EL PAíS › LILIANA HEKER*.

Apuntes desde el caos

Supongo que dentro de unos años los acontecimientos de estas semanas cabrán –o una soñará que caben– dentro del nombre que los designe, que ocuparán un lugar más o menos preciso en la historia nacional y en la pequeña historia de cada uno de nosotros, que adquirirán un sentido, nítido a la luz de los hechos que van a ocurrir en el futuro y que hoy sólo podemos aventurar. Confieso que, al menos yo, soy incapaz de aventurar esos hechos. O no me interesa. Sólo me sale registrar el caos, y mi sensación desde el interior mismo del caos. Una sensación de quebranto, una conciencia de la degradación de todo aquello que, como país, nos constituía –o creíamos que nos constituía–, atravesadas, esa sensación y esa conciencia, por ramalazos de esperanza. Y al nombrar la esperanza pienso, claro, en cacerolazos cortando la noche, concretamente pienso en gente que avanza por la calle Perú (mi calle) hacia Plaza de Mayo, al ritmo de sus cacerolas. Fue algo intenso y bello; me hizo acordar de las Invasiones Inglesas y se parecía a la recuperación de otro tiempo perdido. No quiero que mis palabras sean sospechadas de optimismo. Los tiempos que corren no dan para el optimismo. Yo misma, al día siguiente, vi por televisión una escena que anticipaba lo complicado de nuestro porvenir. Cerca del Obelisco, gente que golpeaba apasionadamente sus cacerolas. “Acá lo que hace falta es Fidel Castro”, gritó uno meta sartenazos, y confieso que me puse contenta. Entonces, casi al lado, otro que blandía un cucharón y una olla, gritó: “Acá lo que hace falta es Seineldín”. O sea que la historia no es prolija, aunque a veces, en medio de la noche, urda espectáculos emocionantes. Nuestra historia, al menos, no tiene nada de prolija. Desde su origen no lo tiene. Pero acá ha ocurrido algo, más allá de las disidencias que seguramente saltarán a su debido tiempo. Los argentinos, todavía sin dirección, todavía caóticamente, parecemos decididos a tomar las riendas de nuestra historia.
Cómo va a seguir esto, a cuantas marchas y contramarchas de nuestros gobernantes vamos a asistir, de cuánta hambre y de cuánto horror seremos todavía testigos, cuántas veces, y quiénes, y blandiendo qué tendremos que volver a la calle, no son cosas fáciles de prever. Si esto mismo estuviese ocurriendo en los años ‘60, muchos de nosotros aseguraríamos que el final de tanta explosión popular será la Revolución Social. La experiencia nos ha enseñado que la historia no tiene final feliz; que, en rigor, no tiene nunca ningún tipo de final. También nos ha enseñado que, por intolerable que sea el presente, siempre puede suceder algo peor. Pero, si con todo esto que, a golpes, fuimos aprendiendo, aun nos quedan fuerzas para salir a la calle y, a cacerolazo limpio, voltear un gobierno y marcar un rumbo, tal vez tenemos derecho, en medio de la disolución y del caos, a embriagarnos con un trago de esperanza.

* Cuentista y novelista. Su último libro es “La crueldad de la vida”.

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