EL PAíS › OPINION

La sombra y el cuerpo

 Por Mario Wainfeld

Ricardo López Murphy había anticipado en el Ministerio de Economía el record Guinness que luego reprisaría Adolfo Rodríguez Saá en la presidencia: una semana para transitar del cenit a la eyección. El gobierno aliancista caminaba sin garbo sobre la cuerda floja, se hablaba de la renuncia de Fernando de la Rúa, cuentan que quien hablaba era Fernando de la Rúa. Un cónclave en Olivos debatía la fumata blanca para el desembarco de Domingo Cavallo. Dirigentes radicales y frepasistas protagonizaban mini reuniones, se cruzaban de habitación, armaban y rearmaban mesas, una liturgia que cualquiera que haya hecho política conoce (eventualmente disfruta) y que cualquier profano miraría azorado.

Cavallo iba a su vez por un record, tras ser derrotado con holgura dos veces en las urnas por paladines de la coalición oficialista (De la Rúa en 1999, Ibarra en el 2000) iba a sumarse al gobierno, pasando a ser su presidente alterno o algo así. Mingo era inevitable pero algunos pensaban en ponerle algún límite, “ensillarlo”, hubo quien osó verbalizarlo. Cavallo se puso rojo, se mandó hecho una tromba a la habitación en la que De la Rúa discurría su depresión. “Fernando –le espetó de una–, no me banco esto. (Leopoldo) Moreau y otro me acaban de insultar. Yo no estoy dispuesto a soportar estas cosas. Los radicales son insufribles, no sirven para nada y menos para gobernar. Juan Llach me previno, debí imaginármelo.” El presidente concedió lo que ya pensaba conceder. Supermingo sería ministro de Economía, con plenos poderes. Ese día se concibieron el impuesto al cheque y el megacanje. El corralito, otra creación del magín de Mingo, debería esperar un parto de nueve meses.

Lo de Cavallo y De la Rúa era un quid pro quo sencillo. Con un horizonte conceptual compartido, De la Rúa, López Murphy y Cavallo “debían” agotar sus combinaciones. El luego apodado Bull Dog había sido desaprensivo en términos políticos: le habló a la sociedad desde la Bolsa de Comercio y confundió los aplausos de sus contertulios-sponsors con los de los votantes de la Alianza y los de las organizaciones sociales que, todavía, la acompañaban.

Cavallo fue por años el político más tenaz de la derecha argentina (Carlos Menem excede esa clasificación geométrica, a fuer de peronista cabal) y el economista más creativo del sector. Emergió en el escenario resucitando temas asombrosos, preteridos en el imaginario de Machinea o Rodríguez Giavarini: la producción, el Mercosur, la reactivación de la industria automotriz. En marzo de 2001 prometió todo eso, amén de la preservación de la convertibilidad, un crecimiento anual del PBI del cuatro o cinco por ciento. Visto desde ahora, parece una exhortación del Flautista de Hamelin pero le creyeron muchos, en los despachos de postín y en la calle, si las encuestas no mintieron. El que metía era él, que se despeñó con el gobierno en menos de un año.

Una depresión económica machaza, una deuda tan impagable como expansiva y el cepo de la convertibilidad configuraban una charada indescifrable en sus propios términos. Un extendido sentido común epocal le agregaba dificultad prometiendo la sumisión a las recetas de los organismos internacionales. Cavallo era, de esa troupe, el único capaz de mojarles la oreja a los voceros del establishment, imponerles algunas medidas originales, jamás de apartarse de los criterios básicos. López Murphy y Cavallo no leían igual la coyuntura. LM, un economista menos original y un político más desatento a la opinión pública, optaba por un enfoque “clásico”: el gasto público era un sobrecosto que asfixiaba al sector privado. Especuló con que su contracción quirúrgica equivaldría en sus consecuencias a una devaluación. Un razonamiento dogmático, lineal y a la vez pasivo. Cavallo apostaba a devaluaciones selectivas, manejadas por el Estado, es decir por él. Un Estado intervencionista de nuevo cuño.

Los aunaba, también a De la Rúa, una obsesión: mantener indemne la reputación de Argentina ante los mercados. Un altar pagano al que había ofrendado varias presas, incluidas la reforma laboral (una sobreactuación exigida por el FMI) y el blindaje (un embeleco que se vendió como la panacea universal). Renegociar la deuda externa, mediante jugadas cada vez más audaces y comprometidas integraba la bolilla uno de ese delirio, cuya pertinencia en resultados perceptibles para los argentinos de a pie era una quimera. Someter el proyecto de Presupuesto nacional a la mirada de los organismos internacionales de crédito era una praxis cotidiana, que en los días que recordamos ejercitaba Daniel Marx cotidianamente.

El megacanje, fue una idea cúlmine de la tropical imaginación cavallista, pero igualmente un capítulo más de una tendencia suicida, que tuvo buena acogida social durante añares. Cavallo era un maestro en proponer resolver problemas complejos mediante mecanismos sofisticados en lo técnico pero sencillos en su presentación en sociedad. Una vez acertó y una sola, con su táctica de proponer matar monstruos de un solo balazo, fue con la híper. Las híper son de dejarse matar así, pocos repararon en ellos y revistieron al mago de un ropaje injusto, desmesurado.

El lector dirá que el cronista no habla del fallo de ayer, que está glosando un caso de mala praxis política y algo de eso hay. La corrupción, las comisiones fastuosas (algunas se pagaban de pálpito y de oficio a los negociadores más conspicuos) son en la mirada del autor un dato adicional, digno de investigación y de castigo si hubo delito. La dilapidación del patrimonio nacional, la sumisión a ideas fuerza delirantes y cipayas, la manumisión del poder público a gurúes no votados (de la Mediterránea, del CEMA o de Washington) le siguen pareciendo mucho más densos que la corrupción que se le fue aparejada, como la sombra sigue al cuerpo.

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