EL PAíS › ENTREVISTA CON EL SOCIóLOGO CHRISTIAN FERRER SOBRE EL CONFLICTO AGRARIO

“El dolor está en otro lado”

El problema de la Argentina no es el hambre, sino “la injusticia distributiva”, y sus víctimas no son los productores rurales, sino los sectores sociales más empobrecidos, dice Ferrer. Vincula las formas que asume el conflicto con una nueva etapa de la democracia.

 Por Javier Lorca

“Quizás el hecho de que asociaciones rurales antes enfrentadas hayan unido fuerzas no responde únicamente a los intereses en común, sino también a que los principales dilemas políticos de la época inmediatamente posterior a la dictadura militar importan menos que antes.” Christian Ferrer, ensayista, profesor de la Facultad de Ciencias Sociales (UBA), esboza la idea de que los modos que asumió el conflicto entre el Gobierno y el sector agrario se vinculan a la herencia de la crisis de 2001 y a que “las expectativas políticas del electorado” tienen una relación cada vez más débil con el pasado dictatorial. También plantea su desacuerdo con los colegas suyos que han advertido la existencia de un “clima destituyente” y señala un aspecto silenciado en el debate.

–El conflicto agrario, ¿manifiesta un antagonismo entre proyectos sociales opuestos o sólo es una puja por la apropiación de rentas extraordinarias sin cuestionar el modelo dominante?

–Es una disputa por la renta, y no por migajas sino por tajadas de una torta tamaño familiar de la que comen muchos. En comparación con los países del “Primer mundo”, Argentina es pobre, porque el modelo de necesidades y expectativas económicas proviene del Norte. En comparación con Africa y Asia, Argentina es riquísima. Pero los compatriotas ambicionan el estilo de vida de quienes viven en Miami o en Barcelona, no el que permiten actualmente Cuba o India. No es hambre el problema de Argentina, sino la injusticia distributiva de riqueza de un país que puede nutrir, con sus exportaciones de alimentos, a 300 millones de personas. Es curioso que los productores de oro en cereal se presenten como víctimas de las decisiones económicas tomadas por el Gobierno por cuanto constituyen un sector social al que puede considerarse, desde el año 2001 en adelante, ganador nítido de la vuelta de campana dada por la nave argentina. Desde entonces bailan el tango patrio –en el exterior– al ritmo contante y sonante de 3 pesos por un dólar. Es cierto que la gente del campo hace esfuerzos, pero eso rinde sus frutos, y es cierto también que las camionetas 4x4 les sirven para ingresar a sus campos pavimentados de soja, pero eso no los hace pobres, muy por el contrario. La cantidad de hectáreas que posee o alquila un pequeño productor local lo transformaría, en numerosos países del mundo, en un terrateniente. Una cuestión de escala. El dolor y la incertidumbre están en otro lado, comenzando por los compatriotas que tuvieron la mala suerte de nacer en zonas urbanas y rurales donde las semillas transgénicas nunca dan brote alguno y que encima están sometidos a intendentes, legisladores y gobernadores inútiles, ignorantes y mezquinos, siguiendo por los empleados, obreros, cuentapropistas y desempleados que viven al día, y terminando con todos aquellos que no pueden garantizarse adecuados tratamientos médicos, odontológicos, dietéticos, turísticos y hasta cosméticos. Puede ser que el “campo” se divida entre “grandes” y “chicos”, es decir que no todo es igual en la pampa gringa, pero la pobreza también es múltiple, y se multiplica aún más. En todo caso, las víctimas del “modelo dominante” son muchísimos más que las 200 mil personas congregadas en torno del Monumento a la Bandera.

–¿Comparte la caracterización de que la situación actual está atravesada por un “clima destituyente”?

–No, son cucos poco convincentes. Sucesivos espantapájaros que no resultaron tales han sobresaltado al progresismo en los últimos diez años: Duhalde, Ruckauf, Blumberg y ahora De Angeli abollando la cacerola. La tesis del golpe de Estado es cortina de humo, alarmismo infundado o gimnasia intelectual de mesa redonda, y se corresponde simétricamente con las denuncias arrebatadas de “represión kirchnerista” voceadas por sus contrincantes. Este país no es Suiza, ni siquiera Uruguay, y el Gobierno abusa, a veces, de la intimidación, pero si aquí hubo un hecho grave, eso fue el asesinato de un maestro en la provincia de Neuquén, gobernada por un candidato a la presidencia de un partido de la oposición. Las últimas represiones importantes en el país sucedieron durante el gobierno de Eduardo Duhalde y en el final del gobierno de Fernando de la Rúa. Otra cosa es que unos y otros anden a la búsqueda de escaramuzas de resultado incierto. ¿“Clima destituyente”? En Argentina la política parece reducirse a eso: horadar, minar los puntos fuertes del adversario. La centralidad política que ha asumido este conflicto se debe a que el vendaval del 2001 se llevó puestos a los principales partidos políticos –a excepción del peronismo– que no lograron recuperarse en las elecciones de octubre del año pasado. Justamente por eso los opositores, y unos cuantos peronistas rezagados o insatisfechos, se han lanzado como cuervos hambrientos a picotear de las sobras que inevitablemente dejará la pugna entre los productores rurales y el Gobierno. La política no admite el vacío y el campo, momentáneamente, lo llenó, lo que permite al Gobierno designar un enemigo y constituirse en torno a él. Es una apuesta –y una maniobra pobre– que no carece de riesgos, pero es ineludible que todo culmine en una mesa de negociaciones entre socios ofendidos, lo que no excluye el aderezo de la necedad, que es el atributo psicológico mejor repartido entre las clases dirigentes del país.

–¿Cómo se inscribe el conflicto en el devenir de la democracia argentina?

–Quizás el hecho de que asociaciones rurales antes enfrentadas hayan unido fuerzas no responde únicamente a los intereses en común, sino también a que los principales dilemas políticos de la época inmediatamente posterior a dictadura militar importan menos que antes. Ahora importa exportar soja para los chanchos chinos o transformar al maíz en biocombustible, un insumo vital para dueños de automóviles, es decir una tecnología cotidiana que está entre las principales causas de muertes en calles y rutas de todo el mundo. En todo caso, la memoria histórica, en este país, es de corto alcance porque los argentinos prefieren huir hacia adelante. Lentamente, el recuerdo de la dictadura está dejando de dar forma a las expectativas políticas del electorado. Además, el conflicto es un síntoma de que algo puede haberse fracturado en el vínculo de amplias clases medias con el Gobierno. Ya sucedió antes: con Alfonsín, después de los sucesos de la Semana Santa de 1987, con De La Rúa luego de la renuncia de su vicepresidente. Antes aún, con la dictadura, al final de la Guerra de las Malvinas.

–Más allá de las diversas posturas que han aflorado, ¿el conflicto revitalizó la intervención de los intelectuales en el debate político?

–No sé. Abunda el posicionamiento, el narcisismo, la moralina, o el discutir por comas y comillas. Tampoco ayuda a comprender la situación la superfluidad de concederle al Gobierno un aura de populismo de altiplanicie o de costa caribeña, error simétrico al de quienes gustan de unir en un panteón pulcro a los gobiernos de Chile, Brasil y Colombia. Se puede jugar al dominó, pero lo cierto es que son procesos sociales y políticos, incluso étnicos, no del todo equivalentes. Quizás algunos se sienten concernidos por la fragilidad de fondo de un gobierno al que juzgan preferible a otros, pero si en él hay una dosis de debilidad es más por demérito propio que por acción de los adversarios, o porque su origen, en el 2003, fue fruto de circunstancias históricas en las cuales la virtud y la tómbola fueron inescindibles, o bien porque este país se parece más a un toro de lidia que a una vaca lechera.

–¿Qué temas han estado ausentes en el debate?

–Llama la atención un silencio compartido por unos y otros: nadie cuestiona a las políticas internas del gobierno chino, que por cierto es una de las peores dictaduras del mundo ahora objeto de deseo tanto de exportadores como de retencionistas. China está gobernada desde hace sesenta años por el mismo partido monopólico que a comienzos de la década de 1960 dejó morir de hambre a casi dos millones de personas por causa del fracaso de la política económica conocida como “gran salto hacia adelante”, que pocos años después provocó el asesinato de un millón y medio de opositores en la época de la “Revolución Cultural”, además de los doce millones de personas que fueron obligadas a hacer trabajos forzados en villas rurales a modo de educación “proletaria”; el mismo régimen que hace casi veinte años masacró a los estudiantes congregados en la plaza Tien-An-Men y que este mismo año reprimió, una vez más, al pueblo tibetano. Se sabe: negocios son negocios. No es algo nuevo: en la época del general Videla y del economista Martínez de Hoz el país se negó a unirse al embargo cerealero contra la Unión Soviética promovido por los Estados Unidos basándose en el lema “El enemigo (comunista) de mis amigos (liberales) es mi cliente”. Lo peor de todo son los falsos moralistas de la oposición, abundantes en programas periodísticos de la televisión y en columnas de opinión de varios periódicos. Que a notorias dictaduras se les venda trigo, carne o soja por motivos pecuniarios o políticos, o porque al país así le conviene, es comprensible, pero que tantos moralistas de fin de semana se irriten por la visita oficial del tiranuelo de Guinea Ecuatorial a Buenos Aires o por los raptos de prepotencia del comandante Chávez en tanto callan sobre los desmanes del nuevo cliente internacional de la Argentina resulta un ejercicio de hipocresía. Es gente de lengua bífida que prefiere negociar con dictadores de verdad y no con sus parodias en miniatura.

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Imagen: Laura Szenkierman
 
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