EL PAíS › PARTICIPANTES EN EL ENCUENTRO DE EMPRESAS DE PROPIEDAD PARTICIPATIVA EN ROSARIO

Tres historias de trabajo sin patrones

Estuvieron en el debate, compartieron experiencias y problemas, contaron qué hicieron bien y qué no.
Página/12 recogió historias de una fábrica de pastas, un frigorífico y una cantera en distintos puntos del país, que prosperan después de la quiebra.

 Por Irina Hauser

Desde Rosario

A veces nadie se da cuenta de que están ahí. O sí, pero pocos comprenden la dimensión de lo que hacen y han hecho. A veces ellos mismos se sorprenden. Son trabajadores que se vieron al borde de quedar desocupados o que efectivamente perdieron el empleo, pero les surgió el reflejo de desafiar los esquemas establecidos y declararse dueños de su capacidad de producir. Hoy comparten la decisión de no abandonar sus puestos y trabajar sin patrones. Las experiencias de recuperación de empresas que se reproducen por todo el país son muy heterogéneas; algunas resultan exitosas, otras caen y otras están a mitad de camino. En la mayoría de los casos han llevado a los obreros “desde la nada” a extremos de resistencia que desconocían. En el encuentro del viernes y sábado, se reconocieron como un movimiento social y se plantearon objetivos comunes. Aquí, tres relatos muestran situaciones diferentes pero con mucho en común.
Poderosos caracoles
En Victoria, Entre Ríos, hay un tesoro. Es una cantera de conchillas. “¿Cómo conchillas?”, le preguntan cada dos por tres a María del Huerto García. “Son caracoles fosilizados hace millones de años que están a siete metros de profundidad. Son extraordinarios por el uso que se les puede dar: se venden, molidos, a la industria avícola, como alimento balanceado y se usan para tapar baches”, instruye. María, de 45 años, párpados plateados y trajecito celeste, repasa que llevaba 22 años como administrativa en la cantera Sime, cuando un día de diciembre de 2002 llegó a su oficina y le dijeron que tenía que tomarse casi un mes y medio de descanso. “Era tan raro que enseguida sospechamos que la empresa estaba al borde del cierre, ya que todo el tiempo cambiaba de dueño, habían cerrado campos de extracción y los proveedores no fiaban más”, cuenta.
En un comienzo, los 28 trabajadores aceptaron una promesa de pago de sus patrones para cuando volvieran de las “vacaciones”. Para ese entonces, encontraron la planta llena de pastizales, no había luz ni agua. María había leído en un diario que “unos obreros rosarinos habían tomado la fábrica de pastas Mil Hojas y estaban produciendo con éxito”. Se fue a Rosario a buscar a esa gente y terminó proponiéndoles a sus compañeros ocupar la cantera. Ella nunca en su vida había hecho huelga ni militado política ni sindicalmente. “Jamás imaginé que me iba a quedar en la calle, a tener que salir a la lucha y a llegar a producir por mi cuenta”, dice, aún desconcertada. La toma comenzó el 2 de mayo, día y noche se rotaban entre los obreros y sus hijos se acostumbraron a acompañarla. “Una de las cosas que me sostuvo fue el hambre de mis compañeros, a uno de ellos lo vi cuereando cuises para hacerse un guiso. Tengo la impresión de que fuimos las tres mujeres de Sime las que logramos sostener el proceso”, dice, ahora al frente de la cooperativa.
Así se convirtieron en la primera empresa entrerriana autogestionada y el 2 de septiembre consiguieron la expropiación. A la extracción y venta de conchillas sumaron algo nuevo: en una investigación con las universidades de Entre Ríos y Rosario, determinaron que los fósiles tienen un componente altísimo de carbonato de calcio que puede usarse como medicamento genérico para la osteoporosis. “Es un genérico natural de bajo costo, muy efectivo y que ahora intentaremos exportar.”
Pura pasta
Un folleto impreso en papel satinado, coqueto y colorido, exhibe cuatro variedades de tapas de empanadas, de pascualina, de pastelitos, ravioles, ñoquis, tallarines y milanesas de soja. “Mil Hojas, una empresa recuperada por sus propios trabajadores”, dice el logo. En 1999, lo que menos imaginaban los obreros de esta fábrica de pastas era que algún díapromoverían así sus delicias. “Llegamos a estar cuatro años sin obra social, con salarios reducidos y pagados en cuotas, apenas sostenidos por el apoyo familiar”, recuerda Hugo Gómez, de 37 años. La situación límite se planteó cuando los proveedores dejaron de entregar harina y les cortaron la luz y el gas.
Los trabajadores aceptaron pactar con los patrones para hacer una especie de salvataje conjunto: ellos producirían y pagarían un alquiler a los dueños. En forma preventiva –cuando la firma estaba en convocatoria– formaron una cooperativa. Lograron que les restituyeran los servicios, empezaron a producir sin parar, hasta saldar deudas y descubrir la rentabilidad del negocio. En dos semanas ahorraron 15 mil pesos. “Ahí los dueños rompieron el acuerdo: nos enteramos que estaban vendiendo las máquinas, y echaron a cinco compañeros. Decidimos hacer la toma”, relata Hugo. La represalia no demoró: la policía los quiso desalojar ante una denuncia por usurpación. “El objetivo era no cortar la producción, no podíamos dejar que las góndolas estuvieran vacías, no nos íbamos a mover de ahí”, dice. Rodolfo San Martín, 44 años, 17 en Mil hojas, dice que “ese momento fue uno de los más difíciles, el mayor desafío era no perder el mercado y casi no teníamos con qué sostenernos. Hubo algunos que abandonaron en el camino porque no todos los días podían llevar plata a la casa. A los despedidos les dábamos parte del poco dinero que ingresaba y con suerte a veces conseguíamos cinco pesos por día cada uno”.
“Hoy vemos que era cuestión de paciencia y de no parar”, agrega. En otros aspectos tuvieron suerte: un proveedor decidió apoyarlos y un juez decretó la quiebra y les entregó la empresa. Cuando llegó la orden de remate, pudieron comprar el inmueble con el dinero que fueron juntando. La Justicia, además, compensó las indemnizaciones cediéndoles las máquinas. Con el tiempo, triplicaron la producción y a los 16 puestos de trabajo originales sumaron 25. Pudieron comprar una envasadora automática y una camioneta. Se convirtieron en un ejemplo a seguir para otras empresas autogestionadas y les da vergüenza decir que ganan 800 pesos cada uno “cuando sabemos que en otras recién están peleando por empezar a llevarse un mango”. Igual, se les nota el orgullo y la alegría.
Congelados pero activos
“Hace 20 años que estoy en el frigorífico. Si pierdo este trabajo ya no tengo nada; en mi provincia no se puede hacer otra cosa”. Venancio Cendoya, de 41 años, dice que en un principio impulsó la toma de Fricader, uno de los más importantes del ramo en Río Negro, por pura desesperación y necesidad. “En mi pueblo recién en el verano se puede hacer una changa en una cosecha de manzanas o trabajar en algún galpón de empaque”, explica.
En Fricader había 180 empleados y hoy quedan 30 que, junto con Venancio, empezaron a creer que es posible trabajar sin jefes. Tomaron la planta hace 16 meses cuando la empresa ya había quebrado y tenía fecha de remate para el 29 de mayo del año pasado. Para frenarlo, entraron al edificio y no salieron más. Después coparon el Concejo Deliberante, hasta que los legisladores entendieron lo que querían y declararon la utilidad pública de la compañía. “No teníamos ninguna experiencia en estas cosas y de pronto nos convertimos en la única fábrica tomada de Río Negro. Nos daba vergüenza hablar con los periodistas, nos escondíamos cuando llegaban. En el barrio los vecinos siguen sin entender y algunos nos miran raro.”
Fueron los vericuetos legales, los de hablar con jueces, con la intendencia y los concejales los que permitieron a este grupo de hombres “entender eso de armar una cooperativa”. Venancio tiene pelo entrecano y usa camisa leñadora roja. Vive con sus padres y cuatro sobrinas en General Roca, en la casa no trabaja nadie, y mientras resiste en el frigorífico, busca empleos temporales, que suele conseguir en un aserradero. “Desde la cooperativa hicimos un acuerdo con Zanon (que está recuperada) pararevender sus cerámicos, que son muy buenos, y tener un fondo. Para comer, a menudo hacemos chorizo artesanal”, detalla. Ahora esperan que la provincia expropie el frigorífico, que tiene una deuda de 8,5 millones. “El Banco Nación, el principal acreedor, está dispuesto a darnos una especie de leasing por dos años, pero tenemos al síndico en contra. Estamos en plena batalla, pero no vamos a parar hasta recuperar el trabajo y ponernos a producir de nuevo”, dice. Se apasiona y termina: “Al principio yo pensaba que si conseguía trabajo en otro lado me iba, pero ahora empiezo a creer en esto. Nos ayudaría que en la provincia empiecen a tomar otras empresas. Vamos a intentarlo”.

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Mil Hojas cerró después de una agonía de meses, con la luz cortada y proveedores furiosos.
Hoy es de sus trabajadores, que ganan mejor, compraron una camioneta y nuevos equipos de envasado.
 
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