Sábado, 18 de enero de 2014 | Hoy
EL PAíS › PANORAMA POLITICO
Por Luis Bruschtein
La presidenta Cristina Kirchner decretó tres días de duelo nacional por la muerte de Juan Gelman, un poeta que hasta fines de los ’80 estuvo proscripto y no podía regresar al país. Esa muerte y ese duelo no quedan acotados al plano puro del arte o la literatura. Hubiera sido también en su momento, y merecidamente, por Borges, pero a nadie le habría llamado la atención, ni siquiera a los peronistas. La decisión política de declarar el duelo nacional por la muerte del poeta Juan Gelman es una forma de repatriarlo, de recuperarlo, de hacerlo propio, a él y a esa parte de la historia que representó, castigada, escarnecida y expulsada. Tres días de duelo por el poeta y por su sombra dolida y silenciosa y por su vida de lucha y alegría junto a “Pedro el albañil” y “María, la sirvienta”. Duelo por un poeta que se apropió de odios y amores argentinos y vivió sus propios versos cuando decía: “Si me dieran a elegir, yo elegiría / este amor con que odio, / esta esperanza que come panes desesperados. / Aquí pasa, señores, / que me juego la muerte”. Y también es el poeta que logró recuperar a su nieta Macarena, que había sido apropiada por los militares durante la dictadura, y el hombre que había recibido todos los reconocimientos internacionales que puede tener un poeta, el Premio Cervantes, el Reina Sofía o el Juan Rulfo, el escritor considerado hasta el momento de su muerte como el mayor poeta vivo de habla hispana.
Hay vasos comunicantes entre poesía y política. Hay historias donde los poetas se convierten en íconos de su momento histórico, como Miguel Hernández con la República Española, Pablo Neruda con el Chile de Allende, Nicolás Guillén con la Revolución Cubana o el mismo José Hernández, el intelectual de la montonera más vilipendiada por la historia oficial, que terminó convirtiéndose en el poeta nacional, expresión de una identidad, a pesar de haberse levantado en armas tres veces junto al general López Jordán contra Mitre y Sarmiento. Son los poetas que están del lado de la justicia y los débiles, de los que pierden batallas pero ganan guerras en otras dimensiones. Aciertan y se equivocan como cualquier mortal pero tienen una relación indescifrable, involuntaria y privilegiada con la historia.
Sin proponérselo, habiendo querido ser sólo poeta, Juan Gelman se inscribe en esa tradición para los argentinos desde fines de los ’50, cuando publicó su primer libro. En esos años, los intelectuales de la izquierda no comunista se habían expresado en la revista Contornos, que dirigían los hermanos Ismael y David Viñas. En el otro carril de la izquierda, en el abundante universo cultural de los comunistas de aquellos años brillaban las estrellas de tres jóvenes promesas que ya habían pasado los 20 años. Un intelectual teórico que apuntaba a reemplazar a los Ghioldi, el sociólogo Juan Carlos Portantiero, un escritor que se había revelado con una serie de cuentos poderosos, Andrés Rivera, y el poeta Juan Gelman, dos años más chico que Rivera.
Influenciados por las revoluciones china y cubana, a principios de los años ‘60 los tres se fueron del Partido Comunista con una fracción que se llamó Vanguardia Revolucionaria, que se extinguió rápidamente. Juan Gelman era el corresponsal argentino de la agencia china Xin-Hua, pero a mediados de los ’60 estaba más próximo a la Revolución Cubana y dejó la agencia china, donde lo reemplazó Andrés Rivera, quien siguió escribiendo allí hasta muchos años después.
Desde aquella época hasta su reaparición en los ’80 con novelas deslumbrantes, como La revolución es un sueño eterno y El amigo de Baudelaire, Rivera publicó poco, en cambio fue el período más productivo de Portantiero y Gelman. El primero incursionó en un Gramsci hasta ese momento muy relegado por la ortodoxia marxista, editó con Pancho Aricó los Cuadernos de Pasado y Presente, rozó las experiencias guerrilleras peronistas, en el exilio se enroló en el eurocomunismo y la crítica al socialismo real y finalmente integró el Grupo Esmeralda, que respaldó a Raúl Alfonsín.
Todos ellos eran leídos igualmente por peronistas y no peronistas. El campo de la cultura nacional y popular tenía algunos puntos de contacto desde los apuntes teóricos de John William Cooke, el revisionismo histórico de Fermín Chávez, Pepe Rosa o el colorado Abelardo Ramos, poetas de una potencia inusitada como Leónidas Lamborghini con su “Eva Perón en la hoguera” y las cátedras nacionales de Roberto Carri, Alcira Argumedo y Horacio González.
Marcados por el prejuicio, en general los no peronistas conocían poco o nada del universo cultural que generaba el peronismo. La complejidad de Hernández Arregui o las miradas críticas de Rodolfo Puiggrós o Abelardo Ramos sobre el papel de la izquierda antiperonista ponían un rechazo de antemano. Para la izquierda no peronista no había nada en el peronismo. En cambio, la militancia peronista leía de todos lados.
En ese paisaje fue apareciendo la poesía de Juan Gelman con versos como “un hombre deseaba violentamente a una mujer, / a unas cuantas personas no les parecía bien, / un hombre deseaba locamente volar, / a unas cuantas personas les parecía mal, / un hombre deseaba ardientemente la Revolución / y contra la opinión de la Gendarmería / trepó sobre los muros secos de lo debido, / abrió el pecho y sacándose / los alrededores de su corazón, / agitaba violentamente a una mujer, / volaba locamente por el techo del mundo / y los pueblos ardían, las banderas”. Estaba en Gotán, que se publicó en 1962 junto con otras poesías como “María, la sirvienta” y “Pedro, el albañil”.
Entre “Cuba Sí” y “Fidel”, al mismo tiempo se va abriendo al peronismo. Se incorpora a las FAR y luego a Montoneros. No se concebía como un poeta que militaba, sino como un militante que escribía poesía. Nunca reclamó ningún privilegio para su condición de poeta y nunca dejó de serlo, nunca paró de escribir. Su amor por Vladimir Maiakovski, el poeta de la Revolución Rusa, una historia que lo conmueve, que lo desconcierta y lo indigna y le producía también un fuerte rechazo del estalinismo. En el exterior se separó de Montoneros con críticas al militarismo y al sectarismo de la conducción de esa organización y se quedó en el exilio donde comenzó una dolorosa búsqueda en los pliegues de la derrota, en su hijo desaparecido, en sus amigos muertos y desaparecidos, le escribe a Rodolfo Walsh y a Paco Urondo, recuerda a Haroldo Conti. “Te pisaré loco de furia. / Te mataré los pedacitos. / Te mataré una con Paco. / Otra lo mato con Rodolfo. / Con Haroldo te mato un pedacito más. / Te mataré con mi hijo en la mano. / Y con el hijo de mi hijo muertito. / Voy a venir con Diana y te mataré. / Voy a venir con José y te mataré. / Te voy a matar derrota”.
Se supone que las derrotas no se matan, pero derrotó varios pedacitos de ella cuando encontró a la hija de su hijo. “Te mataré con mi hijo en la mano –le dijo– y con el hijo de mi hijo muertito.” Volvió a la Argentina, dirigió el suplemento cultural de Página/12 y volvió a enamorarse ya de Mara, su última esposa. Desde México respaldó los avances populares en América latina y en sus contratapas de los domingos cuestionaba en forma implacable la prepotencia militar de Estados Unidos como potencia hegemónica. Murió a los 83 años, después de haber escrito amaramara, un libro de amor. Son batallas, son derrotas, son cicatrices y algunas victorias que dejó en sus poemas, donde el mundo reconoce señas de identidad, rasgos y fragmentos de un espíritu. También algo de humanidad de los seres humanos y de los argentinos. El duelo es por el poeta y un homenaje a esa humanidad.
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