EL PAíS

Metafísica de la esperanza y el otro Nobel que no fue

Por María Rosa Lojo

Desde la llave maestra de la contraposición luz/oscuridad, vista/ceguera, las novelas de Ernesto Sabato despliegan una coherente imaginería, basada sobre la ambivalencia y la paradoja. Muestran las oscuridades e insuficiencias de la luminosa razón, el sol negro de la brillante oscuridad en territorios que el Logos occidental ocultó, marginó, proscribió: el cuerpo, los sentidos, lo femenino, visto como lo devorador y aterrador por sus héroes masculinos, incapaces de superar dicotomías y escisiones. La búsqueda de esta totalidad del ser se articula en novelas caudalosas, de múltiples capas y registros de lectura, como Sobre héroes y tumbas (1961) y Abaddón el Exterminador (1974), cuya estética combina cierto realismo urbano con rupturas alucinatorias de la representación, las estrategias de la gran novela decimonónica con las audacias del surrealismo, los diálogos y frescos costumbristas con el canto épico, o con una poesía fantástica y abismal.

Dotado como pocos escritores para exhibir, dramáticamente, las contradicciones de la historia y de la cultura, las tensiones y debates de la sociedad argentina y latinoamericana, no estaba exento él mismo de ambivalencias y contrastes. Escéptico atormentado por el sinsentido de la vida, solemne vaticinador de apocalipsis, sostuvo, sin embargo, desde su obra y desde su propia persona, una “absurda metafísica de la esperanza” que lo mantuvo, resistente, sobre este mundo, hasta casi cumplir su centenario. La gravedad o la melancolía que mostraba tantas veces no lo eximían de un fuerte sentido del humor, visible también en pasajes de sus libros: desde los ingeniosos mini ensayos de Uno y el universo (1945) hasta muchas escenas cómicamente ácidas de sus novelas, como las intervenciones de Quique, en Sobre héroes y tumbas y Abaddón el Exterminador.

Otras ambivalencias (que reflejan en buena parte las de nuestra sociedad misma) han provocado polémicas que duran hasta hoy. Pero también es verdad que el almuerzo con Videla no puede obliterar su aporte al frente de la Conadep, que, con todas las limitaciones de aquella difícil coyuntura, sentó las bases para la actual política de derechos humanos en la Argentina. Como lo dijo en una reciente entrevista el premio Nobel Adolfo Pérez Esquivel, Sabato, si cometió errores, supo asimismo rectificarse. Y no fue indiferente a los padecimientos de los perseguidos por la dictadura. Basta recordar la conmovedora dedicatoria que Antonio Di Benedetto coloca en sus Cuentos del exilio (1983), “Al Premio Nobel de Literatura Heinrich Böll y al gran escritor argentino Ernesto Sabato, que bregaron por mi libertad en altas instancias”.

En cualquier caso, la desaparición física del personaje público, venerado por unos, denostado por otros, permitirá tal vez leer más y mejor sus libros, donde conviven el horror frente a la crueldad del mundo y la desolación de la existencia, con la apuesta por el valor de una vida que la solidaridad y la entrega hacen no sólo tolerable, sino también digna de vivirse.

* Escritora y crítica.


Por Mempo Giardinelli

Hace poco escribí que para muchos argentinos la frustración de cada año, cuando se anuncian los Premios Nobel y no lo gana un argentino, va camino de ser leyenda y podría acabar siendo un tema literario en sí. El fallecimiento de Ernesto Sabato repone el asunto, obviamente, porque fue uno de los últimos candidatos frustrados. No sé si lo merecía –establecerlo sería imposible, además de otro debate estéril–, pero siempre me sorprendió su visible aunque negado deseo de recibirlo.

Fui a verlo por primera vez en 1987 con Karl Kohut, catedrático de la Universidad de Eichstätt. En su casa de Santos Lugares, rodeado de árboles y plantas, Sabato fue amabilísimo con nosotros. Charlamos un par de horas y en algún momento resultó inevitable hablar del Nobel. No recuerdo cómo desdeñó la posibilidad de ser premiado, pero sí que lo hizo con tanta elegancia como inverosimilitud.

Después nos mostró su atelier, donde pintaba unos cuadros sombríos, para mí horribles (aunque no me atreví a expresarlo), y luego nos sentamos a tomar el té con Matilde, quien no se veía enferma y más bien contradecía la sempiterna justificación de Sabato, que solía excusarse de compromisos aduciendo el mal estado de salud de ella. Quizá fue sólo una impresión, pero aquella tarde nos pareció una señora mayor muy agradable, amena y normal, que nos obsequió un libro de poemas que acababa de publicar.

Don Ernesto, como respetuosamente lo llamábamos, fue desde entonces amistoso y cálido conmigo. Quizá porque declaré, desde el vamos, mi rendida admiración por sus dos novelas más leídas: El túnel y Sobre héroes y tumbas, y particularmente esta última, que me sigue pareciendo una de las grandes novelas que se escribieron en este país. O quizá por mi interés en Diálogos, el libro de Orlando Barone que lo había reunido a fines de 1974 con Borges y que ya entonces era una joya injustamente poco considerada en los mentideros de la Literatura Argentina canónica. O porque él apreciaba mucho mi revista Puro Cuento. Lo cierto es que siempre, cada vez que nos vimos o hablamos por teléfono, fue atento y afectuoso y en todo momento supe que eso era una distinción.

Ahora que escribo esta semblanza, evoco sus ensayos (en particular los primeros: Uno y el Universo, y Hombres y engranajes) y en su tercera novela, Abbadón el Exterminador, texto que nunca aprecié, acaso vencido por la sensación de que presenciaba un ejercicio de resentimiento.

Como sea, quedará un buen recuerdo de él a pesar de sus aspectos más cuestionados, como aquel almuerzo de mayo de 1976 en la Casa Rosada con Videla, Borges, Ratti y el cura Castellani que la Historia parece haber ya condenado. Por encima de las antipatías y recelos que se ganó aquel infausto mediodía, es indudable que la figura de Sabato al frente de la Conadep en 1983 fue importante, como también sancionó la Historia.

Lo vi por última vez avanzado ya el milenio, en el Ministerio de Educación, durante la recordada gestión de Daniel Filmus. No digo que fuimos amigos y soy consciente de la ambivalencia de mis sentimientos. Pero sentí pena ante su muerte. Hace poquito perdimos a David Viñas; ahora a Sabato. Se nos van los grandes y la literatura argentina sigue de luto.

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