EL PAíS › VIGILIA DE DOS DIAS ENTRE POLICIAS Y CAMARAS

Cuando Luis volvió a casa

La angustia y la espera fueron la marca de todos los que pasaron en los últimos dos días por la casa de Luis Gerez, por la de su amigo Jorge Altamirano y por el hospital de Escobar. El movimiento generado en las horas previas y posteriores a la liberación del testigo contra Luis Abelardo Patti tuvo su clímax con el hombre recién llegado de una sala de primeros auxilios de Garín y a punto de ingresar en el hospital. En el mismo momento en que su esposa Mirta Praino y Alberto Fernández de Rosa sostenían a la persona más buscada de los últimos días, sonó el celular de uno de los policías que lo custodiaban: “Hola, sí. ¡Rafa, lo encontré yo! ¡Sí, boludo, ya está!”, contestó, a pesar de que Gerez fue hallado por dos niñas.

Ayer a las dos de la mañana, el albañil ya estaba en su casa y nadie podía borrarle la sonrisa a Hermelinda Olivera, la vecina de enfrente, que supervisaba la escena con una tranquilidad envidiable. “Cuando lo bajaron de la ambulancia lo vi y me sonrió”, contó esta abuela que “lo tuvo en brazos”, mientras la luz de uno de los patrulleros delataba su camisón. Su nieto no estaba tan contento. No lo dejaban entrar a “verle aunque sea la cara y saludarlo”. “¿Por qué no vino el intendente?”, les preguntaba a los polícias que se apelotonaron en la vereda de Galileo al 818. Detrás, Mirta Praino iba y venía del fondo de su casa. De a poco se iban yendo los compañeros de su esposo, algunos funcionarios y el propio Alberto Fernández de Rosa. “Quiere estar Solari Yrigoyen”, le dijo el actor a unos muchachos que esperaban entrar. “Bueno, decile que estuvimos”, le rogaron. Mientras algunos movileros y fotógrafos decidían si pasar o no la noche haciendo guardia, Praino les pidió que se acercaran. Se prendió un reflector y ella, protegiendo sus ojos de la luz, les aclaró: “No era la idea”. Al final, tuvo que pedir ante las cámaras que dejen descansar a su marido. “Lo estamos medicando, si logramos que se tranquilice y duerma al menos doce horas, después damos una gran conferencia y les respondemos lo que sepamos”, prometió, aunque la charla no pudo realizarse. Sólo Olivera, su vecina, le hizo caso al instante; antes de meterse en su casaquinta, sentenció: “Fue una desgracia con suerte”.

Para quien iba y venía por la ruta en búsqueda de novedades, los helicópteros estacionados en la rotonda de entrada al municipio “hostil a la droga” eran un flash. “En ese viaja (Felipe) Solá”, dedujo el remisero señalando uno de las tres máquinas relucientes e idénticas. La aparición de Gerez, pasadas las 22 del viernes, hizo volver de urgencia a Escobar tanto a los políticos como a los periodistas. Sobre una entrada lateral del hospital, los movileros se apretujaron durante horas a la espera de la salida de este viejo militante peronista. Uno de los policías que integraban el cordón que unía la puerta con la ambulancia pedía a camarógrafos y fotógrafos que “retrocedan a conciencia”.

Finalmente, el único que salió fue Rodolfo Mattarollo, subsecretario de Derechos Humanos de la Nación. Mientras el funcionario contaba que el militante de Pensar Escobar estaba “sereno y tranquilo”, otra ambulancia lo trasladaba usando una salida alternativa. Ya era tarde cuando corrió la voz y un ayudante de cámara, con bastante malhumor, arengó a sus colegas: “Vámonos todos, que lo cubra canal 7”.

A sólo 50 metros del lugar, Jorge “el Rengo” Altamirano, el último en ver a Gerez antes del secuestro, tomaba un café con otros militantes. De buen humor, contó que conoció al “Negro” hace más de veinte años y que se puso a llorar cuando lo vio en la sala del hospital. “Estaba rodeado de policías y agentes de la Side. No lo dejaban hablar sobre lo que pasó. Tenía un montón de parches del electrocardiograma, la barba crecida, el labio hinchado y los ojos rojos del cansancio. Estaba muy alterado”, contó. Tan sólo dos días antes, este electricista pensionado se disponía a comer un asado con él en el patio de su casa, en el barrio Lambertucci, cuando fue secuestrado.

“¿Quién vive acá?”, preguntó un oficial llegado de Zárate. “Acá vive Jorge Altamirano”, contestó Anselmo Arias, padrastro del Rengo. “¿Y quién es?”, increpó el policía. “El amigo de Gerez” le informó el anciano, antes de meterse en la casa. “¡Estoy en bolas!”, confesó el policía.

Horas antes de la aparición de Gerez, durante el recambio de guardia, en la humilde casa de su amigo comentaban que los perros sólo habían seguido las pisadas hasta la esquina. Debajo de la camioneta de la policía, Emiliano, hijo de Altamirano, terminaba de arreglar una manguera rota que detenía el relevo. “Estoy muy mal –decía–, si lo hubiéramos acompañado no hubiera pasado nada.” Su mujer, Fernanda Ibáñez, también estaba atormentada, sobre todo por la presencia de los oficiales que inexplicablemente entraban y salían de la casilla de madera donde vive con Emiliano, en la parte de adelante de la casa.

Salvo por los móviles policiales, en el barrio Lambertucci la tranquilidad hacía insospechable lo que había ocurrido días antes. Los vecinos, en su mayoría agricultores bolivianos, volvían de las chacras en bicicletas y motos. “Los bolivianos son muy callados, si vieron algo no te van a decir nada”, aseguraba Elena Avalos, detrás del mostrador de Mana, la carnicería que debía haber atendido al secuestrado. Su desaparición, como al resto, la tenía sorprendida: “Es como lo de (Jorge Julio) López, uno lo ve de lejos y piensa que nunca nos va a pasar y de repente pasa”.

Informe: Emilio Ruchansky.

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