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Kirchnerismo y rock and roll

 Por José Natanson *

El rock de la primavera democrática fue un pop alfonsinista liviano pero en absoluto ingenuo, contracultural a su manera y de tonalidades socialdemócratas, que dio paso, en los 90, a un rock desesperanzado y sucio, más oscuro y como a la defensiva. En pleno auge del menemismo, en un contexto de debilitamiento de las instituciones universalistas del Estado de Bienestar y colapso del modelo de integración vía trabajo, los sectores populares se replegaron hacia los barrios, convertidos en el último refugio de supervivencia (por esos mismos años los estados municipales, hasta el momento políticamente irrelevantes, adquirían importancia como principales distribuidores de protección en el marco de un giro asistencialista de los programas sociales).

Todo se territorializó en los 90: el peronismo, que en el conurbano se hizo duhaldista, los movimientos sociales, que recurrieron a la modalidad piquetera del corte de rutas, y la música tropical, que al hacerse villera asumía explícitamente su condición de exclusión. También se territorializó el rock, que de vanguardia estética en los 80 pasaba a una posición de resistencia con bandas como Los Piojos, Callejeros o La Renga (y en cierto modo Los Redondos, aunque por su origen, el diferencial de talento y la poética hermética y nunca demagógica del Indio resulta difícil encasillarlos en este esquema). Apoyado en un protagonismo hoy diríamos militante del público, con la noción de aguante como paraguas abarcador y transpirando un instintivo nacionalismo de remera, el rock trasladó su eje del centro (recordemos que la fundación mítica del rock nacional se sitúa a metros de la centralísima estación Once, en el bar La Perla) a la periferia del Conurbano.

Con una paradoja, típica de los 90: la explosión barrial hubiera sido imposible sin las nuevas posibilidades de adquisición de instrumentos y equipos que habilitó el dólar barato de la convertibilidad.

Este giro del rock, analizado por estudiosos de la cultura popular como Pablo Semán, reveló trágicamente sus límites el 30 de diciembre del 2004, cuando el incendio de Cromañón desnudó la precariedad del circuito y la condición de marginalidad extrema tanto del público como de los artistas. Además de sus directos efectos políticos (el impeachment a Aníbal Ibarra y, con él, la cancelación del proyecto de transversalidad kirchnerista que lo tenía como protagonista), Cromañón obligó al Estado, al menos al porteño, a mejorar las normas de seguridad, con el consiguiente achique de los espacios disponibles para las bandas: si las más importantes alcanzaron niveles de masividad que habilitaron shows de estadio, las menos convocantes perdieron súbitamente sus escenarios y todas compitieron con los grupos internacionales que por esos días comenzaban a llegar nuevamente a Buenos Aires gracias al crecimiento económico, la disminución del desempleo y, después, el atraso del tipo de cambio.

Este fue el panorama en el que produjo el encuentro entre kirchnnerismo y rock, que reprodujo un patrón que ya habíamos visto en casos como el del movimiento de derechos humanos y la juventud política. Resumidamente podríamos decir que, puesto frente a un sector o movimiento social al que le interesa potenciar, el Estado-kirchnerista opera en un movimiento doble: relanza y regula.

En el caso del rock, puso a disposición de bandas no siempre masivas un público amplio y agradecido mediante una serie de shows gratuitos, desde los recitales en el Salón Blanco de la mismísima Casa Rosada a los más masivos a cielo abierto: en su particular autoconcepción de que puede ser poder y antipoder al mismo tiempo, el Estado kirchnerista abrió por ejemplo el escenario de los festejos del Bicentenario para que Los Auténticos Decadentes, Los Pericos y Kapanga cerraran la primera jornada con “Que me pisen”, el hit de Sumo cuyo filo irónico (yo quiero a mi bandera/ planchadita/ planchadita/ planchadita) se leía raro en una ceremonia oficial custodiada por las fuerzas de seguridad y desarrollada bajo un enorme cartel en el que se destacaba la máxima de Castelli: “La razón y la regla tienen que ser iguales para todos”.

Nada que reprocharle al kirchnerismo: cada gobierno busca su banda sonora e incluso el macrismo, cuyo origen, como el del kirchnerismo, puede rastrearse a la crisis del 2001, ha ido construyendo una referencia juvenil, aunque socialmente más homogénea y proveniente no ya de los movimientos sociales, el peronismo o la universidad pública, sino del voluntariado católico, los colegios de zona norte y las ONG tecnocráticas de los 90: tan respetable como cualquier otra, esta militancia ha encontrado su soundtrack en los cuatro discos de Tan Biónica, la banda que saltó a la fama a partir de su performance en el festival Ciudad Emergente, fue designada por Macri como “embajadora de la cultura” y que por estilo y poética mejor sintoniza con el espíritu del PRO, cuyos festejos musicaliza: lo que en su espejo virtuoso, Babasónicos, es inspiración lírica, profundidad y distancia irónica, en Tan Biónica es un pop solemne de pura ampulosidad vacía.

Lo notable es que no hay conflicto, al menos no de manera visible. Aunque la mayoría de los músicos de rock ha ido manifestando de manera más o menos explícita su adhesión al gobierno (de Fito y Charly al Indio y Calamaro), resulta notable que, en un universo cultural que durante dos décadas se dividió en torno al clivaje Soda-Redondos, la dichosa grieta no opere como principio ordenador, como sí sucede con la política, el periodismo, el campo intelectual y ese monstruo de interpretación contemporáneo que son las redes sociales. Durante los años kirchneristas, Cristian Aldana, cantante de El Otro Yo, se convirtió en el primer rockero en sumarse a las listas legislativas de un partido burgués (fue candidato a legislador por el Frente para la Victoria) y el rock ensayó por primera vez su poder de lobby con el impulso a la frustrada Ley de Música. ¿El Estadokirchnerista absorbió la rebeldía rockera y desvió esa energía a la militancia política? ¿El kirchnerismo mató al rock con su “contracultura oficial”, como provoca Martín Rodríguez en su libro Orden y progresismo? En cierto modo sí, aunque también podría estar pasando algo más.

Retrocedamos un momento. Típico producto de la segunda posguerra, el rock nació junto a otros fenómenos juveniles como la cultura mochilera (la primera Lonely Planet data de 1968), la utopía guevarista, la democratización de las drogas o la revolución sexual (la píldora anticonceptiva fue lanzada en 1961), todos ellos posibilitados por la emergencia de la juventud como un sujeto social dotado de autonomía y recursos, que se haría políticamente visible por primera en el Mayo Francés.

Surgido entonces como un fenómeno de mercado, el rock se organizó en torno a una serie de dispositivos industriales (banda, álbum, discográfica, gira, concierto, manager) que se mantuvieron inalterados durante décadas. Medio siglo después, las nuevas tecnologías –del MP3 a Grooveshark y de ahí a Spotify y de Internet a las redes sociales y de la PC a los smartphones– transformaron completamente este sistema, al punto de dejarlo irreconocible. Es esta mutación radical de las condiciones de producción, más que cualquier moda estrictamente musical, la que acabó con los “discos de época” y las “grandes bandas”, que hasta entonces habían operado como fronteras estéticas del campo rockero (hasta acá Los Redondos, desde acá Soda).

El resultado es un panorama actual atomizado, fluido y cambiante que hace que viejas preguntas simplemente carezcan de sentido. ¿Cuál es la banda de la década kirchnerista, como puede haber sido Almendra en los 60, Sui Generis en los 70, Sumo en los 80, Soda y Los Redondos en los 90? Las cosas cambiaron muy rápido y esa banda –ese disco, ese show– simplemente no existe.

* Director de Le Monde Diplomatique, Edición Cono Sur.
www.eldiplo.org

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