EL PAíS › SU ROL EN LA MASACRE, SU LLEGADA A LA ARGENTINA

Un hombre llamado Adolf Eichmann

Adolf Eichmann quedó en la historia como el hombre “banal” que vio Hannah Arendt en Jerusalén. Pero si bien Eichmann era banal en el sentido de no ser un monstruo sobrehumano sino un pequeño burócrata, su crueldad y frialdad resultan difíciles de empardar. Además, su rol en la destrucción de los judíos europeos es difícil de exagerar.
La Oficina de Asuntos Judíos que dirigía Eichmann era parte de la Oficina IV de la RSHA, la Oficina Central de Seguridad del Reich. El nombre con el que ganó fama esta Oficina IV es el de Gestapo y su director fue el muy vivo Heinrich Müller, que se esfumó para siempre jamás en la posguerra. Su subordinado encargado de la vasta organización de la masacre fue más quedado. La última misión de Eichmann fue liquidar al medio millón de judíos húngaros, que mientras Hungría fue aliada alemana estuvieron más o menos a salvo. Terminada la misión, se le encargaron tonteras diversas hasta que fue capturado, en buena medida por su total parálisis mental si no le llegaban órdenes.
Eichmann estuvo prisionero hasta que se empezó a hablar de él, cuando se fugó del facilísimo campo de prisioneros de guerra y se instaló en un pueblito del norte, en la zona de ocupación inglesa, criando pollos y cortando leña. En 1950 fue sacado a las apuradas de Alemania y llevado a Italia. El apuro era porque su permiso de inmigrante, emitido en 1948, se estaba por vencer. Los curas italianos capitaneados por el obispo Hudal le consiguieron papeles italianos que lo presentaban como Riccardo Klement. Con su nueva identidad, Eichmann desembarcaba en Buenos Aires el 14 de julio de 1950, identificándose como “técnico” ante una Dirección de Migraciones poco propensa a indagar.
Cuenta el investigador Uki Goñi en su libro La auténtica Odessa que al muy influyente oficial de la SS llegar a la Argentina le significó una brusca caída de estatus social. Pronto andaba por Tucumán, trabajando para la Capri, una supuesta empresa de ingeniería que era tan ransparentemente una excusa para emplear nazis que la comunidad alemana la llamaba Compañía Alemana Para Recién Inmigrados. Eichmann vivía confortablemente en la tropical Tucumán: le gustaba el clima, nadie lo molestaba, le habían dado una cédula, sus jefes y compañeros de trabajo eran tan nazis como él y hasta tenían la protección explícita del obispo local Agustín Barrére. En 1952, el SS traía a su familia al nuevo país.
Pero en 1953 comenzaron los problemas. La fiesta de Capri se acabó y los Eichmann se mudaron a Buenos Aires, alquilando un chalecito en Olivos. Papi Adolf montó una lavandería con ex compañeros de Capri, abrió una tienda de tejidos, fue jefe de transportes de la empresa de sanitarios Efeve, fue encargado de un criadero de conejos: en todo le fue mal. Su consuelo eran los amigos –Josef Mengele, el comando Otto Skorzeny, el Gestapo y exterminador de judíos Rudolf Mildner– y dictarle sus memorias a un flamante conocido, el holandés Willem Sassen.
Sassen hasta intentó vender el relato a una revista alemana, pero el trato se cayó porque no quería nombrar a su autor (los materiales terminarían ganando fama gracias al negador del Holocausto David Irving). Eichmann se buscó otro conchabo y, gracias a Mengele, pasó a ser obrero de la fábrica de calefones Orbis, propiedad del nazi Roberto Mertig, amigo íntimo del médico de Auschwitz. Dieciséis meses después, Eichmann consiguió su último empleo, en la Mercedes Benz de González Catán. Ya vivía en Garibaldi 6061, San Fernando, la casa donde lo secuestraría el Mossad.

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Mengele, el amigo de Eichmann en el exilio argentino.
 
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