EL PAíS › OPINION

La normalidad y el conflicto

 Por Edgardo Mocca

¿Cómo es posible que los mismos que nos dicen todo el tiempo que estamos viviendo el inevitable fin del ciclo kirchnerista dediquen también todo el tiempo a montar operaciones destinadas a desgastar al Gobierno y a crear climas de incertidumbre social y política? Si el “fin de ciclo” fuera un hecho consumado, la cuestión principal para el bloque social que combate al kirchnerismo sería la de promover una propuesta y un liderazgo para el nuevo ciclo. Está claro, por un lado, que en política no funcionan leyes mecánicas que determinan el futuro; lo que hay son apuestas, programas, proyectos que luchan entre sí y determinan un resultado que nunca corresponde enteramente al plan de ninguno de los contendientes. El “fin de ciclo” es, visto desde esa perspectiva, la expresión del proyecto de uno de los bloques políticos en pugna. Y significa algo bien diferente y cualitativamente más importante que un mero relevo de funcionarios al frente del poder ejecutivo. Significa el cierre de una experiencia política signada por la colocación del Estado en el lugar de actor político sólido e influyente, con grados de autonomía respecto de los poderes fácticos y dispuestos a enfrentarlos en una dimensión desconocida en las últimas décadas de nuestra historia. La misma retórica habitual en los medios dominantes revela la esencia de la cuestión: la vida política consistiría en una sistemática apropiación del Estado por parte de un grupo político electoralmente exitoso. Se trata de los clásicos temas del liberalismo político –la diferencia entre Estado y gobierno y entre gobierno y partido– crasamente reducidos a una saga conventillera de construcción de escándalos que giran de forma sistemática alrededor de la corrupción en el manejo de lo público. El vodevil escandaloso envuelto en el ropaje de la lucha contra la corrupción nunca incluye en su guión lo que Aldo Ferrer ha definido lúcidamente como la “corrupción cipaya”; una interpretación posible de ese concepto es el de la maquinaria financiera, mediática y política que ha trabajado durante décadas para desindustrializar, empobrecer y vaciar al país a favor de intereses cada vez más identificados, dentro y fuera de nuestras fronteras. De esa corrupción, la de los evasores organizados por el HSBC, no se habla. Solamente se habla –en la gran mayoría de los casos sin fundamento– de aquellas irregularidades protagonizadas por funcionarios públicos.

La reaparición de la memoria como factor de la lucha política es uno de los grandes logros de esta época. La épica contra el terrorismo de Estado, que ha colocado en el centro del calendario argentino a la recordación del 24 de marzo de 1976, ha permitido inscribir las luchas actuales en una historia política no reducida a un amontonamiento de hechos sino a un conflicto de poder que, bajo formas distintas, recorre las últimas décadas de nuestra vida. Eso tiene mucho que ver con la extraordinaria tensión actual de la lucha política en la Argentina. Hay mucho más en juego que la definición de qué grupo político ejercerá el gobierno en los próximos años. Por eso se ha puesto de moda la idea de volver a la “normalidad”. ¿A qué se refiere esta añoranza de la normalidad? ¿Le llamamos normalidad a los golpes de Estado, a la persecución política de las mayorías populares, a la represión y la muerte como recursos del poder, a la extorsión de los poderes fácticos, a los golpes de mercado y, por fin, al descalabro absoluto en el que terminó la experiencia del neoliberalismo triunfante? La palabra normalidad, en este contexto, solamente puede tener un sentido, el del “normal” funcionamiento del Estado como garante del poder real en la Argentina.

Por eso puede entenderse que la profecía del fin de ciclo y las operaciones desestabilizadoras cada vez más intensas puedan convivir. Porque la profecía no es tal sino una apuesta existencial y porque el fin de ciclo no es un cambio de gobierno sino un cambio de paradigma político-cultural, un regreso a la normalidad de la democracia controlada por los poderes fácticos. La cuestión no es solamente que la anormalidad sea derrotada en las urnas sino la seguridad de que no siga expresándose como posibilidad política real en la Argentina. Para eso, el Gobierno tiene que concluir su mandato en la situación de máxima debilidad y desprestigio y eso no se resuelve en octubre sino en estos días y en todos los que faltan para la elección. La oposición política formal ha renunciado a cualquier forma de independencia o de distancia respecto de esta apuesta del bloque de poder real: toda la cuestión para el cuadrante opositor de la política argentina consiste en discutir cuál de las figuras y cuál de los agrupamientos en los que está dividido es más funcional y más eficaz para asegurar el cierre de esta experiencia política. De cómo evoluciona esa relación de fuerzas internas dependen los agrupamientos, las escaladas y los ocasos de las fórmulas políticas de la oposición. Esa pelea es la que decide si lo que ayer era una gran promesa hoy se ha convertido en un estorbo.

Esa colonización de la política opositora por la agenda de las clases dominantes resulta paradójicamente peligrosa para el proyecto del fin de ciclo. Es así porque desaparece, o por lo menos se debilita, la mediación política. Los mediadores políticos son los encargados de construir la eficacia político-electoral de determinados discursos que expresan proyectos definidos de poder. Pongamos el caso de un dirigente o de un grupo político que luce bien colocado en las encuestas y con tendencias alcistas en el rubro. Sería lógico suponer de ese grupo y de ese dirigente una actitud moderada y gradualista dirigida a sostener la tendencia y a evitar giros dramáticos de la situación. Claro, para sostener ese rumbo no se puede estar generando todo el día la sensación de que vivimos arriba de un volcán a punto de estallar. No se puede estar permanentemente diciendo que habitamos en el peor de los mundos, porque la irrealidad nunca es una buena táctica electoral. Además, el líder en cuestión debería tratar de colocar su propio cuerpo en el centro de la escena, y eso significa la construcción de una personalidad política independiente y con autoridad para dirigir, o por lo menos la apariencia de esa personalidad. La realidad argentina no funciona así. El opositor del caso sabe que sus niveles de autonomía se angostan porque no es un emergente independiente sino un tornillo –muy importante, pero un tornillo– de un dispositivo que lo excede y que lo condiciona. Nada más que como nota de color a favor de este razonamiento, puede comentarse la queja de algún candidato por sentirse abandonado hoy por los mismos círculos que construyeron, hace muy poquito tiempo, su meteórico ascenso.

No hay, entonces, mediación. O si la hay, no habita en el terreno de la política formalmente organizada sino en ámbitos menos visibles y no expuestos al problema de la legitimación política. Por eso, a pocos meses de la elección nacional prosperan la política del escándalo, la presentación apocalíptica de una realidad económica, social y política que, comparada con las épocas “normales” que se añoran, no luce nada mal. Estamos asistiendo, además, a un sinceramiento extremo del conflicto político: se discute si existe algo que pueda presentarse más o menos razonablemente como interés general a cuyo servicio debe estar el Estado o el llamado interés general es un eufemismo para designar una jungla de grupos e individuos que disputan recursos sin regulación política alguna, lo que determina que siempre son los mismos (o un sector cada vez más reducido de los mismos) los que ganan. Por eso la corrupción pública es el argumento excluyente, porque la conclusión de cada uno de los shows mediáticos que giran a su alrededor termina con la conclusión de que, como lo dijera Biolcatti en cierta fiesta rural, el Estado es un gran saqueador. Ahora bien, este modo de plantearse el escenario preelectoral es, hasta ahora, muy bien interpretado y aprovechado por el Gobierno. El último episodio mediático alrededor de una gigantesca mentira de Clarín sobre una cuenta bancaria en el exterior a nombre de Máximo Kirchner es ilustrativo al respecto. Empezó con una tapa infame y terminó a las pocas horas y no porque la textura plagada de condicionales de la denuncia mostrara su inconsistencia. Si fuera por una cuestión de consistencia, la denuncia de Nisman a la Presidenta por encubrimiento del crimen de la AMIA ya no formaría parte de ninguna agenda política ni seguiría dando vueltas entre los rechazos de jueces y cámaras y las apelaciones de Moldes. Lo que enterró la operación y revirtió el rol de acusados y acusadores fue la intervención política de Máximo Kirchner. La desmentida fue el punto de partida de una explicitación del drama político argentino en sus trazos esenciales, de quién es quién en la política nacional. Fue la colocación de la desfachatez periodística en el justo lugar de la operación irresponsable de desestabilización política.

Una vez más, la intensificación del conflicto beneficia al gobierno de Cristina Kirchner. Los que se quejan por ese uso político de la contradicción son los mismos que añoran los tiempos normales en los que la contradicción se escondía debajo de la alfombra para reaparecer tumultuosamente en la forma del desbarajuste social y político más importante de nuestra de por sí trajinada historia política.

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Imagen: Pablo Piovano
 
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