vuelta. El pibe se quedó helado, aterrado.
¿Saben lo que hizo el policía? Metió la mano en el bolsillo, sacó un pedazo de cadena de gruesos eslabones, y empezó a darle al muchacho por la cabeza. La testigo de esta escena ya no aguantó más y salió corriendo en un taxi, muerta de miedo e impotencia.
De los muchos problemas que hay con la policía –y podría decirse “las” policías, pero ahora hay que concentrarse en la Federal– hay uno histórico, de base, de cimiento: su estupenda indiferencia hacia la idea de hacer bien su trabajo. Esto está por debajo de cualquier problema de ideología, de cualquier interna, de cualquier enfrentamiento con cualquier gobierno: la Policía Federal Argentina es berreta y le gusta serlo, ama el tercermundismo, se deleita en la banana.
Ya se vio lo que hizo la policía el día que cayó De la Rúa. Ya se vio lo que hizo el viernes 25 de enero. La noche del último cacerolazo se suponía que no pasó nada, pero en realidad sucede que nadie los vio.
Ahí está el problema con la Federal: a sus comandantes no les importa que sus subordinados hagan este tipo de cosas, a los comisarios no les importa, a los inspectores no les importa, a los oficiales no les importa, a los agentes no les importa. Hace rato que quedó claro qué es lo único que realmente cuidan, además de la pizza.
El resultado es que los agentes se ríen y la gozan cuando un compañero le pone una escopeta amartillada a alguien en la cabeza. Son gente que no sabe hacer un arresto, resolver un crimen, controlar a una multitud sin ser brutales. Su idea de trabajo policial es la que describió Miguel Bonasso en Página/12 de ayer: balear a quemarropa a dos pibes desarmados, romperlos a golpes y tirarlos sangrando en un taxi.
Y si no hay dos pibes, ¿por qué no un bolita que no puede defenderse?

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