EL PAíS › IMPRESIONES DE LA RECORRIDA POR EL CENTRO CLANDESTINO DE LA EX ESMA

Una visita que moviliza

Los últimos sábados de cada mes se realiza la visita de las cinco en el Sitio de la Memoria, donde funcionaba el centro clandestino de detención y exterminio de la ESMA. En la visita de agosto estuvieron Graciela Lois, de Familiares de Detenidos y Desaparecidos por Razones Políticas; el periodista Luis Bruschtein, hijo de la Madre de Plaza de Mayo Laura Bonaparte, y el filósofo Darío Sztajnzsrajber. También participó Alejandra Naftal, directora del Museo.

 Por Luis Bruschtein

Sitio de la memoria, ex centro clandestino de detención y exterminio de la ex ESMA. La visita de las cinco moviliza, remueve, replantea, pregunta, inquiere, demanda. “Quiero decir que soy oficial de una fuerza de seguridad y que estoy conmovida”, disparó una muchacha de pelo enrulado que se subió a esa cornisa donde las emociones hacen equilibrio en el límite del desborde. Y pasó que esta visita es para que la historia no se repita y hubo una historia que se repitió y, seguramente, ninguno de los que fue, salió como había entrado.

Manchas en la pared. Empieza en la sala de Contextos sobre las manchas de la pared. Alejandra dice que la memoria no es lo mismo que la historia, que la memoria es presente. Ella presenta la visita. Darío representa, y dice que un sitio como este se trata de representar lo que no está, lo que no es representable. Sobre las manchas de humedad, los golpes de las fotos sobre los golpes. Los argentinos a palazos. Los uniformes llevándose a los presidentes Perón, Frondizi, Illia. Sobre las manchas de humedad en la pared, fotos de gente protestando. El Cordobazo, Tosco y Ongaro. El contexto es una vorágine que explica lo inabarcable, lo incomprensible del horror que radicó donde estamos. Es el preámbulo y el contexto de lo que no está. De lo que se insinúa en esas manchas en la pared. Graciela recuerda la primera vez que entró con Laura Bonaparte. Uniformes por todos lados, juezas ofuscadas, el lugar del terror y sus dueños. Fue la primera vez en democracia que familiares de las víctimas entraban a la ESMA o la ex ESMA. Y recuerdo la consciencia filosa de mi madre, Laura Bonaparte. “No podemos dejar que la destruyan” le dijo a Graciela y las dos presentaron el amparo. Y después tuvieron que entrar parea corroborar que no estaban destruyendo pruebas. Nadie hablaba de sitios de la memoria, todos preferían que los tragara la tierra. A Laura le importaba la memoria. Y Graciela cuenta que en esa visita aflojó en un solo lugar, en el sótano, cuando llegaron al rincón donde sabía que habían torturado a su compañero. Se le escaparon las lágrimas, pero por suerte Laura era más alta y la ocultó a los ojos de los que se iban a solazar con ese dolor. Cuenta Graciela que Laura se dio vuelta y le dijo: “No llores, no tienen que verte ni una lágrima”.

El salón de las columnas, la entrada, el playón adonde traían a los secuestrados y de donde se llevaban a los trasladados, la escalera disimulada, la boca del ascensor tapiada. La guía explica. En el salón Dorado que está a la derecha, se hacían las fiestas, la sala de contexto era un comedor y detrás estaban la vivienda del almirante Chamorro, jefe del campo clandestino de detención y exterminio. En el primer piso y en el segundo se alinean las habitaciones de los oficiales y de los profesores de la escuela. En el inmenso sótano se instaló la gran sala de tortura donde se recibía a los secuestrados. En el tercer piso y en el desván, que abarcan toda la superficie del edificio, había decenas de seres humanos encadenados, destruidos, esperando la muerte. En el inmenso desván estaban hacinados otras decenas de secuestrados. Un corredor de la muerte y la tortura, hombres y mujeres de todas las edades, físicamente demolidos y encadenados a grilletes.

Es un solo edificio, decenas de personas agonizaban o esperaban a la muerte en los pisos de arriba, y en el salón Dorado se festejaba el cumpleaños de quince de la hija de un oficial. En el sótano atontaban con pentotal a seres humanos que arrojaban al mar desde aviones, y en el segundo piso descansaban los oficiales, veían la tele o leían el diario. En el desván moría un pibe destrozado en la tortura, y en la planta baja, el almirante brindaba con sus amigos. Represores que eligen convivir con el horror que crean. No odian lo que hacen. Aman el dolor que causan. Podrían haber instalado el lugar de detención y tortura lejos de donde se alojan, pero eligieron hacer todo en el mismo lugar. La vida de estos torturadores no se disocia, la tortura impregna cada momento sin que dejen de ser padres y maridos.

Después que anularon el ascensor y la escalera principal, las que dejaron son estrechas. Suben al primer y segundo piso donde están los pasillos a los que dan las puertas de las “camaretas” de los oficiales y de los profesores de la ESMA. La parada es en el descanso. Los pasillos están cerrados al público.

Un piso arriba está Capucha, el pañol con lo que robaban a los prisioneros y la Maternidad donde nacían los hijos de las prisioneras. No hay divisiones. Los prisioneros estaban separados por paneles que ya no están. Eran espacios angostos, apenas para una colchoneta, donde se sentaba el prisionero que llegaba encadenado. Falta el aire, las ventanas son chicas y antes estaban tapadas. “El olor insoportable, el olor de la muerte y el olor del miedo”, describe desde proyecciones sobre la pared un sobreviviente. El olor fétido era lo primero. Ya no se siente, ni están los tabiques ni los prisioneros encadenados. Hay manchas de humedad y grietas en las paredes. La Maternidad es un cuadrado mínimo en medio de ese lugar de agonía. La embarazada paría allí y luego era asesinada. El bebé no era entregado a la familia, sino a familias de militares y se les cambiaba la identidad. Todo eso ya es sabido, pero en ese lugar el conocimiento lastima.

Al final de la escalera que viene del segundo piso, hacia la derecha está Capucha. Una puerta y un guardia. Hacia la izquierda está la Pecera.

Darío dice que lo encandiló una grieta en la pared. Una grieta que pudo alojar la mirada de un prisionero no tantos años atrás. La mirada del condenado, ya muerto tal vez, que se encuentra en esa grieta con la del visitante. El condenado no imaginó que alguien visitara ese lugar donde estaba muriendo, donde ya lo habían desaparecido y aniquilado. Y ahora hay una visita, decenas de personas que miran la misma grieta que fue su testigo. El condenado que fue a morir a ese lugar y el que lo visita para tratar de aprender a vivir. En la Pecera, Darío habla de Hannah Arendt. Describe el proceso de destrucción humana en la tortura. Hay que destruir a la persona jurídica y después a la persona moral y para terminar hay que destruir la identidad. Es un camino al infierno, explica, previo a la desaparición física, y lo explica en el mismo lugar donde ese camino fue recorrido. Y habla sobre la banalidad del mal, el inconmensurable crimen que puede ser cometido a veces por un simple burócrata. En la Pecera los prisioneros son obligados a realizar tareas de colaboración con el proyecto político del almirante Massera. Recortan diarios, escriben propaganda, hacen documentos, tratan de sobrevivir.

En el desván está Capuchita. Es igual que Capucha, pero con los techos más bajos y las ventanas más chicas. Allí operaba el Servicio de Inteligencia Naval (SIN). En Capucha operaba el Grupo de Tareas.

La visita sigue en el sótano tras bajar las escaleras. Empieza en la planta baja y termina donde los prisioneros recibían el tormento, donde se les atontaba para arrojarlos al mar desde aviones. Pero en realidad, no termina allí. Hay una escala final. En el sótano la situación se desborda. Contra la pared se proyectan las fotos de algunos de los prisioneros que pasaron por allí. Un chico, una señora, varios hombres y algunos jóvenes. En el mismo lugar donde contó que había llorado, Graciela quiso hacer un chiste y se le aflojaron las lágrimas. Es el lugar donde torturaron a su compañero y que ella conoce de memoria. Y la tuve que contener, fue inconsciente, como lo haría cualquiera. Lo más loco es que lo hice como lo había hecho mi madre en ese mismo lugar en la primera visita, según contó Graciela. Y allí se escuchó la voz de la muchacha.

“Soy oficial de una fuerza de seguridad y quiero decirles que me ha conmovido”. Nadie entiende, cada quien está digiriendo sus propias piedras. “Vine de casualidad –agrega, con una necesidad incontenible de hablar– vine al Museo Malvinas y como mi marido está en un partido de fútbol, me crucé para hacer tiempo”. Alejandra la contiene, le pregunta. A pesar del lugar, a pesar de la historia, no hay hostilidad. Toda la situación es impensada y se despeña hacia lo irreal.

Acto final en el salón Dorado. En todas las paredes se proyectan los nombres de los represores, las acusaciones que les pesan y el estado judicial de cada uno. Es el lugar donde festejaban. Es el lugar que los condena. Darío hace un resumen de la visita, lee un texto donde menciona la grieta en la pared y pide que la gente haga preguntas. Hay más ánimo de silencio que de pregunta. Los que hablan expresan sus emociones. Habla la chica de las fuerzas de seguridad. “La gente puede confundirnos si nos ve en uniforme, ahora no es así”, no lo dice con desafío sino con angustia. Y hace una pregunta sobre los juicios.

Es el final, el de los juicios y el de la visita. Se le explica que ese camino de demolición del ser humano que es el secuestro, la tortura y la desaparición, al que se obliga a recorrer a la víctima, también lo hace el represor. A su manera, los dos hacen ese camino hacia el Infierno. Pero la víctima lo hace obligada y el represor por propia voluntad. Por eso la víctima se puede recuperar y el represor no. Ha naturalizado y justificado el horror, es una bomba de tiempo para la sociedad. Por esa razón: condena, cárcel común y no domiciliaria. No son reos comunes.

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