EL PAíS › PANORAMA POLITICO

Negacionismos

 Por Luis Bruschtein

La causa del alivio que se produjo en la tensión mundial fue el cambio político en la República de Irán y no la política agresiva de las potencias occidentales. La diferencia positiva entre Obama y Bush es que el republicano no hubiera acompañado ese cambio. Resulta paradójico que el nuevo presidente Hassan Rohani lograra ese cambio, en gran medida por reconocer un hecho real. Existió lo que existió. La negación del Holocausto le había ganado a Irán enemigos, antipatías, sospechas y en general facilitó la demonización que las potencias occidentales querían hacer del mundo musulmán, al equipararlo con una excreción propia de Occidente como fue el nazismo. El Holocausto no justifica el sufrimiento de los palestinos bajo bombardeos y violencia permanente por parte del ejército israelí. Pero ese sufrimiento tampoco puede ser argumento para negar uno de los actos más horribles cometidos por la humanidad como fue el Holocausto.

No hay justificación, argumento ni debate sobre este punto como pretendió instalar el anterior presidente iraní Mahmud Ahmadinejad. Si fueron seis millones, cinco o cuatro, es una discusión miserable. Hay toneladas de documentación sobre las decenas de miles de judíos de todo el mundo controlado por los nazis que eran trasladados a los campos de exterminio. Están esos campos, están los testimonios, están los sobrevivientes del horror que muchos hemos conocido. En estas mismas páginas hemos leído el pensamiento desgarrado y admirable de Jack Fuchs, sobreviviente de Auschwitz-Birkenau.

Es un debate similar al que se quiere instalar en Argentina alrededor de la cantidad de detenidos desaparecidos durante la dictadura. Es la misma discusión miserable. Los argumentos son engañosos, como equiparar las denuncias que existen con una cifra real de desapariciones que es muy difícil de calcular. Casi todas las denuncias sólo se pudieron hacer muchos años después de que se produjeron las desapariciones y, aun así, la gran mayoría de ellas, casi todas, se presentaron cuando todavía el aparato represivo se mantenía inalterado y había mucho miedo, en los primeros años de democracia. La gran mayoría de las víctimas provenía de familias humildes, marginadas de cualquier tipo de contención institucional tanto en dictadura como en democracia. Algunas de esas familias resultaron prácticamente dispersas por la desaparición de su única fuente de mantención y algunos de sus miembros fueron muriendo a lo largo de esos años. Si fueron 30 mil, o fueron 20, o diez mil no es lo más importante para los que plantean esa discusión. Si se trata de genocidio o de otra palabrita, tampoco. Bajo la apariencia de una discusión de aritmética se quiere disimular el intento de embellecer a una dictadura que “reaccionó” ante una agresión externa. Están los sobrevivientes, los campos de concentración, está la evidencia concreta de una impresionante maquinaria instalada por la dictadura para aniquilar a miles de seres humanos en condiciones de sufrimiento despiadado. En 1976 y 1977, la cantidad de centros clandestinos de detención era de 364, pero en 1978, esa cifra había descendido a 45. Los campos de La Perla, de Campo de Mayo o la ESMA no eran instalaciones para diez o quince detenidos. Estaban preparados para alojar a centenares de personas en forma clandestina y estaban equipados para aplicarles sufrimientos inenarrables y con métodos de aniquilación masiva, como arrojarlos con vida al Río de la Plata desde aviones o los fusilamientos en masa. Los sobrevivientes calculan que por cada uno de esos campos –que fueron los tres más grandes y los que funcionaron más tiempo–, pasaron cinco mil detenidos desaparecidos. Los prisioneros estaban numerados del uno al mil y nunca pasaban de esa cantidad porque eran exterminados y reemplazados por otros. La discusión que quiere instalar el periodista Ceferino Reato en su libro ¡Viva la sangre! con la pretensión de hacer un trabajo aséptico tiene una intención política similar a la de otras publicaciones que han aparecido recientemente como los cuatro libros sobre los años ’70 de Juan Bautista “Tata” Yofre, el ex jefe de la SIDE. En este caso, la intención política surge con más claridad por la relación de Yofre con los viejos servicios de inteligencia de la dictadura, que siguieron funcionando durante los primeros gobiernos de la democracia. El gobierno de Alfonsín los había heredado cuando todavía tenían mucho poder, pero el gobierno de Menem –cuando Yofre fue secretario de Inteligencia– los estimuló y respaldó.

El contenido de los libros de Reato y Yofre es reproducido por La Nación y el Seprin, una página de Internet que en forma abierta reivindica los levantamientos carapintada y defiende a los genocidas. El Seprin dedica gran parte de su esfuerzo a difamar a los organismos de derechos humanos y a rechazar los juicios a los genocidas de la dictadura para lo que suelen publicar las posiciones de Cecilia Pando, presidenta de la Asociación de Familiares y Amigos de los Presos Políticos. Así consideran ellos a los militares condenados por violaciones a los derechos humanos. El Seprin tiene también un “foro de las fuerzas de seguridad”, donde trata de intrigar en el ámbito de policías, gendarmes y prefectos.

No se trata solamente de afinidad en los contenidos o en el pensamiento, no son sólo coincidencias de opinión, sino también de acciones en común. Yofre acaba de ser imputado como jefe de una organización de espionaje que hackeaba los mails de políticos y funcionarios. Los otros dos imputados son Pablo Carpintero, también ex agente de la SIDE, y Héctor Alderete, que es nada casualmente el titular de Seprin. Las pretensiones “científicas”, “asépticas”, “independientes”, “profesionales”, “objetivas” “no militantes”, de estos libros sobre la violencia de los años ’70 resultan ridículas en ese contexto. Ninguno de ellos hace una reivindicación abierta de la dictadura, pero son difundidos y aplaudidos por los que sí lo hacen, porque sirven a sus propósitos. Sobre todo sirven para tratar de reinstalar el sentido común del cual surgió la dictadura y que en general provocó la violencia de aquellos años, empezando por el golpe militar de 1955 contra Perón. Es el sentido común que justifica a la dictadura, la mentira y la violencia “en defensa de la democracia” aunque no lo pueda hacer públicamente todavía.

Los que han querido negar el Holocausto hablaron siempre de vacas sagradas sobre las que no se podía discutir. Se presentaron como valientes que en nombre de una racionalidad histórica se atrevían a irrumpir en esos temas. Algo similar sucede con los autores de estos nuevos libros sobre la violencia de los años ’70 que cuestionan “el relato” de los organismos de derechos humanos. “Hemos conocido lo bueno de aquellos años –dicen–, ahora debemos ver lo malo.”

Está dicho con ironía, como si se hubiera hecho una reivindicación indiscriminada de las luchas populares por lo que ahora habría que conocer las cosas malas que se cometieron, cuando en realidad ésa es una discusión que existe y que va a fondo en los meandros de esa historia, incluso en los más complejos y contradictorios. El discurso se presenta como racional, asegura que la historia nunca está protagonizada sólo entre buenos y malos. Algo que se dice también con relación al Holocausto. Seguramente entre los nazis había “buenas personas” y había personas malas entre los judíos. Pero la barbaridad del Holocausto excede en forma desmesurada a cualquiera de esas categorías. Difundir las “atrocidades” guerrilleras fue especialidad de la prensa que respaldó a los militares y que le dieron la base para dar el golpe. No se trata de algo nuevo, sino de algo muy viejo. Es un relato que fue usado por los militares genocidas para justificar sus atrocidades. Y ahora tratarán de utilizarlo de la misma manera para relativizar y deslegitimar los juicios contra los represores.

No parece una casualidad que estos trabajos aparezcan después de un largo proceso de treinta años de elaboración y crecimiento, de sortear todo tipo de obstáculos y con altos costos de vidas como la de Julio López, así como todo tipo de sufrimientos de familiares de las víctimas y de luchas a veces solitarias, a partir de las cuales la sociedad pudo empezar a enjuiciar a los represores, tanto militares, como religiosos y civiles. Tampoco es una casualidad que surgieran al mismo tiempo que se ataca a los organismos de derechos humanos cuyas luchas llevaron a los genocidas ante la Justicia.

No se trata de una cuestión entre opositores u oficialistas. La decisión de este gobierno de realizar los juicios volcó a la oposición a los amigos de la dictadura, los viejos servicios del menemismo, que han tenido mucho protagonismo en el conflicto por la 125 y en los cacerolazos. Pero en la oposición hay también sectores que en algún momento apoyaron la lucha de los organismos de derechos humanos. El problema, para los que lo siguen haciendo y tienen la suficiente lucidez, es separar este tema de la confrontación con el oficialismo y no quedar embarrados con los defensores de la dictadura y enemigos declarados de los organismos de derechos humanos.

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Imagen: AFP
 
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