EL PAíS › OPINION

Cuidado con la tortuga

Por Eduardo Aliverti

En principio, sólo en principio, estos últimos días argentinos habrán de recordarse como el símbolo más acabado, en mucho tiempo, del desconcierto y la inoperancia.
Un jefe de Estado que se encomienda a Dios. Un ministro de Economía renunciante sugiriendo la inminencia de un cambio profundo, ya previsto, asociado a posiciones autónomas frente a la presión de Estados Unidos y el Fondo Monetario. Pero nada de eso: previsión cero y los gobernadores, díscolos incluidos, respaldando a rajatabla las negociaciones con el FMI. ¿Para qué diablos, entonces, lo habían tumbado a Remes, que bien o mal fue quien dirigió desde un comienzo, conceptual y personalmente, las tratativas con el Fondo? Terminaron llamando a un economista radicado en el exterior, y en consecuencia no hicieron más que esparcir la sensación de un manotazo de ahogado sin retorno. Aunque lo peor ni tan siquiera es eso, sino el hecho de que tampoco son capaces de rodearlo con un esquema de reactivación productiva y confianza en la moneda que, por lo menos, le otorgue alguna chance de éxito. Estos episodios de la crisis son los que insinúan hallarse ante un gobierno extraviado e irresoluto.
No es así. A muy poco que se avance, si se deja de lado el aturdimiento provocado por las tonterías directrices de Duhalde y Cía., se verá que los errores y horrores en la implementación no lo son en la disposición. El Gobierno demuestra una ineptitud tal vez alucinante en la ejecución de sus disposiciones, pero desde que asumió no se equivocó nunca al determinar a quiénes favorece. De enero a hoy, por vía de devaluación, pesificación, flotaciones sucias y demás yerbas, los pobres y la clase media transfirieron 13 mil millones de dólares a los megagrupos que dominan la economía. Si eso se llama “confusión” o “incertidumbre”, deberán cambiarse numerosas acepciones en los diccionarios circulantes en este país. Porque si el gobierno de Duhalde y Alfonsín se equivoca, lo hace siempre en un mismo sentido.
La desorientación sobre lo que puede ocurrir alcanza, como nunca, hasta a los sectores intelectuales más esclarecidos. Pero una cosa es completamente segura: si la movilización popular no supera el límite de la protesta y si no se organiza la angustia de los perdedores –de modo que pudiera parir una nueva representación de las mayorías– habrá que, mientras analistas y sociedad se ensimisman y deprimen con las torpezas administrativas del poder, el poder seguirá con sus negocios a costa de las mayorías. Si alguien cree lo contrario se le va a escapar la tortuga: un papelón más grande que la suposición de que el Gobierno se equivoca en lo verdaderamente importante.

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