EL PAíS › OPINIóN

Después del 8N

 Por Eduardo Aliverti

La cantidad de ingredientes analíticos dejados por el dichoso 8N puede ser tan enorme como reducida. Va a gusto de cada quien, según fuere que se prefiera describir o profundizar. Parece un tanto obvio señalar eso pero, a estar por mucho de lo leído y escuchado, no lo es. Si lo que se quiere es profundizar, a nuestro juicio la descripción jamás debe ser cuantitativa. Ni respecto del número de concurrentes, que fue enorme, ni acerca de las consignas que portaron.

De todas formas, antes de ingresar a ese terreno es necesario reparar en cierto dato, furibundamente objetivo, en torno del cual este periodista renuncia a toda pretensión de originalidad. Algunos colegas ya lo señalaron con énfasis gracias al modo en que dejaron servida la bandeja. En su editorial del mismo jueves, el diario La Nación cometió un sincericido. Recordó que su profesión de fe permaneció invicta en defensa de la democracia representativa, y nunca del asambleísmo callejero. Sin eufemismos, el jueves se metió su tribuna de doctrina allí donde se sabe y convocó formalmente a ganar el espacio público frente a lo excepcional de una situación de gravedad extrema. “Actuemos contra el miedo”, señaló. “Es necesario ser valientes cuando lo que está en juego es la República”, dijo el diario desde cuya usina rectora fueron entusiastamente generados y apuntalados cada uno de los golpes militares que sacrificaron al pueblo en nombre de sus privilegios. Ya sin partido castrense, no le quedó más que la renuncia a su escuela ortodoxa de Jockey Club. Llamó a competir en la calle, a poner el cuerpo. Quién te ha visto y quién te ve. Sin embargo, cómo no reconocerle a La Nación su sinceridad brutal. El hermano menor en términos de categoría periodística, de plumas con cierto vuelo, pero muy superior en la extensión de sus tentáculos e intereses afectados, todavía tiene el tupé de jugar a la impolutez del periodismo independiente. Una colega de Clarín escribió que la del jueves fue una “manifestación de gente herida, hastiada, humillada y ofendida”. Por todos los santos, ya que hablamos de una colega que supo militar en la religiosidad del extremismo de izquierda, ¿cómo hace –con qué reacción frente al espejo, digamos– para decir una cosa de esa naturaleza? Si a los ruidosos del jueves les adjudica carácter de penuria semejante, mientras circulaban con una libertad absoluta, amplificados por una virtual cadena nacional de medios privados y estatales, ¿qué tendría que decir del pueblo victimado en la dictadura?

Lo notable, decíamos, es que la colega se anima a incurrir en esa obscenidad desde una pretensión de independencia periodística. Allí, el símbolo de la diferencia entre La Nación y Clarín. El primero quema todas las naves que deban quemarse, incluso violando uno de sus íconos más preciados: de nunca en la calle, que es de zurdos y peronistas, a competir en ella. Oligarquía intelectual-afrancesada, llamaríamosle. Clarín, en cambio, es un busca que vende baratijas pero capaz de seguir poniéndole ficha a la corrección de la inocencia. Oculta esa estirpe feriante por la que todo consiste en no quedarse sin Cablevisión, ya expropiados su negocio futbolístico y sus AFJP. Con ejes como aquél del editorial de La Nación, que suscribió ese “doctrinariamente no me gusta un pito pero está bien, vamos a la calle”; como el de El Grupo, que llegó a ubicar cámara en la central de monitoreo de la Policía Metropolitana para no perderse detalle de delectación con la muchedumbre; como el de los dirigentes político-sinónimos que no se animaron a cacerolear cual tales pero sin privarse de convocar a la marcha, la columna de Sandra Russo en Página/12 del viernes pasado los resumió, a todos ellos, en un título aplastante, indesmentible, casi hasta el punto de no tener necesidad de leer el artículo completo: “Bienvenidos a la militancia”. Porque es eso. No careteen más. No resiste. Imiten a La Nación, que lo editorializó. La dirigencia opositora no se animó a poner la cara, pero sabe que no tiene retorno para disfrazarse. Y Clarín, el cigüeñal supremo con el 7D encima, termina siendo el único que pretende ese candor insuperable de la frase de Osvaldo Soriano puesta en boca de Gatica, El Mono: “Yo de política no entiendo nada, yo soy peronista”.

Queda el lugar para la diferencia entre describir y profundizar. Yendo en ese orden, respetando escrupulosamente el colectivo social que difundió el ideario opositor, la descripción fue y es –y es correcto, de acuerdo con los testimonios recogidos y pancartizados– que una marea humana reclamó a ciegas contra la inseguridad. Por la Fragata Libertad. Contra la inflación. Por la Justicia. Contra la re-reelección. Por la libertad de prensa. Contra la corrupción. Por la libertad y listo. Contra la soberbia de Cristina. Por la República. Contra que un juez otorgue salida condicional a un violador. Por la independencia de poderes. Contra Moreno. Por un Consejo de la Magistratura sin presiones. Contra Boudou. Por la Patria. Contra los planes sociales. Por la bandera argentina. Contra la droga. Por comprar dólares libremente. Contra los vagos y los pibes-chorros que toman cerveza que pagamos todos. Por salir del país si se me canta.

Perfecto. Pero lo que sigue es la ingeniería política de darle a todo eso una resultante que no sea suma cero. O lo que Horacio González definió como una masa abstracta. Encontrarle a esa multitud, sin siquiera examinar su pertenencia de clase media mayormente acomodada, un sentido de comunidad. Algo que exceda a la sensación de individualidades o familias que salieron a marchar no por lo que le pasaría al país sino porque lo que me pasa a mí y a los míos o, aunque repique extremadamente antipático, por lo que los medios me dicen que me pasa. Esto último merece consideración especial porque, como concepto a secas, se presta a tergiversaciones jodidas. Cuando quienes se manifiestan en forma multitudinaria son las masas correspondientes al palo ideológico propio, uno refuta con toda su voz la acusación de que salen a mostrarse por obra de programas de ayuda, viandas, entregas materiales y añadiduras del decálogo gorila. Uno defiende que ganan la calle por convicción, por alegría, por agradecimiento o por bronca auténtica. De última, porque tienen el derecho de hacerlo como clase oprimida y se acabó. Con criterio análogo, mal podría afirmarse que la multitud del jueves salió a protestar arrastrada de las narices por, nada más, la prédica de los medios. Es cierto, sí, que llamaron la atención tantas declaraciones y eslóganes repetitivos, textualmente, de aquello con que los medios machacan. “A Clarín hay que elegirlo todos los días.” “Vengo acá porque presionan a la Justicia.” “No quiero que usen la plata de los jubilados.” “Nos vamos a quedar sin medios independientes.” “Ella dijo que hay que tenerle miedo.” Y otros etcéteras muy tentadores para largarse a decir que esas cantinelas mediáticas son el choripán de la tilinguería. Pero no. No hay que caer en esa tentación. No hay que preguntar quién pagó los globos; ni las banderitas que entregaban de a miles; ni la iluminación del Obelisco; ni las camionetas que repartían latas de dulce de batata; ni el camión con pantalla gigante que proyectaba imágenes de Cristina en discursos editados. Nada de eso, porque nada de eso altera que toda esa gente salió a la calle auténticamente embroncada. Que representó a sus intereses de clase, reales o simbólicos. Que aprendió que salir a la calle es una forma legítima de reclamar. No tienen volumen golpista, porque si lo tuvieran –se copia a Ricardo Rouvier– tendríamos que estar preparando un nuevo exilio. Son, para reiterarse a sí mismo, gente incapaz de tolerar que los de abajo hayan subido un poquito. Y son muchos. Siempre fueron muchos. Son la encarnadura de un país inmensamente rico. Lo demostraron redobladamente. Nosotros, los del palo contrario, también somos muchos. Pero eso no amerita ignorar la magnitud de la gente que el jueves salió a manifestarse en total libertad. Fueron un montón. La 9 de Julio era realmente una alfombra tapizada de multitud. No metamos los goles con la mano. No ignoremos. No minimicemos. Los kirchneristas que secundarizan el número de manifestantes, prendiéndose al cálculo de si cien mil, doscientos mil, medio millón o la cantidad que fuere, le erran fulero al vizcachazo.

El tema no es el número. Es su composición. Es la capacidad de poder unificar consignas, superadoras de estar a favor de la felicidad. Es cuáles y no cuántos pibes les responden a su ambigüedad. Es cuánta gente humilde. Es de quién se agarran. Es que digan cómo. Es que la militancia que asumieron no consista en un 8N cada tanto o en acumular puntos de rating los domingos a la noche. Es si pueden exponer que no quieren ir para atrás. Porque si quieren ir para atrás, hay mucha más gente significativa que está dispuesta a mantenerse adelante.

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Imagen: Leandro Teysseire
 
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