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El Atlético empezó a emerger como testimonio de la represión

En Paseo Colón, entre San Juan y Cochabamba, debajo de la autopista, empezó la excavación para descubrir los restos del centro clandestino de detención por donde pasaron cerca de 1500 detenidos-desaparecidos.

 Por Victoria Ginzberg

Lo primero que se encontró fue una herradura. No era lo que se había ido a buscar, pero podía ser un signo de buena suerte, si cabía hablar en esos términos en ese lugar. La pala mecánica siguió excavando. Emergieron paredes, restos de un ascensor, zapatos y pedazos de telas azules acompañadas por escarapelas de metal. Carmen Lapacó sintió que le hervía la sangre y se trasladó 25 años atrás, cuando vio por última vez en ese sitio a su hija Alejandra. Miguel D’Agostino miró los muros sucios y pensó en el camino recorrido, los testimonios en los juicios y las marchas. El Atlético empezaba a salir a la luz. El centro clandestino de detención instalado por los militares de la última dictadura fue demolido a fines de 1977 para que por allí pudiera pasar la autopista. La semana pasada comenzó a reaparecer.
Sábado 13 de junio. Paseo Colón entre Cochabamba y San Juan. En la loma de tierra que se levantaba desde la calle hasta la autopista, una figura humana de siete metros que se ilumina con antorchas todos los 24 marcaba que ese lugar no era como cualquier otro. En una de las columnas, siluetas metálicas se entremezclaban con una madreselva. Un cartel, similar a una señal de tránsito, dejado luego de algún escrache, anunciaba: “Ni olvido ni perdón”. Las señas estaban para quien supiera verlas. En ese lugar, bajo la tierra, estuvieron detenidas cerca de mil quinientas personas. Desde ahora las marcas serán más visibles.
El Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires comenzó a excavar en el sitio para recuperar el sótano de El Atlético, el centro clandestino demolido en diciembre de 1977 porque pasaba bajo la trama de la autopista. Tres horas después de que comenzara el trabajo, se encontraron los restos de dos cuartos, unidos por una abertura rectangular en la que alguna vez hubo una puerta y una pequeñísima ventana donde pudo haber una celda de no más de uno por uno. Metales retorcidos y oxidados eran lo que quedaba de un ascensor o montacargas que, según los testimonios de los sobrevivientes, ya durante la dictadura estaba en desuso. Las paredes que se recuperaron son apenas una pequeña parte del subsuelo, que debería extenderse por lo menos hasta la mitad de la manzana. Antes de ser un centro de torturas al mando del primer cuerpo de Ejército, el lugar era un depósito de la Policía Federal. De allí los pedazos de uniformes, escarapelas y zapatos que sacó la pala.
“Se trata de un proyecto de recuperación arqueológica y de investigación histórica. La idea es armar un espacio para la memoria, en donde esté la información sobre lo que pasó ahí”, explicó Gabriela Alegre, directora de Derechos Humanos del Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires, que trabaja en esta iniciativa junto con el secretario de Obras Públicas, Abel Fatala. Los organismos de derechos humanos y los sobrevivientes del centro están evaluando la forma en que participarán de la iniciativa.
El Atlético es el segundo centro clandestino en el que se proyecta recuperar sus cimientos. En Morón, la Asociación Seré intenta hacer lo mismo con Atila o la mansión Seré. Allí aún se están haciendo los sondeos del terreno y las excavaciones comenzarían la semana que viene.
Carmen y Miguel
Carmen Lapacó se calzó en la cabeza su pañuelo blanco y se abrochó de la solapa del saco violeta el prendedor con la imagen de Alejandra en blanco y negro. La foto es la de la libreta universitaria, la última. “Lo que estaba en los papeles apareció”, dijo mientras miraba los planos, y señalaba hacia Cochabamba “por donde entraban los autos”. Carmen es madre y ex detenida. En la madrugada del 17 de marzo de 1977 fue secuestrada junto con su hija, el novio de ella y su sobrino. Llegó al Atlético con los ojos tapados con un pañuelo de gasa –que los represores le sacaron de su casa– por el que se colaban algunas imágenes. “En la planta baja nos preguntaron los datos, como nombre y domicilio. Nos dieron una letra y un número. La letra era F, yo era F50, entonces Alejandra tiene que haber sido F49. Ahí perdías el nombre. A mí me pegaron varias veces porque me olvidaba del número que me dieron cuando nos pusieron las cadenas en los pies. No lo registré y cada vez que me lo preguntaban, no podía decir nada y me pegaban”, relató Carmen. La mujer fue conducida a lo que creía era la puerta de un ascensor, pero ahí estaba la escalera que llevaba al sótano, por la que pasaron todos los presos.
En sus tres días de detención estuvo en lo que llamaban “la leonera”, una celda colectiva donde los detenidos estaban separados por un tabique de un metro de altura. “Estaba prácticamente frente a la puerta y vi los zapatos de Alejandra y alcancé a tocarla. Ella gritó, le dije: ‘No te asustes, soy tu mamá’, y nos abrazamos.” El Atlético es para Carmen los últimos momentos de Alejandra, eterna en sus 19 años. Luego de su liberación, todavía en dictadura, la mujer de ojos húmedos y pelo finito volvió con la actual ombudsman porteña, Alicia Oliveira, a espiar de lejos el lugar donde había visto por última vez a su hija, hoy todavía desaparecida. El edificio estaba en pie, pero vacío.
Miguel D’Agostino estuvo en El Atlético 91 días. Llegó encapuchado en el piso de un Falcon el 1º de julio de 1977 y bajó las escaleras a los golpes. Con el tiempo, la experiencia y los relatos de otros detenidos, pudo hacerse una idea de cómo era el lugar donde lo tenían. “Nos hacían hacer un trencito en el que íbamos agarrados de los hombros del de adelante con los ojos vendados. Al llegar al final del pasillo sabías que tenías que doblar a la derecha o a la izquierda para ir a tu celda, y tenías que contar a ciegas cuántas puertas había. Ibas registrando tus movimientos y los pasos que dabas, por ejemplo, hasta llegar al baño. También hay cosas que tienen que ver con traer relatos de otras personas que te decían cómo eran otros lugares”, narró Miguel.
En septiembre de 1977, mientras estuvo unas horas en la enfermería, los guardias escuchaban por la radio un partido de Boca. Uno de ellos tenía bronca porque no podía ir a la cancha “estando tan cerca”. Ese fue el primer indicio geográfico para Miguel, que fue confirmado poco después, cuando escuchó a la hinchada pasar por la vereda. El 30 de septiembre, Miguel fue dejado por sus captores en la puerta del Hospital Borda. Durante dos años recorrió por rutas alternativas el camino del manicomio a la Bombonera, pero no encontró indicios de un edificio que pudiera ser el que buscaba. A fines de 1979, mientras esperaba el colectivo 86, se estremeció –”una sensación como que te van a robar o se te va a caer una maceta encima”–. Giró su cuerpo y en el centro de la manzana vio las celdas al descubierto. Estaba frente al Atlético y se estaba construyendo la autopista. “Por eso siempre supe que había algo”, aseguró.
En 1985, los sobrevivientes del centro clandestino pidieron sin éxito a la Justicia y a la Conadep que se excavara en el lugar. En democracia hubo proyectos para hacer una plaza o poner una placa, pero los ex detenidos planteaban que “había que destapar, no volver a tapar”. Ahora lo que quiere Miguel, como varios de sus compañeros, es “que, en principio, se saque la tierra, poner al descubierto esta estructura como una prueba más de lo que pudo generar esta sociedad y que sirva para generar debate y memoria y para acumular elementos para obtener justicia”. Miguel se imagina que ese lugar se pueda convertir en “mucho más que un edificio recuperado, donde haya un repaso general de los aparatos represivos, su estructura, la cadena de mandos y todos los represores que participaron, donde se recuerde la militancia y la lucha del movimiento de derechos humanos”.

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Carmen Lapacó, sobreviviente del centro clandestino El Atlético, recordó el horror de hace 25 años.
 
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