EL PAíS › OPINIóN

La carta de la candidatura

 Por Mario Wainfeld

Suele decirse que Cristina Fernández de Kirchner improvisa sus discursos, cuando sería más riguroso expresar que no los lee. La distinción dista de ser trivial: la oradora tiene elaborado qué va a decir, bien definido el rumbo de su mensaje, conoce su relato quizá mejor que otros protagonistas cuando leen textos precocidos. Ayer, la Presidenta enunció lo que quiso, cuando quiso y donde quiso. Como cualquier dirigente en campaña, interpeló a varios auditorios simultánea e inevitablemente. Pero aludió, con preferencia, a sus aliados. Les puso condiciones, desde una posición dominante. En una fuerza que se llama, sintomáticamente, Frente para la Victoria (FpV), ella y solo ella es la clave de un triunfo electoral, jamás seguro, pero sí bien factible. Más aún, su liderazgo, a más de solventar el potencial de éxito, es el único garante de la unidad.

Con ese capital en mano y exhibido, la mandataria exigió más espacio, menos presiones internas, más margen de maniobra.

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Varios hechos coyunturales atribulan a la Casa Rosada en las últimas semanas. Quizás el más preocupante e irritativo era el paro de los trabajadores petroleros privados en el Sur. El abuso de la acción directa ejercido por sindicatos que disponen de herramientas legales y administrativas para reivindicar sus derechos es un problema creciente de los últimos años. A ese gremio aludió el discurso presidencial, que ya rondó el tópico en días previos. Pero (de nuevo) no se refirió o se dirigió sólo (ni principalmente) a ellos. Para sindicalistas enfrentados al oficialismo o para los partidos de oposición, las menciones a posibles renuncias son música celestial. La palabra de Cristina Kirchner buscó conmover a otros interlocutores.

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El devenir de las primeras elecciones a gobernador tuvo consecuencias enormes en el sistema político. Entre los opositores (con contadas excepciones) cundieron la desazón y el derrotismo, que indujeron a varios presidenciables a apearse de esa competencia. Dos radicales, el peronista Mario Das Neves, Mauricio Macri, Fernando Solanas.

En espejo, en el FpV se expandió cierto triunfalismo que aceleró tiempos y acicateó ambiciones. Si se descuenta ganar la elección general, la interna pasa a ser la contradicción principal. Ese afán de vender la piel del oso antes de cazarla es uno de los riesgos que acecha a un oficialismo muy confiado, con números en la mano. De ahí a no cuidar del todo a la candidata irremplazable o a entorpecer la gestión del gobierno que es la clave de su creciente aprobación hay una distancia leve, que a veces se puede traspasar.

Cuantificar esas demasías es opinable. Quizá no sea tan grave el anuncio del gremialista Oscar Viviani, más impulsando que apoyando al intendente Sergio Massa para disputar una interna con el gobernador Daniel Scioli. Tal vez fuera un desafío menor, que preocupó más al intendente de Tigre que al gobernador. Pero es una bravata, un gesto de autonomía indigerible para quien quiere conducir una coalición al triunfo y transcurrir la interna como un episodio de crecimiento antes que como un camino de ripio.

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Si se mira el panorama, al oficialismo le ha ido bien en los armados provinciales o más que bien. En Capital y Santa Fe, se reposicionó de modo sorprendente si se recuerda la debacle de 2008 y 2009 en esos territorios ariscos. Ahora, el FpV puede perder en ambos, pero también está en virtualidad de recuperarlos. Y aun en el escenario menos dichoso, mejorará mucho sus desempeños de dos años atrás.

Tal vez la debilidad relativa en esos pagos (el FpV “corre de atrás”, es challenger, ni salió segundo en 2009) incentivó la calidad de las operaciones políticas. En la provincia de Buenos Aires, que se supone bajo control, las cinchadas son más intensas y descuidadas. Es prudente encauzarlas.

La presencia del sindicalismo en esa brega se superpone con el malestar en el Gobierno por reclamos sectoriales que considera excesivos y, en sentido estricto, extemporáneos. Esto es, formulados en un momento indebido. La verba presidencial eludió los nombres propios, ni qué decir las siglas organizativas, y aludió más a “sindicatos” que a “centrales”, pero los oídos que zumbaron recorrieron todo el espinel del movimiento obrero.

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Con simplismo se data a fin del año pasado el crecimiento de la imagen presidencial y de la consiguiente intención de voto. El fallecimiento de Néstor Kirchner, efectivamente, detonó una evaluación y revalorización colectiva de la experiencia de los dos gobiernos de su fuerza. Pero es equivocado saltearse que la recuperación kirchnerista ya venía en ascenso. Despuntó casi concomitante con la derrota en las urnas en 2009. Un resurgimiento cultural, el florecer de una militancia nueva, la congregación de intelectuales, artistas y representantes de minorías muy vivaces fueron derivaciones virtuosas de la Ley de Servicios de Comunicación Audiovisual, de la de Matrimonio Igualitario y, aun, del combate abierto contra el multimedios Clarín.

Ese caudal cimienta las perspectivas de Cristina Kirchner, desalienta a sus adversarios, engolosina a sus aliados. A éstos, la Presidenta les recordó que en su cuerpo se cifra la posibilidad de un triunfo. Su candidatura, instalada pero no confirmada, es un recurso que ella maneja y que los demás no pueden disponer como atributo propio.

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Otro error usual en el oficialismo (y a menudo entre sus contradictores) consiste en traducir que la ausencia de Kirchner carece de contrapartidas. Una de ellas es la pérdida de su activismo político cotidiano, de su continuo intercambio o chichoneo con la dirigencia gremial y territorial. De su destreza para manejar premios, castigos, guiños y códigos. Más restringida en ese aspecto, menos presente en el día a día, la Presidenta opera en base a dos recursos propios. El primero es la oratoria. El segundo es la oferta de éxito en las urnas en octubre. El horizonte optimista lima asperezas, sosiega rebeldías, encauza las filas propias. Jamás del todo, más vale.

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“No me muero por ser candidata a presidenta”, precisó la oradora, “no me van a correr”. Ya pronunció conceptos similares, en tono más distendido, por ejemplo cuando desalentó a quienes se “hacían los rulos”. Poner en juego, así fuera simbólico, el sitial del liderazgo es una movida usual en el peronismo. Renunciamientos cabales se memora uno solo, el de Evita. En otras circunstancias se trató de una apelación para remarcar, plebiscitar y consolidar la centralidad de la conducción. Ser candidato para sostener un proyecto es, y esto también se subrayó en el discurso de José C. Paz, un compromiso, arduo de abordar sin disponer del poder y las prerrogativas correspondientes.

La palabra presidencial, pues, enrostra a la tropa propia. Pide, como es habitual en estos casos, más conductas (o virajes) que declaraciones de lealtad. Habrá que ir viendo cómo reaccionan sus aliados estratégicos, a quienes aúnan intereses comunes muy fuertes. Un pedido de este porte, formulado por quien lo hizo, exige respuestas a la altura.

La primera consecuencia, curiosamente, llegó desde la otra vereda: se levantó la huelga de los petroleros privados. Una buena nueva para el oficialismo en un día plagado de conversaciones y runrunes.

El futuro siempre tiene algo de imprevisible, aunque el cronista porfía: a sus ojos, la Presidenta reclamó que le facilitaran seguir adelante, no adelantó una retirada. Se mostró como el as de espadas para las elecciones, exigió que la baraja se organice en consecuencia. Seguramente, los medios opositores leerán otra cosa. Y, quién sabe, algún emergente del Grupo A hasta analice si puede, como en el chinchón, reengancharse en la carrera presidencial

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