EL PAíS › OPINION

La Semana Santa de 1987 obra maestra de la Inteligencia militar

 Por Martín Granovsky

En el calendario aún faltan unos días para los 25 años. En 1987, Semana Santa cayó también en abril, pero desde el jueves 16 al domingo 19. Fue ese Domingo de Pascuas de hace 25 años, un Domingo de Pascuas como el de hoy, cuando el entonces presidente Raúl Alfonsín apareció por segunda vez en el balcón de la Casa Rosada y dio por terminado el primero de los alzamientos militares contra su gobierno. Venía de entrevistarse en Campo de Mayo con el jefe de la rebelión, Aldo Rico.

El mito posterior convirtió ese discurso en “Felices Pascuas”, frase que Alfonsín nunca dijo textualmente. Tras conceder que los carapintadas encabezados por Aldo Rico no habían querido dar un golpe de Estado, dijo que ellos “han provocado esta circunstancia que todos hemos vivido, de la que ha sido protagonista fundamental el pueblo argentino en su conjunto”.

Y terminó literalmente de esta manera: “Para evitar derramamientos de sangre di instrucciones a los mandos del Ejército para que no se procediera a la represión. Y hoy podemos dar todos gracias a Dios. La casa está en orden y no hay sangre en la Argentina. Le pido al pueblo que ha ingresado a la Plaza de Mayo que vuelva a sus casas a besar a sus hijos y a celebrar las Pascuas en paz en la Argentina”.

Era el 19 de abril. Luego, los hechos se sucedieron rápido. En junio el Congreso aprobó, a propuesta del Poder Ejecutivo, la Ley de Obediencia Debida, que exculpaba a los oficiales de rango medio y bajo. El artículo primero decía que no debían ser punibles por graves violaciones a los derechos humanos, sobre la base de la presunción “sin admitir prueba en contrario, quienes a la fecha de la comisión del hecho revistaban como oficiales jefes, oficiales subalternos, suboficiales y personal de tropa de las Fuerzas Armadas, seguridad, policial o penitenciaria”.

Y añadía: “En tales casos se considerará de pleno derecho que las personas mencionadas obraron en estado de coerción bajo subordinación a la autoridad superior y en cumplimiento de órdenes, sin facultad o posibilidad de inspección, oposición o resistencia a ellas en cuanto a su oportunidad y legitimidad”.

El artículo segundo establecía que la ley no sería aplicable “respecto de los delitos de violación, sustracción y ocultación de menores o sustitución de su estado civil y apropiación extensiva de inmuebles”.

Después, la Procuración a cargo de Juan Octavio Gauna aceptó que la ley era aplicable a un grupo de oficiales que actuó bajo las órdenes del general Ramón Camps en la provincia de Buenos Aires y la Corte Suprema falló en el mismo sentido.

En 1987, los tres poderes del Estado sintonizaron a favor del principio de obediencia debida para cortar la continuidad de la mayoría de los juicios por crímenes de lesa humanidad. Alfonsín diría años después que con su iniciativa estaba convencido de que dotaría a una democracia fresca de la estabilidad que necesitaba. Sus críticos en los organismos de derechos humanos sostuvieron en 1987 que la Ley de Obediencia Debida no sólo era injusta e inconstitucional, sino también innecesaria e inconveniente para la propia estabilidad democrática.

Y, como suele suceder en la política, la necesidad de justificación lleva a monstruosidades discursivas que acaban convirtiéndose, por su enorme peso, en hechos. Conviene releer el voto de los ministros de la Corte Augusto Belluscio y José Severo Caballero, este último presidente del máximo tribunal. Un párrafo da por ciertos hechos que no prueba. Dice: “Se otorgó a los cuadros inferiores del Ejército una gran discrecionalidad para privar de libertad a quienes aparecieran como vinculados con actividades subversivas, disponiéndose que se los interrogara bajo tormentos y que se los sometiera a regímenes inhumanos de vida, mientras se los mantenía clandestinamente en cautiverio”. Y al hablar de un condenado en primera y segunda instancia, sostiene el texto de Caballero y Belluscio que “los elementos probatorios reunidos en la causa permiten sostener inequívocamente que recibió órdenes de los coprocesados Camps o Riccheri –según la fecha de cada suceso– en el carácter de jefes de Policía, quienes a su vez las recibían del comandante del Cuerpo I de Ejército, bajo cuya subordinación estaba la Policía de la Provincia de Buenos Aires. En tal sentido, la sentencia le reprocha haber transmitido las órdenes a personal bajo su dependencia en su calidad de director general de Investigaciones. Empero, ... el nombrado no pasó de ser un mero ejecutor de órdenes que se impartían desde las más altas esferas del poder militar, sin que estuviera a su alcance decisión de fondo alguna para impedirlas”. Por eso, “la situación del justiciable en modo alguno puede ser equiparada a la de los militares que tuvieron la máxima jerarquía dentro de la institución policial –Camps y Riccheri– por lo que, a pesar de su alto grado, cabe incluirlo en la condición objetiva de no punibilidad”.

El justiciable era nada menos que el comisario Miguel Etchecolatz, la pieza clave en la Dirección de Inteligencia de la Policía de la Provincia de Buenos Aires. En 2006 sería condenado a reclusión perpetua por el tribunal número uno de La Plata integrado por los jueces Carlos Rozanski, Horacio Insaurralde y Norberto Lorenzo. Fue el segundo fallo luego de la declaración de inconstitucionalidad de las leyes de Obediencia Debida y Punto Final. El primero había rematado en la condena del asesino conocido como El Turco Julián.

Desde 2003 la sintonía de los tres poderes ya era otra. El Judicial, el Legislativo y el Ejecutivo participaron en la anulación y la declaración de inconstitucionalidad de la Obediencia Debida y también de una ley anterior, la de Punto Final, que había sido votada a fines de 1986. Más tarde quedaría revisado también el indulto de Carlos Menem, que había dejado libres a las cúpulas militares condenadas en 1985 por parte de la Justicia civil en un juicio impulsado por el mismo Alfonsín que por entonces no tenía precedentes en el mundo.

En rigor, la Ley de Obediencia Debida no hizo más que poner en cauce la idea de Alfonsín sobre los límites al juzgamiento de los oficiales involucrados en la masacre de la dictadura. Tanto en la campaña electoral como luego de su asunción, Alfonsín había descartado el juzgamiento masivo de los sospechosos, un tema que ni siquiera estaba planteado de manera cercana por su competidor, el justicialista Italo Lúder. Lúder no sólo no pedía juzgar a todos, sino que reconocía la autoamnistía militar del último presidente de facto, Reinaldo Benito Antonio Bignone.

Sin embargo, en términos de puja de poder y más allá de las promesas y las frases, pareció quedar en claro para la población que la Ley de Obediencia Debida fue arrancada por una porción del Partido Militar, o al menos por la porción que públicamente aparecía como más belicosa. Arrancada a un gobierno constitucional que, de ese modo, pareció perder legitimidad en lugar de ganarla. Lo anterior, naturalmente, es una simple conjetura que debe ser sometida a una investigación histórica más seria capaz de relacionar y asociar el alzamiento de Semana Santa y sus efectos con otros hechos como la crisis de la deuda externa, el conflicto en América Central por acción de los contras antisandinistas como uno de los últimos hechos de la Guerra Fría y la propia debilidad de una democracia aún en construcción.

Como paradoja, junto al retroceso institucional de haber cedido a exigencias de una parte remanente del Partido Militar luego de haber juzgado a los comandantes y desmontado las hipótesis de conflicto con Chile y Brasil hubo, a la vez, un avance destinado a perdurar: el apoyo de dirigentes peronistas al régimen constitucional amenazado consolidó la opción del justicialismo renovador que arrasaría en las elecciones parlamentarias y para gobernadores de 1987. Sus dirigentes ya habían respaldado, por ejemplo, el Juicio a las Juntas.

Alfonsín murió convencido de que había hecho lo correcto en dos campos: el de la relación de fuerzas y el del esfuerzo por evitar muertos. Lo dijo varias veces en público. Y, cuando comenzó a discutirse la nulidad en el Congreso y el ex presidente se enteró de que el presidente Néstor Kirchner la impulsaba, le hizo saber que desautorizaba a quienes usaran la decisión de 1986 para censurar la nulidad. Los más papistas que el Papa reivindicaban la obediencia debida como un logro. Alfonsín replicaba que a su juicio era algo que había creído sensato decidir pero que las circunstancias históricas habían cambiado. “Ni siquiera opino, así no molesto”, decía por ese entonces. “Que el presidente Kirchner haga libremente lo que le dicte su conciencia.”

En otra paradoja, el autor de los indultos, Carlos Menem, fue quien sí dio luz verde a su jefe de Estado Mayor del Ejército, Martín Balza, para terminar con el último alzamiento militar en 1991 utilizando todos los medios necesarios. Balza, que cuando era coronel y tenía destino en Neuquén había ofrecido refugio a Alfonsín en el sur durante la Semana Santa de 1987, ejecutó la orden a los cañonazos, con muertos y con la humillación –filmada, además– de hacer arrodillar descalzos y desarmados a los oficiales que habían tomado el Edificio Libertador y luego tuvieron que rendirse.

Libre ya, en estos últimos años, la vía judicial para procesar y condenar a los sospechosos de haber cometido crímenes de lesa humanidad, ese fin de semana de abril de 1987 no sólo encierra misterios que nadie puede develar, porque no hay una sola verdad histórica. También abriga algunos enigmas que cruzan muchas décadas de la Argentina. Uno, sobre todo: el papel de la inteligencia militar dentro de las Fuerzas Armadas tanto en el diseño de la represión como en el despliegue ejecutor y, más tarde, en la cobertura de los responsables.

Luis Alen, el subsecretario de Protección de Derechos Humanos, contó ayer que Eduardo Luis Duhalde murió el jueves dejando sin terminar algunos libros. Uno sobre el Batallón 601 del Ejército.

Félix Crous es fiscal en la unidad de seguimiento de los crímenes de lesa humanidad de la dictadura. Cuando se le pregunta qué falta desentrañar en los juicios actuales, no lo duda. Dice que la Justicia sabe relativamente poco de la estructura de inteligencia militar que constituía el corazón del Estado terrorista. Sostiene que le faltan nombres y que entre esos nombres hay militares y civiles que protagonizaron la aplicación de tormentos, el procesamiento de los datos obtenidos y la confección de legajos en colaboración entre las distintas fuerzas.

El oficial que inició la sublevación de Semana Santa fue el entonces mayor Ernesto “El Nabo” Barreiro, sobre quien recaían sospechas fundadas por decenas de asesinatos. Durante la dictadura era uno de jefes de la inteligencia en el campo de concentración de La Perla, en Córdoba, uno de los tres centros clandestinos más grandes de la Argentina. Los otros dos eran los de Campo de Mayo y la Escuela de Mecánica de la Armada.

Nacionalista y antisemita, se refería a sí mismo con una denominación que quizá no sea sólo un signo de vanidad. Decía Barreiro que él era parte de la “elite de los inteligentes”.

No estaría de más investigarla a fondo. Tal vez aquella Semana Santa de hace 25 años haya sido una de las obras más consumadas de la Inteligencia militar.

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